Entre la realidad y la invención.
Un salteño de 70 años, investigador y videasta aficionado, es el protagonista de un viaje con mucho de iniciático.
Dos años después de haber participado en la competencia nacional del Bafici –y de haber recorrido una parte del mundo en eventos cinematográficos especializados como el FIDMarseille–, se estrena finalmente el cuarto largometraje del argentino Daniel Rosenfeld. Ni documental puro ni ficción dura, Al centro de la Tierra lo encuentra afinando algunas de las estrategias e ideas que ya había ejercitado en La quimera de los héroes, aunque difuminando mucho más los límites entre lo que podría llegar a atenerse a la estricta realidad y aquello otro que forma parte de la imaginación. ¿Quién es el Antonio Zuleta que aparece en pantalla? ¿El que respira y camina en la vida real, sin aditamentos ni maquillajes? ¿O una total invención de los responsables de la película? ¿O bien, quizás, aquel que el propio Zuleta quisiera ser? Algo es cierto: a Zuleta, un hombre salteño de 70 años, padre de familia y coleccionista de varias cosas, lo obsesionan los objetos voladores no identificados desde que, a mediados de los ‘90, vio pasar a uno en vuelo rasante desde el patio de su casa.
Atención: lo de “no identificados” puede resultar algo engañoso, ya que para el investigador y videasta amateur el origen de los bólidos es tan transparente como el cielo en medio del desierto en un día sin nubes, aunque no pueda decirse los mismo de las intenciones de sus tripulantes, llegados indudablemente de alguna parte desconocida del universo. “Ovnis en Cachi”, reza un video subido por Zuleta a YouTube; la fecha y horario del avistamiento son precisos: “20 de octubre de 2003 a las 7:57 P.M”. Algunas de esas imágenes, registradas con la misma cámara magnética que sigue utilizando en pleno siglo XXI (anclada en el anacrónico formato VHS compacto), lo acompañan durante una visita a Buenos Aires, a unos 1500 kilómetros de su cada. Ese viaje a la gran ciudad, bisagra narrativa que divide al film en dos mitades, tiene un objetivo claro: presentarle a una verdadera eminencia en el tema las pruebas visuales en su poder. Nuevamente, Rosenfeld juega el juego de las posibles interpretaciones: ¿cuánto del encuentro entre el protagonista y Favio Zerpa fue guionado desde un principio? ¿Cuánto de real hay en el diálogo que se produce entre ambos?
Previamente a que eso ocurra, antes de que Zerpa plantee la posibilidad de que la mancha luminosa no sea otra cosa que un avión de prueba estadounidense trabajando de incógnito, Zuleta sale al terreno junto a su hijo menor para enseñarle los rudimentos del manejo de la cámara. En esa breve, pero intensa secuencia –que también cerrará la película una hora más tarde, aunque vista desde el otro lado del lente–, el experimentado camarógrafo dicta una lección sobre el uso del trípode y la forma correcta de realizar un paneo. En esa vocación docente se juega algo más que la simple enseñanza de un conocimiento técnico: es la vieja transmisión padre-hijo de una pasión, de un modo de ver el mundo, de una filosofía algo esotérica. Incluso, tal vez, de una fe cuyo dogma no puede sino ser único y personal.
Luego de Zerpa, que puede o no tener razón, hay otro viaje al corazón del desierto en busca de nuevas pruebas. La fotografía de Ramiro Civita se encarga de hacerle los honores, sin embelesamientos, al imponente paisaje, al tiempo que Zuleta y un acompañante bastante más joven –en apariencia, experto en tecnologías magnéticas e infrarrojas–, se internan en un viaje hacia el corazón del paraje. A partir de allí, Rosenfeld cambia nuevamente el rumbo de la película, como si ese “no buscar arriba, sino abajo” que se transforma en el nuevo norte de Zuleta lo empujara a hacer aún más invisibles las fronteras entre la realidad y la invención, introduciendo elementos que sólo pueden describirse como deliberadamente humorísticos. Ya solo, Zuleta también se transforma y, como en una película de ciencia ficción de bajo presupuesto, se interna en las profundidades de la Tierra, nueva encarnación de Alicia intentando cruzar el espejo. Algo es seguro: más allá de los resultados de ese viaje con bastante de iniciático, lo que valió la pena fue el tránsito y cada uno de los mojones que fueron marcando el camino.