Al desierto de Ulises Rosell sume a su dúo protagonista en un extravío patagónico con intenciones de thriller y western poco definidas.
Un devenir errático, árido, inhóspito, en un escenario que hace de majestuoso reflejo: Al desierto de Ulises Rosell (Sofacama, El etnógrafo) se cubre con arena de thriller y western para desplegar una mera sucesión de acontecimientos hacia delante, una road movie sin trazado y sin coche. Los casi solitarios protagonistas son el rubio y grandote Armando (Jorge Sesán) y la bella y oscilante Julia (Valentina Bassi), que se conocen –aparentemente por primera vez– en un casino de Comodoro Rivadavia. Armando muestra un interés retínico por Julia y concreta el avance verbal con una sugerencia laboral petrolera que implica adentrarse en el vasto desierto patagónico. Ella accede, y en esos atractivos y breves términos se inicia la aventura.
Ya en medio de la polvareda, Armando desvía su camioneta de la ruta, Julia amaga una huida, hay un tirón entre ellos y el auto vuelca. A partir de allí el dúo de personajes atravesará páramos, subirá empinadas cuestas y recaerá en casas e instalaciones a veces abandonadas y otras atendidas por tímidos lugareños en un rumbo y un vínculo más desconcertante que ambiguo: ¿qué los mantiene juntos? ¿Estamos ante un secuestro, un pacto tácito de supervivencia o una pareja en ciernes (como lo prueban súbitos y mecánicos arrumacos)? No hay tensión entre ambos, tampoco amor, menos perversión. Hacerse preguntas es hasta improcedente: Al desierto apunta a un abordaje redux de género a lo Mad Max o a la fuga narrativa de los relatos de Sergio Bizzio, que firma el guion junto a Rosell. De todos modos, el filme peca de omisión porque sugiere sentimientos o psicologismos que no se evidencian de manera física.
La razón de ser de Al desierto es, además de su linealidad sinuosa y a la intemperie, la fotografía (a cargo de Julián Apezteguia), también a su modo un friso: el desierto del título es concepto y trama, figura y fondo, plano detalle y panorámico, expuesto en la forma de texturas rocosas, abismos geológicos y cimas impasibles. La campera de cuero roja de Julia funciona como contrapunto potente a tanto cromatismo tierra y subraya la sensación de collage, de cómic, de estampa petrificada.
Que el género se activa de manera puramente estética en Al desierto lo confirma la otra dupla del filme, dos policías –uno viejo, canoso y caricaturesco, el otro joven y morocho– que persiguen las huellas de la pareja evadida con el mismo confuso y perezoso interés del espectador: corazas de un policial ubicuo, su paso entre bares precarios y paradas ruteras le inyecta pintoresquismo al filme, que así y todo permanece siempre detenido en su obsecuente avance. Al desierto se resiste a ser lo que aparenta, y de ese repliegue extrae una singularidad a medio camino.