Historia del solitario y la cautiva.
La nueva película del director de El etnógrafo se relaciona con el western e, inesperadamente, con el más estricto presente argentino.
Para las fuerzas de seguridad del gobierno nacional, la Patagonia es hoy en día el territorio donde practicar la caza del hombre y el tiro por la espalda, sin tener que rendir cuentas a nadie. Para el cine argentino de las últimas décadas, las tierras al sur del Río Colorado han tenido otros sentidos. El de la vida vecinal en los grandes espacios, en Historias mínimas (C. Sorín, 2002). El de la migración interna, en Nacido y criado (P. Trapero, 2006). El de la trastienda de los centros turísticos, en Cerro Bayo (V. Galardi, 2010). El de la soledad de los grandes espacios, en Liverpool (L. Alonso, 2008). El del extravío en el desierto, en La película del rey (C. Sorín,1986) y Jauja (L. Alonso, 2010). En Al desierto, Ulises Rosell halla en las grandes extensiones vacías, con la colaboración de Sergio Bizzio, la metáfora de una muerte y resurrección. O dos.
Pero uno habla de metáfora y siente que todos los elementos de la película se le resisten. Seco y puramente fáctico, el film más reciente del realizador de Bonanza (2001) y El etnógrafo (2012) es la clase de película que el colega Rodrigo Tarruella calificaba de “fenomenológicas”. Películas que se atienen estrictamente a lo que sucede, a los hechos y fenómenos, dejando a un lado todo indicio de psicologismo o segunda lectura.
Como en un western de Budd Boetticher (tanto el escenario como las acciones habilitan el paralelismo con el más austero de los autores de westerns), los hechos son ásperos y escuetos. Nacida en Trelew, Julia (Valentina Bassi, oriunda efectivamente de esa ciudad) se ha trasladado a la más rica Comodoro Rivadavia, consiguiendo trabajo como camarera en un casino. Tiene un problema: con lo que gana apenas le alcanza para pagar el alquiler. Un cliente del casino (Jorge Sesán, el legendario rubio de Pizza, birra, faso, ganador del premio Sagai por este papel) se entera de sus problemas y le ofrece un contacto en la petrolera donde trabaja. Julia primero rechaza el convite; luego lo piensa mejor y acepta. Al día siguiente, Armando la llevará en su camioneta hasta el campamento.
Contar más sería contar demasiado, en tanto Al desierto funciona como un viaje en el que nunca se sabe que sucederá más adelante. Lo que en los primeros tramos funciona a la manera de ciertas apuestas minimalistas como Infierno en el Pacífico (J. Boorman, 1967), donde dos soldados enemigos se veían obligados a sobrevivir juntos –recordando también un motivo clásico del western y la gauchesca, como el del salvaje y la cautiva blanca–, se asentará como paráfrasis del western cuando tras los desaparecidos se lancen un comisario, su ayudante y el baqueano que deberá guiarlos entre el polvo indiscernible del desierto (Germán Da Silva, siempre extraordinario). La diferencia es en tal caso que Rosell & Bizzio se niegan a desarrollar nada que no sea la línea básica de la fuga hacia delante de los protagonistas, y la conflictiva relación entre ambos.
De modo deliberado no hay caracterización de personajes ni desarrollo de alguna clase de disputa (como sí era de rigor en los westerns) en el grupo perseguidor, y el único conflicto entre Julia y Armando es el que surge de la situación. Sólo en última instancia aparecerá un conflicto interno en Julia, cuando repiense qué representan en verdad para ella, en términos estrictamente prácticos, los valores de civilización y barbarie, alrededor de los cuales se edificó no sólo la Argentina sino también los Estados Unidos, que aportaron el modelo para nuestra Generación del 80. De allí la relación con el western y, dicho sea de paso y de modo seguramente inesperado para los propios realizadores de la película, con el más estricto presente argentino. Presente en el que esos términos vuelven a invertirse, luctuosa y vergonzosamente, como lo hicieron casi un siglo y medio atrás.