Fue una de las nominadas en la emotiva ceremonia de los Premios Goya, el sábado pasado (mejor actriz, dirección de fotografía, dirección de producción, música original, sonido, producción artística, maquillaje y fx). Dirigida por el argentino Pablo Agüero (Madres de los dioses, Eva no duerme), Akelarre está basada en los libros, los registros de un juez del 1600, buscando brujas en el País Vasco.
Ciertamente, la empresa habla de las ambiciones para poner en escena ese episodio violento, en esa época de la locura inquisidora. Y los esfuerzos y logros son notables, como reflejan esas nominaciones para los rubros técnicos. Agüero y su equipo, entre los que se encuentra Daniel Fanego como mano derecha del juez (Alex Brendemhül), miran a esas chicas, casi unas niñas, acusadas de brujería, y a sus potenciales verdugos (efectivos torturadores), con una mirada de hoy. Un guion que evidencia, y potencia, el lugar de la mujer frente a los ojos del hombre, capaz de aniquilarla sin esfuerzo, pero aterrorizado por ella.
Filmada en el País Vasco, hablada en el euskera de los locales y el castellano de los conquistadores, Akelarre juega con los contrastes. Las chicas de largos cabellos y ropa clara que cantan con voces celestiales, versus los hombres que hablan a los gritos, prohiben mirar a los ojos, comen como animales y hurgan, brutos, en sus cuerpos en busca obsesiva de pruebas. Necesitan confirmar la presencia del demonio para legitimar el sacrificio.
A lo largo del cautiverio, la hermandad de las mujeres se refuerza y esa danza entre los dos polos, que será baile real en alguna secuencia clave, muestra el crecimiento (empoderamiento) de aquello que ninguna hoguera podrá eliminar. Las chicas juegan, se refugian en las canciones infantiles, en los cuentos, en la imitación de esos hombres para escapar sin salir del calabozo.
Claro que más allá de las imágenes bonitas, no hay mucho de nuevo para sumar a esta oposición entre ángeles y demonios. Y el regodeo en estos elementos va adquiriendo cada vez más peso con la carga de lirismo, musicalización excesiva, insistencia en los mismos ejes narrativos, resintiendo interés. Que unos son brutos y otras seres puros e inocentes está tan claro, tan dicho y mostrado, que poco aportan las nuevas escenas de cantos, caricias, gritos y torturas. Por cierto, tampoco demasiado sutiles en su tono.