Hace 400 años la inquisición recorría España buscando desenmascarar y ejecutar a toda persona que cometiera delitos contra la fe católica, con especial énfasis en las brujas.
Uno de esos magistrados, el juez Rostegui (Alex Brendemühl), estaba particularmente interesado en desentrañar los detalles del sabbat, la mítica misa negra en la que las brujas se entregaban a Lucifer. Frustrado por no encontrar a nadie capaz de darle la información que busca llega junto a su consejero (Daniel Fanego), su torturador y una guardia de soldados a un pueblo de pescadores donde solo quedan mujeres. Rápidamente apresa a un grupo de jóvenes, acusadas de haber sido vistas cantando y bailando en el bosque cercano.
En un principio, las jóvenes y niñas que son arrojadas al calabozo no entienden lo que sucede, pero tras algunas sesiones de maliciosos interrogatorios descubren que están siendo acusadas de brujería; una acusación que saben absurda y que en un principio no toman en serio. Solo cuando las preguntas dan paso a la tortura entienden que han sido declaradas culpables antes de empezar y que su única esperanza de escapar implica mantenerse con vida hasta la luna llena, cuando los pescadores regresen a tierra y las rescaten.
Demasiado tarde entienden sus víctimas que lo que menos le interesa a los inquisidores es la verdad. Pero encabezadas por Ana (Amaia Aberasturi) se ponen de acuerdo para inventar historias sobre el akelarre y posponer todo lo posible su ejecución, al estilo de unas Sherezade vascas.
Gran parte de la mitología sobre la brujería que aún permanece en el imaginario colectivo está inspirado en el libro “Tratado De La Inconstancia De Los Malos Ángeles Y Demonios”, escrito a principios del siglo XVII por un personaje similar al que inspiró al director Pablo Agüero (Eva no duerme) a diseñar al magistrado Rostegui. Como su versión ficticia, aquel inquisidor recorrió la zona del país vasco “purificando” de malas influencias la región en nombre del rey y recopilando historias sobre “el sabbat de las brujas” (akelarre, en vasco) que aparentemente tendían más a salir de su propia imaginación que de alguna evidencia real de su existencia.
Usando técnicas de interrogación que hoy causarían gracia al más torpe de los detectives, Rostegui empuja al grupo de adolescentes acusadas de brujería para que digan lo que quiere oír sobre el supuesto akelarre que integran, a la vez que tergiversa sus respuestas para que encajen en sus prejuicios, autoconvenciéndose de que se ajustan a la realidad que está buscando.
No hay nada sobrenatural en la historia narrada en Akelarre. Relata en paralelo la pesadilla de las víctimas y las retorcidas fantasías de sus victimarios, quienes las odian y temen por encarnar todo lo opuesto a lo que pretende instaurar la homogeneizante y estricta moral cristiana que representan los inquisidores del rey. Fueron enviados para desterrar toda disidencia y desprecian cualquier costumbre alejada de su origen castellano; pero por sobre todo temen a su propio deseo y necesitan encontrar alguna fuerza externa a quien echar las culpas de sus propias debilidades. Y nadie mejor para convertirse en el blanco de sus frustraciones que un puñado de bellas y jóvenes mujeres que disfrutan de la vida desprejuiciadamente, que cantan y bailan para ellas mismas y no para complacer la mirada de los hombres ausentes de su aldea.
El clima opresivo y agobiante del calabozo donde sucede gran parte de la historia no deja que desaparezca del todo la luz ni la alegría en Akelarre. Las jóvenes entienden que su alegría y libertad es lo que más temen sus inquisidores, son su principal arma para mantenerse fuertes en la situación desesperada que viven, a las que vuelven cada vez que les es posible para reponerse de los ataques que reciben. Un resquicio de esperanza que les permitirá mantenerse en pie aunque solo sea para perder en sus propios términos.