Al desierto: ecos míticos, pero poca tensión
La nueva película de Ulises Rossell alcanza sus únicos momentos intensos en el preludio de una travesía. Julia (Valentina Bassi) es una buscavidas en la Patagonia: empleada como camarera de un casino, anhela vivir en la playa; sin embargo, sobrevive con un sueldo magro y en una vivienda azotada por fríos vendavales. En una de las monótonas noches de juego y azar, conoce a Armando (Jorge Sesán), un trabajador de una planta petrolera que pasa sus francos en la mesa de apuestas.
Rossell desplaza el clima de incomodidad y frustración del inicio para sugerir un peligro inminente cuando Julia acepta una propuesta de trabajo de Armando y se sube a su camioneta camino al desierto. El paisaje, que inicialmente es clave para definir el tono, se exhibe al servicio de una belleza mítica que lentamente ahoga la narrativa. La inmensidad vacía subraya la pequeñez humana, la polvareda acentúa la caída, las montañas relucen al fondo como el marco de una acción que siempre se ve opacada por ese galanteo del entorno.
Los principales problemas de la película se concentran en el vínculo que se establece entre la cautiva y su carcelero, ambos ecos de mitos universales (referencias al paraíso perdido) e hitos históricos (historias de las cautivas), que descansa en imposiciones externas (de guión, de género) antes que en el despliegue de un verdadero entramado de sentimientos complejos y contradictorios.