Tras ser arrestado por furtivear, un guardaparque de pocas palabras es trasladado al Parque Nacional Pereyra Iraola, donde no tarda en descubrir una nueva red de cazadores en actividad. ¿Está arrepentido y desea desbaratarla? ¿O simplemente buscará sacar provecho de ella?
En la película más reciente de Francisco D’Eufemia hay una idea —un tanto diluida pero presente al fin— de western; una intención de suscribir al género desde una temporalidad actual y con una marcada impronta nacional. Desde la figura del forastero que se adentra en un nuevo territorio y elude las reglas locales desatando problemas, pasando por la descripción del límite geográfico que separa al parque de la estancia militar aledaña como una suerte de frontera que no debe ser violada, hasta el duelo armado del final, el director y editor cuenta con un buen abanico de cartas a su favor y sabe cómo jugarlas para inscribir al film en el género. No obstante, Al acecho acaba sorprendentemente perdiendo la mano; en parte, a causa de una negligencia que ya podría vislumbrarse, aunque en una medida mucho menor, en su antecesora Fuga de la Patagonia (codirigida por D’Eufemia y Javier Zevallos).
Aquella película exhibía un anclaje genérico aún más explícito, así como también una visión del relato mucho más clara y, sobre todo, un desarrollo decididamente enérgico, vertiginoso. Pecaba, tal vez, de una estructura episódica y de una caracterización de personajes un tanto exigua, pero su fascinante trama y constante progresión dramática la dotaban de un sentido de la aventura, de un dinamismo notable que compensaba tales aspectos, y que brilla por su ausencia en Al acecho. Por el contrario, el film protagonizado por Rodrigo De La Serna se avoca a un relato menos cinético y más estanco, menos exploratorio y más psicológico, más cercano al western noir que al clásico. Tal decisión lo afecta en tanto que, al volverse troncal al desarrollo de la historia, aquella descuidada caracterización de personajes que antes podía pasar desapercibida asume un primer plano y exhibe, inevitablemente, sus hilachas: poco sabemos del guardaparque protagonista; sus objetivos e intenciones nos son tan ajenas como las razones que lo llevan a callar, putear, amenazar, reincidir y, eventualmente, a disparar. En efecto, su devenir —previsiblemente trágico— falla en suscitar cualquier tipo de empatía o emoción una vez llegada la conclusión.
Ni siquiera la labor de De La Serna prueba ser suficiente para evitar que esto ocurra: pese a ser en gran medida correcta, su encarnación de un hombre empecinado en tropezar dos veces con la misma piedra despierta escaso interés. En su defensa, esto sucede principalmente como consecuencia de la poca información que poseemos sobre el personaje, pero también debido a ciertos deslices interpretativos por parte del actor que dificultan aún más la identificación con el guardaparque, particularmente en aquellas escenas en las que abandona el registro contenido que maneja durante buena parte del relato para dar lugar a una serie de iracundas explosiones. Tan forzadas como los planos-dron y la música ominosa que ofician de crasos separadores de las unidades dramáticas del film, constituyen aún otro ejemplo de las decisiones narrativas que, entre otras cosas, llevaron a que Al acecho no jugara mejor sus cartas. Con la mano que tenía, podría haberlo hecho; Fuga de la Patagonia es prueba de ello.