Un grupo de obreros queda atrapado en una mina remota de Canadá y la única manera de salvarlos es mediante un taladro de treinta toneladas que, debido a su peso, sólo puede ser trasladado por tierra; es decir, en camión y a través de una serie de letales rutas trazadas sobre el hielo de lagos congelados. Así es, la película más reciente de Jonathan Hensleigh (director de El castigador y guionista de Duro de matar 3, entre otras) podría ser fácilmente reducida a y vendida como “Sorcerer On Ice” o “El salario del miedo: Winter Edition”, y ambos títulos serían —sin mucho esfuerzo— más atractivos que el elegido para su estreno local. Es cierto que Riesgo bajo cero comienza como una película de suspenso que sigue el camino allanado por sus antecesoras, pero a diferencia tanto del clásico moderno de Friedkin como de la obra maestra de Clouzot, llegada la mitad de su viaje, el film toma la imprevista decisión de volantear y trazar su propia ruta: una que se desvía del thriller para adentrarse en el terreno de la acción. Dicha ruta, no hace falta decirlo, es más que conocida por el conductor de turno, Liam Neeson. Una vez más el héroe cansado e intransigente, el actor irlandés encarna a Mike McCann, un camionero irlandés del que poco sabemos, más allá de que maneja un camión (“todo lo que hago es manejar, manejar, manejar, manejar, manejar” dice la canción que lo presenta) y que cuida a su hermano menor, un veterano de Irak que sufre de afasia y que lo acompaña en sus viajes como mecánico. Al igual que los personajes de Roy Scheider o Yves Montand, la motivación de Mike para aceptar su misión suicida es netamente económica, pero con el discurrir de la trama el objetivo altruista (salvar a los obreros) empieza a ganar terreno y, más temprano que tarde, el subtexto sobre la avaricia queda reducido a una subrayada línea narrativa que corre paralela y que tiene por protagonista no a McCann, sino a un grupo de empresarios inescrupulosos. Curiosamente, durante buena parte de Riesgo bajo cero la amenaza no está dada por los elementos naturales, las condiciones del camino o una simple mala pasada del destino. Por el contrario, la verdadera fuerza antagónica que pone en jaque la vida de Neeson y compañía es el citado grupo de empresarios, quienes, a través de una serie de mentiras, sabotajes y traiciones, buscan cubrir sus pasos y, literalmente, enterrar sus errores. En efecto, es a partir del descubrimiento de su accionar que la película vira su registro, dejando de lado la influencia de sus antecesoras y apostando, en cambio, por un camino tan transitado como predecible: Liam Neeson sentencia “Ya no es por el dinero. Ahora es personal” y las explosiones gratuitas, las persecuciones con motos de nieve y las peleas a puño limpio no tardan en aparecer. De esta manera, justo cuando la tormenta se acercaba y nuestro interés crecía, Riesgo bajo cero decidió abandonar su carrera contra el tiempo y los elementos, se llevó puestos varios lugares comunes del género, chocó contra su falta de imaginación y, finalmente, acabó aterrizando en la banquina de la intrascendencia. Aún así, y tal como lo demuestra la propia película con sus obstáculos insólitamente inconsecuentes (ninguno sobrevive a la escena en que es planteado: ¿uno de los ejes está bajo el agua? No hay problema, ahí lo sacamos; ¿los camiones volcaron? Ya los damos vuelta; ¿perdimos un camión? No importa, quedan dos más; y así sucesivamente), no todo tropezón es caída y Riesgo bajo cero tiene suficiente fuerza de tracción para seguir viaje. ¿Cómo? Gracias a su innegable efectividad, a su aceitado ritmo, a sus correctos efectos especiales y, sobre todo, gracias a esos esporádicos momentos de tensión que logran despertar a Hensleigh de su letargo al volante. Hablamos, por ejemplo, del camión haciendo equilibrio al borde de un acantilado, del pie accidentalmente enredado en la soga, de la inminente “ola de presión”, de la muerte à la Anton Yelchin y, claro, del infaltable puente oxidado a punto de caer. En este sentido, y teniendo en cuenta que varios de sus puntos más destacables son aquellos influenciados —en mayor o menor medida— por las películas de Clouzot y Friedkin, uno no puede evitar preguntarse por qué el guionista y director decidió agarrar el mapa trazado por ellos y seguirlo al pie de la letra durante un rato, para luego tirarlo por la ventana e improvisar su propia ruta. En retrospectiva, dicha decisión parece tan arbitraria como la de filmar todas las escenas de interiores con un lente angular, pero lo importante, al fin y al cabo, es que Riesgo bajo cero llega a destino. Su viaje podría haber sido mejor, claro que sí, pero es sabido que, cuando uno se aleja del camino señalado, las chances de perderse siempre están.
Picado grueso En El juego del miedo (2004), dos disímiles líneas argumentales corrían paralelas con la promesa de un eventual encuentro en el último acto. La primera involucraba a dos extraños que, atrapados en una habitación, eran observados y torturados por un mal que permanecía fuera de campo. La segunda, por su lado, se inscribía en el género policial y giraba en torno al dúo de detectives que intentaba descifrar la identidad del antagonista. A pesar de su apariencia prescindible, esta subtrama era funcional a la progresión dramática de la película, puesto que le ofrecía un punto de apoyo que le permitía abandonar momentáneamente su claustrofóbica locación principal, descomprimir la tensión y hacer avanzar el relato. Con el tiempo y demasiadas secuelas de por medio, una de esas líneas argumentales se volvería la base insoslayable de la saga que dio a luz al subgénero del torture porn y que cosechó millones y millones de dólares, mientras que la otra quedaría relegada al olvido colectivo. En un claro intento por “volver a las bases” e inyectarle un poco de vida a la ahora agotada franquicia, Espiral: El juego del miedo continúa recupera aquella subtrama policial y la ubica nada menos que el centro de su narración; dejando así al relato de supervivencia, ese que para muchos constituye la esencia de El juego del miedo, en un segundo plano. De este modo, invirtiendo la lógica de su progenitora, la película protagonizada por Chris Rock adopta la estructura de un policial de investigación convencional (a tal punto que por momentos parece un episodio de C.S.I. con más presupuesto que el habitual) y la atraviesa con la cantidad mínima requerida de escenas de tortura, en pos de justificar su pertenencia a la saga. Cabe destacar que el comediante además oficia como productor ejecutivo de Espiral. Lejos de tratarse de un mero dato de color, esta información resulta fundamental para entender, entre otras cosas, el cuestionable casting del film. En constante pose, incómodo en su propio vestuario y con menos control sobre sus expresiones faciales que un títere de ventrílocuo, Chris Rock hace todo lo posible —dentro de su limitado registro actoral— por expresar el mundo interior del personaje. Sin embargo, ajenas al concepto de sutileza, sus morisquetas pocas veces logran despertar algún tipo de empatía en el espectador y, lo que es peor, atentan contra la suspensión de su incredulidad. En este sentido, Rock logra algo extraordinario: que el aspecto más inverosímil de una película de El juego del miedo no sean las trampas mortales ridículamente elaboradas del villano, sino su interpretación de un policía torturado. Por otro lado, la caracterización de dicho personaje también resulta sumamente problemática. Todos los conflictos que conforman su impostada tridimensionalidad (las decisiones de su pasado, la desconfianza hacia sus colegas, la sombra de su padre, su frustrada vida amorosa, su hartazgo general con la Fuerza, etcétera) no son manifiestos, evidenciados en acciones —mucho menos en el acting de Rock—, sino única y exclusivamente mediante diálogos. De hecho, llamarlos “expositivos” sería un gesto de cortesía hacia el guion. Más bien podríamos decir que, a través de sus perezosas líneas llenas de bilis, los personajes de Espiral no hacen otra cosa que vomitar la información que el director Darren Lynn Bousman no se molestó en exponer de otra manera. Para colmo, la película nunca deja de poner en duda las capacidades cognitivas de su público y lo obliga a escuchar los mismos diálogos una y otra y otra vez, gracias a los incontables flashbacks que despliega a lo largo del relato y que bien justificarían el cambio de su título por el de Flashback: La película. Dejando de lado su arbitraria puesta de cámara, con su abuso de los dutch angles y escaso criterio a la hora de narrar visualmente, esta incomprensible insistencia en el uso de flashbacks —tanto sonoros como visuales— es, sin dudas, el aspecto más irritante de Espiral. Tarde o temprano, prácticamente todas sus escenas acaban volviéndose un recuerdo, un pensamiento o una epifanía del protagonista, por lo que uno, como espectador, se ve obligado a padecerlas no una, sino dos o más veces, siendo así sometido a una tortura tanto o más insufrible que la que Jigsaw impone sobre sus víctimas. Dicho sea de paso, ni siquiera tales secuencias son lo suficientemente tensionantes, sangrientas o memorables como para justificar este tedioso y condescendiente thriller. Habiendo ya dirigido otros tres films de la franquicia, Bousman parece estar tan cansado de filmar escenas de tortura que ya ni se molesta en desarrollarlas. Contrariamente, lo único que hace es retratar el mismo escenario sin salida una y otra vez, anulando así cualquier posibilidad de generar suspenso: si se nos muestra reiteradas veces que no existe escapatoria posible para los torturados, que el destino fatal es ineludible, entonces la cuenta regresiva que acelera sus pulsaciones pierde todo tipo de sentido y el escaso interés que depositamos en su supervivencia se desvanece por completo. Sin ánimos de extender esta perorata por mucho más, simplemente quiero agregar que, en una escena inicial que parece sacada de un stand-up que Chris Rock no se animó a hacer, su personaje habla despectivamente de Forrest Gump (parece que pegarle a Zemeckis está de moda, ¿no, Charlie Kaufman?), y sostiene que hoy en día esa película ya no podría filmarse por retratar el “abuso de personas con necesidades especiales”. Qué ironía que justamente él, la principal fuerza (no tan) creativa detrás de una película que abusa de la confianza de sus espectadores, los trata de imbéciles y les inflige una tortura de una hora y media, sea quien emita una opinión acerca de qué películas deberían o no ser filmadas.
Candyman a través del espejo Un personaje “disfraza” a otro de Candyman y, mientras lo hace, explica que, si bien la suya es una reinterpretación del asesino del tapado y garfio, es necesario que algunos de esos elementos que formaron parte de su caracterización original, devenida icónica, persistan para otorgarle una cierta consistencia, validez, a este nuevo acercamiento. Ese diálogo tal vez demasiado explícito constituye un buen punto de partida para leer esta secuela/reboot de Nia DaCosta que, a la manera de Halloween (2018), se presenta como una continuación directa del clásico que la originó, pero acaba siendo más bien una actualización de aquél y un borrón y cuenta nueva para la saga que propició. Otra pista posible para entender las intenciones de la película reside en los minutos iniciales, particularmente en su secuencia de títulos: mientras que los de Candyman (1992) se desarrollaban sobre un plano cenital de la ciudad de Chicago, los de Candyman (2021) lo hacen, por el contrario, sobre varios planos contrapicados —e invertidos— de las cimas de esos mismos edificios. En efecto, la nueva Candyman busca ser el reverso perfecto de su antecesora y, al mismo tiempo, una reapropiación de ella “para las nuevas generaciones” (ay, esa frase vacía usada para encubrir los fines netamente económicos detrás de la resurrección de viejas y conocidas propiedades intelectuales). Irónicamente, siendo una película plagada de dobles y dualidades, la última producción de Jordan Peele acaba siendo perjudicada por su propia e inherente dualidad, por esa ambivalencia constante que, por un lado, la hace apelar al legado del slasher de Bernard Rose, abrazarlo y homenajearlo, y que, por el otro, la lleva a tirarlo por la borda y reescribirlo en pos de aquello que verdaderamente la motiva: vociferar lo que ya se había dicho, pero con el subrayado y la urgencia que demandan los tiempos que corren. En consecuencia, tal como las hormigas negras devoran el cadáver de una abeja (insecto inmediatamente asociado al personaje del título), la película de DaCosta hace suyo al villano encarnado por Tony Todd, lo separa de su mito originario y lo vuelve una máscara atemporal, una figura anónima y simbólica (“Candyman ain’t a he. Candyman is the whole damn hive”), una suerte de protector al que la comunidad negra debe acudir, invocar, para lidiar con la injusticia social y escudarse contra la violencia institucional. Lejos ya quedaron los días del asesino sobrenatural que vanidosa y aterradoramente volvía para recuperar aquello que una mujer blanca, nada menos, le había quitado al desmitificar su leyenda. Entonces, ¿cuál es la amenaza que ahora motiva su regreso? El riesgo del olvido colectivo, la impotencia ante los atropellos que dicha comunidad históricamente sufrió y la voluntad de evitar que, como la historia de Candyman, se sigan repitiendo una y otra y otra vez. De este modo, lo que empezó como una película de terror que, con audacia, buscaba allanar su propio camino y que, simultáneamente y con respeto, seguía los pasos de su progenitora, paulatinamente comienza a separarse de aquella y a descuidar el pulso que el género requiere (la proliferación de líneas narrativas en el segundo acto afecta sobremanera a su fluidez). Eventualmente, Candyman (2021) acaba desnudándose por completo y develándonos su torso sangriento, su verdadero ser: un film de denuncia que busca ser celebrado con igual o incluso mayor ahínco que Get Out, por los sectores más progres de la industria y gracias a “su mensaje” de trazos gruesos y sobreexplicada conclusión. De hecho, si bien ésta prueba ser más que correcta para el camino que la película eligió tomar, ello no quita que también resulte un tanto superficial, bastante arbitraria (la pérdida del punto de vista del protagonista durante casi todo el tercer acto probablemente sea la principal causa) y hasta incongruente, teniendo en cuenta el lugar desde donde partió. En cualquier caso, si el visionado de Candyman (2021) resulta una experiencia dentro de todo gratificante, ello se debe —entre otras cosas— a su directora, quien no sólo demuestra saber dirigir a sus actores (aplausos para Vanessa Williams, quien, como Candyman, también debe ser inmortal, dado que en 30 años no parece haber envejecido un día), sino que también ostenta la suficiente confianza detrás de cámara como para emprender una serie de logradas escenas de suspenso con múltiples juegos de espejos y reflejos, sin caer en el agotamiento del recurso. En este sentido, cabe destacar también la vital contribución del compositor Robert A. A. Lowe, quien logra una hazaña verdaderamente notable: que no extrañemos —mucho— la melancólica y memorable banda sonora de Phillip Glass. Lo que sí se extraña es algo que brilla por su ausencia en Candyman (2021), pero que sí estaba presente en el cortometraje homónimo que Nia DaCosta dirigió y lanzó hace poco más de un año, a modo de teaser, y que puede verse casi completo en los créditos finales del film. Su inclusión resulta sumamente curiosa ya que, puestos uno al lado del otro, en su inevitable comparación, en ese involuntario reflejo, el corto acaba poniendo en evidencia al largo, demostrando que la misma historia que éste contó podía ser narrada con gracia, sin declamaciones forzadas y confiando en la elocuencia de sus imágenes.
En una de las primeras escenas de Vigilando a Jean Seberg, la actriz del título describe su trabajo en la industria del cine como “frívolo”. Irónicamente, la actriz que la encarna, Kristen Stewart, podría usar ese mismo término para referirse al film en cuestión y, si lo hiciese, uno difícilmente podría sorprenderse, mucho menos culparla por ello. Atrapada entre dos registros —ninguno de los cuales le sienta bien—, la película de Benedict Andrews acumula sin construir, progresa sin profundizar y su vacuo intento por retratar los últimos años de vida de Seberg se ve inevitablemente afectado por la superficialidad de su guión: moroso en el desarrollo de los personajes pero, sobre todo, falto de interés dramático. Teniendo en cuenta que se trata de un film basado en una cruenta historia real, con múltiples aristas y partes involucradas (estrellas de cine, agentes del FBI, Panteras Negras, etc.), esto último no deja de resultar desconcertante. En efecto, con su atento diseño de producción, vibrante paleta de colores y particular atención al detalle, Vigilando a Jean Seberg parece más interesada en ostentar el pintoresco reflejo de una época que en adentrarse en sus batallas ideológicas, en tratar de entender el accionar de los personajes o en elaborar algún tipo de pensamiento respecto de lo ocurrido, más allá de los monólogos de la protagonista. De hecho, y pese a sus declamatorias palabras, ni siquiera ella demuestra estar muy interiorizada con las ideas que defiende: vemos a la actriz de Sin aliento sacarse una foto con los Panteras Negras, donar dinero para su causa y encamarse con uno de sus líderes, pero no mucho más. De cualquier modo, eso fue suficiente para que, hacia fines de los sesenta, el FBI ordenara su seguimiento y escarnio público, una decisión que el film describe más como un capricho de J. Edgar Hoover (“Esto viene de arriba”, afirma el jefe de los agentes) que como una medida necesaria, y que acabó, por otra parte, llevando a Jean a la paranoia y, eventualmente, al suicidio. Sin embargo, desprovistas de una construcción paulatina y coherente, tales consecuencias emergen de un momento a otro en el relato: como quien sube una escalera salteando escalones, Andrews descuida y apura la progresión dramática en el segundo acto, desencadenando así que las resoluciones del tercero se sientan repentinas y carezcan de impacto emocional alguno. En parte, esto ocurre debido a la cuestionable estructura elegida: dispersa entre múltiples saltos, tanto temporales como espaciales (de París a Los Ángeles, de Los Ángeles a Nueva York, luego a México y finalmente de regreso a París), y apoyada en dos líneas narrativas de igual peso (la de Seberg y la del agente interpretado por Jack O’Connell, el otro protagonista), la acción avanza a los tropiezos y con escasa fluidez. Asimismo, ese doble punto de vista da lugar a la convivencia, infructuosa, de dos disímiles registros: por un lado, una convencional y solemne biopic y, por el otro, un thriller policial que, dicho sea de paso, es el responsable de los pocos momentos memorables de la película (tal como la secuencia del departamento, en la que el inesperado regreso de la actriz toma por sorpresa a los agentes in fraganti y éstos deben esconderse). Llegado el final del relato y tachados los últimos “datos biográficos a incluir” (tanto en el devenir de la trama como en las infaltables placas de texto previas a los créditos), poco queda para destacar de Vigilando a Jean Seberg. Ni siquiera la actuación de Stewart, cuyo innegable talento es tristemente desperdiciado a manos de un limitado papel que roza la unidimensionalidad: por momentos, el personaje aparece con un trago en la mano pero, si hay una adicción allí detrás, la misma jamás es trabajada; lo mismo ocurre con sus roles de madre y esposa, prácticamente intrascendentes, o con sus ya mencionadas convicciones políticas, muchas veces postuladas, pero rara vez puestas en práctica. En última instancia, son sus ataques de paranoia los únicos momentos en los que Andrews verdaderamente se empeña en que empaticemos con la protagonista, pero ni siquiera allí termina de lograrlo. De esta manera, contando con una actriz versátil y competente, un notable diseño de producción, un elenco de renombre —Vince Vaughn y Margaret Qualley, siempre es un gusto volver a verlos—, y una trama que incluye secretos de estado, infidelidades, espionaje, embarazos no deseados, racismo, rodajes, intentos de suicidio y tantas cosas más, Vigilando a Jean Seberg probablemente acabe llamando más la atención por aquello que podría haber sido que por aquello que efectivamente es: una película bastante poco vigilada, castigada por su propia frivolidad.
What a life, what a night What a beautiful, beautiful ride Don’t know where I’m in five but I’m young and alive Fuck what they are saying, what a life Incluida en la Selección Oficial de Cannes 2020 y estrenada en el Festival de Toronto, la más reciente colaboración de Thomas Vinterberg y Mads Mikkelsen retrata el ascenso y la caída de cuatro hombres, profesores de un mismo colegio y víctimas voluntarias de la ingesta, primero medida y luego desmesurada, de alcohol. En la crisis de mediana edad de este grupo de amigos a los que la vida obligó a crecer, el cineasta danés halla el escenario ideal para elaborar una reflexión sobre las adicciones que resulta tan trágica y angustiante como cómica y entretenida, y que sorprende, además, por su voluntad de rehuir de la unilateralidad y mostrar al alcoholismo no sólo desde su innegable lado oscuro, sino también desde las insólitas alegrías y desinhibiciones que conducen hacia él. Todo comienza cuando, en una cena, uno de los amigos recuerda la teoría de un filósofo noruego de que el ser humano posee una deficiencia de alcohol en sangre de exactamente un 0,05% o “una o dos copas de vino”. Previsiblemente, el profesor de Historia encarnado por Mikkelsen es el primero en jugar con la idea de comprobar la hipótesis y, como espectador, uno difícilmente puede culparlo: hasta ese entonces, lo vimos dar clases cual sonámbulo, intentar comunicarse con su esposa e hijos sin éxito y hasta ser acorralado por un grupo de padres preocupados por la educación de los suyos. Dicho sea de paso, en estas escenas introductorias, la cámara de Vinterberg y el rostro de Mikkelsen forjan una alianza que probará ser vital para el resto del film: los encuadres del primero dicen tanto o más que las expresiones del segundo, potenciando así su mutua labor, tal como había ocurrido en La cacería, su primer y memorable trabajo conjunto. La escena en la que el punto de inflexión toma lugar es un claro ejemplo de ello: luego de ver, en un plano detalle casi publicitario, unas copas de cristal llenándose con un vodka añejo, los ojos de Mads se iluminan, el encuadre se cierra sobre ellos, una acertada abstracción sonora acontece y, de repente, la decisión del personaje se explicita sin que nadie diga ni una palabra, con un clasicismo y una elocuencia narrativa notables. Pronto, el resto del cuarteto se suma al “experimento científico” del protagonista y, limitándose a tomar sólo en horario laboral (“Prohibido beber después de las ocho, como Hemingway”), se empeñan en comprobar si el alcohol verdaderamente incrementa su “performance social y profesional”. Tras unos primeros resultados alentadores, deciden incrementar la dosis; sorprendentemente, los efectos continúan siendo positivos: el protagonista rejuvenece, recupera su vida sexual, conecta con su familia y todos logran lucirse laboralmente. No obstante, obnubilados por el éxito y decididos a descubrir su límite, los cuatro Ícaros pisan el acelerador en la autopista del alcoholismo y los “inmensos efectos negativos” no tardan en aparecer; encima, como la resaca, llegan para quedarse. La construcción del verosímil es, indudablemente, uno de los puntos más álgidos del film. Como tal, es llevada a cabo desde un lugar de autoconciencia (los propios personajes reconocen y verbalizan los peligros de su accionar), descansa sobre los hombros de un elenco iluminado (Thomas Bo Larsen también vuelve a destacarse bajo la dirección de Vinterberg), se ve reforzada por elementos extradiegéticos (el simpático montaje de los políticos) y, por último, se sostiene gracias a un admirable manejo de los tonos. En Another Round, la comedia, el suspenso y el drama se entrecruzan una y otra vez sin jamás implicar un radical cambio de registro: el risible patetismo de los borrachos, la tensión que emerge ante la posibilidad de que sean descubiertos y el hecho de que todo ocurra ante los ojos de sus seres queridos, e influenciables alumnos, no sólo conviven armónicamente en el relato, sino que además contribuyen a su buscada incomodidad. Es a través de esta última que Vinterberg nos permite tomar distancia y empezar a soltarle la mano de los personajes, a dejar de sonreír con sus excesos y a preocuparnos cuando la empatía que sentimos por ellos deviene en pena. Por lo visto, más de uno ha salido a criticar a Another Round por su retrato del alcoholismo. De hecho, varios hasta han llegado a catalogarla de “apología del alcohol”. Personalmente, difiero de tal acusación en tanto que la película ofrece un retrato bastante acabado de la adicción, planteando las dos caras de la moneda, siendo inclemente cuando lo requiere (el destino trágico de uno de los personajes), pero también festiva y libre cada vez que puede. Por otro lado, Another Round hasta incluye una crítica social en torno al consumo etílico en su tierra natal: la esposa del protagonista exclama “Todos en este país beben como locos” y, hacia el final, en el contexto de un funeral, un grupo de niños entona inocentemente el himno nacional, como arrastrando los pecados de sus padres hacia el futuro. Afortunadamente, Vinterberg no se permite a sí mismo terminar el relato con semejante nivel de solemnidad y, apelando una vez más a su magistral cambio tonal y cuidado manejo de las emociones, el director de La celebración concluye el film, precisamente, con una celebración: pero no una hipócrita, nacida de la mesura o de la abstinencia, sino una que emerge naturalmente del relato, de las experiencias vividas, del saber cuáles las consecuencias de nuestras acciones y, aún así, decidir llevarlas a cabo. ¿Apología del alcohol? En cualquier caso, Another Round es una apología de la vida, de la libertad de poder elegir y equivocarse, de la posibilidad de sufrir, reír, llorar, beber y bailar; como Mads: descontrolado, jovial y feliz, pero, sobre todo, vivo. What a Life.
Cualquier persona medianamente al tanto de las múltiples peripecias que Los nuevos mutantes debió atravesar sospecharía que, luego de tantas idas y vueltas, reescrituras, reshoots y cambios de fecha, poco debe haber quedado en el producto final de esa primera versión que, allá lejos y hace tiempo, un prometedor trailer dio a conocer. Más de un inocente habrá pensado que, en el peor de los casos, la película estrenada se vería afectada por algún que otro bache de guión o brusco cambio tonal. Lamentablemente, si hay algo que este 2020 nos ha enseñado es que somos demasiado optimistas. De la misma manera que en Han Solo: Una historia de Star Wars convivían —mejor dicho, chocaban— dos visiones de la misma historia (como consecuencia del despido y reemplazo de sus directores una vez comenzado el rodaje), Los nuevos mutantes también evidencia en su superficie los problemas de producción que desencadenaron la pérdida de buena parte de su integridad. En un principio, el film había sido presentado como el tercero de una serie de proyectos de la ahora inexistente 20th Century Fox que, pese a estar basados en cómics de la factoría Marvel, buscarían escapar de la ya agotada y agotadora fórmula de las “películas de superhéroes”. En efecto, desde la autoconciencia en clave paródica y desde el western crepuscular, Deadpool y Logan lograron, cada una a su manera, erigirse por encima de una oleada de producciones tan grandilocuentes como intrascendentes, llenas de efectos especiales y elencos multiestelares. Al inscribirse en el género de terror, Los nuevos mutantes parecía —por lo menos a la distancia— emprender una apuesta similar, colocando a los X-Men en un registro narrativo al que ninguna de sus doce antecesoras, ni ninguno de los tanques de Disney o Warner, se le había animado aún. Por una serie de cuestionables decisiones —demasiadas para enumerar aquí, pero fácilmente reductibles a “la desconfianza del estudio a cargo”—, la propuesta original de Los nuevos mutantes acabó tristemente opacada por su pantanosa ejecución y por la falta de claridad y cohesión que la reescritura constante de un guión puede acarrear. De hecho, su primera mitad se desarrolla un poco a los tumbos, saltando de personaje en personaje, presentándolos mediante una sucesión de flashbacks, pesadillas y visiones vívidas que dan cuenta de los traumas que los aquejan (en resumen, la mayoría mató o casi mata a alguien por culpa de sus poderes). En cuanto a sus respectivas mutaciones, las mismas son develadas paulatinamente a lo largo del segundo acto con el fin de dotarlo de, aunque sea, una dosis mínima de intriga. Lo que sí está claro desde el inicio es que ninguno de los protagonistas mutantes de esta película mutante (parte Atrapada, parte El club de los cinco) desea permanecer en el hospital/manicomio/prisión en que se encuentra. Dicho sea de paso —y dejando de lado la enorme suspensión de la incredulidad que implica aceptar que una sola persona sea capaz de mantener, cuidar y supervisar todo ese lugar—, la fragmentación del espacio es tal que uno jamás termina de entender la ubicación concreta de las habitaciones/celdas, salones y demás espacios comunes. En este sentido, ni siquiera sus dos elementos unificadores —las cámaras de seguridad y los conductos de ventilación— prueban ser de utilidad al momento de describir espacialmente la locación en la que transcurre prácticamente la totalidad del film. Lejos de ser un detalle menor, esta negligencia anula cualquier intento de encerrar efectivamente a los personajes, menos aún de transmitirle su claustrofobia al espectador. A favor de Los nuevos mutantes, cabe destacar que elude la referencia fácil y nos ahorra el esperado desfile de cameos de mutantes más populares (apenas se menciona a uno de ellos de forma implícita y fugaz). No obstante, hay que decirlo, el legado de los X-Men parece haber quedado reducido tan sólo a sus mutaciones: ya poco importa su simbología, su incansable lucha por la libertad y la igualdad, su repudio de la segregación y la discriminación. El único remanente destacable —y hasta ahí— es el arco de autodescubrimiento y aceptación de un grupo de jóvenes bastante poco rebeldes, pero sí muy confundidos, insertos en una película sin pies ni cabeza ni garras de adamantio, que no sólo se apresuró a autoproclamarse “de terror”, sino que, para colmo, mutó en una suerte de versión young adult de Dream Warriors. En su defensa, tal vez la culpa no sea de la película, sino de quien escribe: por haber sido optimista y haber depositado demasiado confianza en el director, responsable de Bajo la misma estrella y alguien que cierta vez afirmó: “no me gustan mucho las películas de terror”. No se necesita ser Charles Xavier para adivinarlo, Josh Boone.
Tras ser arrestado por furtivear, un guardaparque de pocas palabras es trasladado al Parque Nacional Pereyra Iraola, donde no tarda en descubrir una nueva red de cazadores en actividad. ¿Está arrepentido y desea desbaratarla? ¿O simplemente buscará sacar provecho de ella? En la película más reciente de Francisco D’Eufemia hay una idea —un tanto diluida pero presente al fin— de western; una intención de suscribir al género desde una temporalidad actual y con una marcada impronta nacional. Desde la figura del forastero que se adentra en un nuevo territorio y elude las reglas locales desatando problemas, pasando por la descripción del límite geográfico que separa al parque de la estancia militar aledaña como una suerte de frontera que no debe ser violada, hasta el duelo armado del final, el director y editor cuenta con un buen abanico de cartas a su favor y sabe cómo jugarlas para inscribir al film en el género. No obstante, Al acecho acaba sorprendentemente perdiendo la mano; en parte, a causa de una negligencia que ya podría vislumbrarse, aunque en una medida mucho menor, en su antecesora Fuga de la Patagonia (codirigida por D’Eufemia y Javier Zevallos). Aquella película exhibía un anclaje genérico aún más explícito, así como también una visión del relato mucho más clara y, sobre todo, un desarrollo decididamente enérgico, vertiginoso. Pecaba, tal vez, de una estructura episódica y de una caracterización de personajes un tanto exigua, pero su fascinante trama y constante progresión dramática la dotaban de un sentido de la aventura, de un dinamismo notable que compensaba tales aspectos, y que brilla por su ausencia en Al acecho. Por el contrario, el film protagonizado por Rodrigo De La Serna se avoca a un relato menos cinético y más estanco, menos exploratorio y más psicológico, más cercano al western noir que al clásico. Tal decisión lo afecta en tanto que, al volverse troncal al desarrollo de la historia, aquella descuidada caracterización de personajes que antes podía pasar desapercibida asume un primer plano y exhibe, inevitablemente, sus hilachas: poco sabemos del guardaparque protagonista; sus objetivos e intenciones nos son tan ajenas como las razones que lo llevan a callar, putear, amenazar, reincidir y, eventualmente, a disparar. En efecto, su devenir —previsiblemente trágico— falla en suscitar cualquier tipo de empatía o emoción una vez llegada la conclusión. Ni siquiera la labor de De La Serna prueba ser suficiente para evitar que esto ocurra: pese a ser en gran medida correcta, su encarnación de un hombre empecinado en tropezar dos veces con la misma piedra despierta escaso interés. En su defensa, esto sucede principalmente como consecuencia de la poca información que poseemos sobre el personaje, pero también debido a ciertos deslices interpretativos por parte del actor que dificultan aún más la identificación con el guardaparque, particularmente en aquellas escenas en las que abandona el registro contenido que maneja durante buena parte del relato para dar lugar a una serie de iracundas explosiones. Tan forzadas como los planos-dron y la música ominosa que ofician de crasos separadores de las unidades dramáticas del film, constituyen aún otro ejemplo de las decisiones narrativas que, entre otras cosas, llevaron a que Al acecho no jugara mejor sus cartas. Con la mano que tenía, podría haberlo hecho; Fuga de la Patagonia es prueba de ello.
Llamar a El hombre invisible (2020) “una nueva adaptación” del libro de H.G. Wells puede resultar tan cuestionable como compararla con la obra maestra homónima de James Whale. Esto ocurre ya que, desprovista de las ataduras que cualquier intento de fidelidad a su material de base podría imponerle, la película de Leigh Whannell se desprende de aquel para, en cambio, ofrecer una novedosa y original perspectiva en torno a la figura del hombre que no puede ser visto. Según sus créditos, El hombre invisible está efectivamente basada en la novela de Wells; sin embargo, teniendo en cuenta la distancia que toma de ella y la audacia con la que decide apropiarse de tan sólo algunos de sus elementos, su operación transpositiva se asemeja más a la de una película “inspirada en” —como El hombre sin sombra (2000)— que a la de una adaptación más lineal y cercana al texto original. De hecho, esta nueva versión del hombre invisible también se inscribe en el cine de terror; aunque, a diferencia de la película de Verhoeven, se desarrolla exclusivamente desde el punto de vista de su protagonista, encarnada por una inmejorable Elisabeth Moss. Es cierto, El hombre sin sombra apelaba al punto de vista de Elizabeth Shue, pero lo hacía en constante pivot con aquel de Kevin Bacon, su villano, lo que la posicionaba —sorpresivamente— en las inmediaciones del slasher. Por el contrario, Whannell opta por un registro más bien ligado al thriller psicológico, y es desde allí que la película emprende su reflexión acerca de la masculinidad tóxica, la invisibilización de la mujer y la violencia doméstica; temáticas que —afortunadamente— no aborda de forma tan frontal como, digamos, el cine de Jordan Peele, sino confiando en el género y los subtextos que éste puede ocultar bajo sus jump scares, gore e inquietante atmósfera. De cualquier modo, cabe aclarar que nada de esto aplica para el final del film, el cual —curiosamente, y sin ánimos de adelantar mucho— prescinde de cualquier tipo de sutileza al momento de retratar el empoderamiento último de la protagonista. Incluyo esta aclaración no gratuitamente, sino porque la creo un fiel reflejo de uno de los principales problemas de El hombre invisible, que tiene que ver —precisamente— con sus modos, por momentos sutiles e ingeniosos, pero también descuidados y obvios. Esta ambivalencia puede apreciarse, por ejemplo, en la puesta de cámara: mientras que en algunas escenas Whannell genera tensión dramática de forma económica, con apenas un reencuadre o un cambio de foco, en otras lo hace directamente a los gritos, pidiéndonos que miremos ese espacio vacío de la habitación que nos está señalando y que podría, en verdad, estar “lleno”. Algo similar ocurre con la larga serie de indicios que la protagonista debe reunir para confirmar sus sospechas: muchos presentan una lograda ambigüedad que permite poner en duda su cordura y alimentar su paranoia, pero también hay otros tantos que son sumamente evidentes y que, pese a ello, fallan en suscitar algún tipo de reacción en el personaje. En consecuencia, éste permanece en su estado de pasividad, la trama no progresa y lo que se manifiesta es la imperiosa necesidad de que la epifanía ocurra pronto. Lejos de ser buscada, esa ansiedad no es más que una demanda del espectador (y del relato), un deseo ineludible por una mayor celeridad. No obstante, y en defensa de la película, una vez que ésta logra superar los obstáculos de su guión y entrar en ritmo, Whannell saca adelante la historia a fuerza de inesperados giros argumentales y de un puñado de potentes golpes de efecto en los que la violencia aparece de forma explícita y repentina, y en los que el diseño sonoro prueba jugar un papel fundamental. Aún así, uno no puede evitar pensar a El hombre invisible en relación a Upgrade, la anterior película del director, en la que, por algún motivo, sus habilidades como narrador parecían más fácilmente perceptibles; probablemente, porque se trataba de un proyecto mucho más libre, enérgico y autónomo, preocupado por sus formas y no tanto por su agenda ideológica, y que, además, supo reconocer los puntos débiles de su premisa y sobrellevarlos dotándose de autoconciencia. Contrariamente, la última producción de Blumhouse carece de ella y un poco se la extraña: el verosímil del relato está satisfactoriamente establecido, eso nadie lo discute, pero Whannell parece verse obligado a reafirmarlo constantemente mediante una sostenida solemnidad y una abrumadora música extradiegética cuya única razón de ser, creo yo, es la de operar como contrapunto dramático de la acción y así evitar que, por ejemplo, cuando vemos a los personajes volando de un lado a otro de la casa, no recordemos a Martín Karadagián y las muecas que hacía al pelear contra el Hombre Invisible. La presencia de algunas risas aisladas en la sala durante tales escenas invita a pensar que aquellas decisiones posiblemente hayan funcionado, aunque no del todo. Lo mismo podría decirse acerca de la totalidad de El hombre invisible de Whannell: una destacable nueva versión, aunque definitivamente no un upgrade.
Técnicamente hablando, Jumanji: El siguiente nivel es la secuela del reboot de la película protagonizada por Robin Williams. Afortunadamente, su título carece de numeración, por lo que nos ahorra la discusión de si se trata de la segunda, la tercera o —según Jack Black— la cuarta entrega de la saga (el actor sostiene que Zathura – Una aventura fuera de este mundo forma parte del Universo Jumanji, y algo de razón tiene). Cualquiera fuera el caso, nos encontramos frente a una nueva entrada en esta popular serie que, desafiando unos cuantos prejuicios, se apropió del legado del clásico de 1995 y, aferrándose no tanto a su historia o personajes como sí a su premisa y tono, se ha posicionando como una de las representantes más destacables del cine de aventuras en la actualidad. En este sentido, no es casualidad que su director sea hijo de Lawrence Kasdan, guionista de la mayor cita obligada del género: Los cazadores del arca perdida. De la mano de Steven Spielberg, la primera película de Indiana Jones propició el inicio de un periodo sumamente prolífico para el cine de aventuras durante los años ochenta. Tristemente, su inconfundible espíritu parece eludir a buena parte del cine comercial contemporáneo; lo que explicaría por qué, cuando se estrena un film que efectivamente abraza su ingenio, liviandad y sentido de la diversión, la respuesta del público es —previsiblemente— positiva. Así lo fue para Jumanji: En la jungla, y posiblemente también lo sea para su entretenida secuela. Desprovista de solemnidades, con un innegable carisma, sentido del humor (muchas veces autoconsciente) y hasta un simpático homenaje a Lawrence de Arabia, Jumanji: El siguiente nivel trae de regreso a sus jóvenes protagonistas para una nueva aventura —lúdica y escapista, pero no por ello desprovista de emoción— al interior del famoso juego de mesa devenido videojuego. Representados por los mismos arquetípicos y encantadores avatares de la película de 2017, juntos deberán enfrentar un nuevo nivel, el cual —por fuera de su cambio de escenario— no parece alejarse mucho del que lo antecedió: su estructura escalonada, escaso desarrollo de personajes secundarios y el devenir general de la trama se sienten muy similares a los de Jumanji: En la jungla. Incluso podría señalarse que muchos de sus gags consisten en meras réplicas de aquellos que ya habían funcionado en la película anterior. No obstante, y teniendo en cuenta que el film se encuentra atado a la lógica de un videojuego, es entendible que por momentos peque de repetitivo o que caiga en alguno de los descuidos mencionados. De hecho, Jake Kasdan parece estar al tanto de ello y trata de solventar el problema —o por lo menos disimularlo— mediante la incorporación de nuevos conflictos dramáticos (manifestados en la vida real de los personajes y resueltos al interior del juego), un mayor despliegue visual (la escena de los puentes y los mandriles, sin ir más lejos) y aún más caras conocidas en el elenco. Dentro de estas últimas, cabe destacar, se encuentran las de “los Dannys” (DeVito y Glover) y Awkwafina, cuyas adhesiones le permiten a la película seguir sacando provecho de una de las fuentes de comicidad más efectivas de su antecesora: el contraste entre los diferentes personajes y sus respectivos avatares virtuales. Jumanji: El siguiente nivel exprime dicho recurso incorporando, a su vez, la posibilidad de que los avatares cambien de forma repentina e impredecible de un personaje a otro, lo que da lugar a algunas de sus escenas más graciosas (particularmente aquellas en las que los septuagenarios Dannys se descubren a sí mismos en cuerpos jóvenes, esbeltos y con pelo). Por otro lado, esta dinámica de máscaras intercambiables es la que propicia que una de las escenas más emotivas del film sea también una de sus más absurdas: se trata de un momento profundamente conmovedor entre dos viejos amigos que, en verdad, se desenvuelve entre una mujer asiática y un caballo. Dicho de esta manera, la escena carece de cualquier tipo de sentido pero —dentro de la lógica del relato— no sólo funciona, sino que además lo hace manteniendo un perfecto equilibrio entre el peso dramático de lo que se dice y la manera —profundamente risible— en que está siendo dicho. Encontrándonos en una época signada por la serialización in extremis de las películas, resulta inevitable preguntarse cuántas más pueden hacerse, cuántos niveles más de Jumanji pueden jugarse, sin que la franquicia caiga víctima del agotamiento y la previsibilidad que la repetición de la fórmula acarrea. Es probable que no muchas; aunque todo parecería indicar que los propios realizadores son conscientes de tal limitación: una escena post créditos deja en claro que, en caso de existir otra secuela (¿la segunda? ¿tercera?), ésta iría por otro camino. A priori, una decisión auspiciosa que —esperamos— mantenga vivo el espíritu aventurero de Jumanji. Mientras tanto, su último nivel ya nos entretuvo bastante.
Luego de dirigir una película titánica como Star Wars: Los últimos Jedi, Rian Johnson decidió —para sorpresa de muchos— abocarse a un proyecto de una escala mucho menor, pero no por ello falto de ambiciones y desafíos, algunos de ellos de igual o incluso mayor tamaño que los del controvertido Episodio VIII. Titulado Entre navajas y secretos para el estreno local, Knives Out representa —entre otras cosas— el regreso de Johnson a sus raíces como un cineasta creativo, apasionado por los géneros y con un innegable talento para replicar sus elementos, subvertir sus fórmulas e infundirles nueva vida cuestionando su construcción. El género abordado en su film más reciente no es otro que el whodunnit, un tipo de policial de raigambre literaria y cuyos exponentes cinematográficos son —tristemente— tan escasos como esporádicos. Desde el minuto cero, Entre navajas y secretos se inscribe en su tradición, y lo hace con una claridad y fluidez notables. En su primera media hora, Johnson se enfrenta a la tarea —nada sencilla— de, por un lado, dar inicio al relato y sortear el tono de su registro (siempre liviano y plagado de humor, pese al cruento suceso que dispara y encauza la trama); y, por el otro, de presentar a su numeroso y heterogéneo reparto de personajes (estableciendo, además, sus respectivas conexiones con el difunto, motivos posibles para querer deshacerse de él y otras tantas trifulcas familiares que enriquecen el escenario aún más). Con un admirable poder de síntesis y un montaje atinado, Johnson logra todo esto en un tiempo inaudito, y pronto nos vemos habilitados a trazar nuestras propias teorías respecto de quién o quiénes podrían haber perpetrado el supuesto asesinato. Sin embargo, a los pocos minutos de comenzado el juego detectivesco, el crimen es resuelto. No en su totalidad, obviamente; pero una buena parte de la incógnita es respondida. Probablemente, muchos lean esta clausura —¿prematura?— de la investigación como una falencia por parte de Johnson. No obstante, al superar la sorpresa inicial que dicha resolución inevitablemente acarrea, uno puede vislumbrar cuál es la verdadera intención detrás de ella. Lejos de tratarse de una negligencia en un intento por repetir las operaciones arquetípicas de un whodunnit, Johnson apuesta —tal como lo había hecho en Brick y Looper: Asesinos del futuro— por poner en jaque nuestras expectativas y, apelando a nuestros conocimientos del género, llevarnos hacia un nuevo destino narrativo. Es cierto, el crimen puede haber sido resuelto, pero sólo ante los ojos del espectador y no ante la mirada inquisitiva de Benoit Blanc (el simpático detective de indescifrable acento que encarna Daniel Craig). Por esta razón, y mientras el personaje analiza los cabos sueltos en un segundo plano, el foco del relato recae sobre los hombros de su verdadero protagonista: Marta Cabrera, la enfermera de buen corazón interpretada por Ana de Armas, una talentosa actriz a la que —gracias a su labor en este film— seguramente veamos más seguido en los próximos años. Entonces, habiendo virado el punto de vista de la narración, Johnson procede a profundizar otras líneas dramáticas y —sin dejar que el cadáver de Christopher Plummer se enfríe— la película deja de lado el policial de investigación para adentrarse, en cambio, en el terreno del thriller hitchcockiano. La resolución del crimen a la Agatha Christie cesa de ser el hilo conductor y el segundo acto se desenvuelve, por el contrario, siguiendo una lógica de ocultamiento de la información; base indiscutida de la construcción del suspenso según Hitchcock. Al principio, este cambio radical en el eje de la narración puede resultar un tanto extraño e inesperado; pero, una vez aceptada la audaz decisión de Johnson, uno empieza a notar cómo el film se ve beneficiado por ella: los conflictos familiares proliferan y se intensifican, nuevos factores —y personajes— entran en juego, y la resolución final se hace desear cada vez más. De cualquier modo, cabe aclarar que el director nunca abandona del todo la estructura del whodunnit: la manipula y suspende, pero sólo lo hace momentáneamente y para saciar su interés narrativo, ya que —hacia el final— regresa a ella con todos los giros, contragiros y, claro, con la ansiada explicación del detective iluminado que uno espera y demanda de este tipo de relato. De más está decir que ni Entre navajas y secretos ni su flamante investigador privado decepcionan; aunque lo mismo también podría decirse del resto del elenco y, particularmente, de la ya citada De Armas, de un inmejorable Chris Evans y del siempre destacable Don Johnson. Por último, es curioso que el estreno de Entre navajas y secretos ocurra de manera casi simultánea con el de Boda sangrienta, teniendo en cuenta que se trata de dos películas que apelan a los géneros para satirizar y ofrecer una ácida crítica social. Desde sus respectivos registros y con mucho humor, ambas señalan conflictos de clase, prejuicios raciales y otros temas en boga sin jamás caer en el panfleto, prescindir de su innegable carisma o descuidar sus contundentes finales. Asimismo, el film de Rian Johnson lo hace propiciando un nuevo y grato reencuentro con el whodunnit; un género que, con este film y los esfuerzos de Kenneth Branagh (Asesinato en el Expreso de Oriente y su secuela, Muerte en el Nilo, a estrenarse a fines del 2020), parece estar atravesando una suerte de renacimiento. Tal vez sea muy temprano para asegurarlo; pero tan sólo su posibilidad ya es digna de ser celebrada.