Por algunas similitudes de sus relatos, la comparación entre Al filo de la oscuridad y Días de ira es inevitable, casi necesaria: lo que en aquella era gravedad e intento de sanción moral sobre la justicia y los abogados, en la película de Martin Campbell es apenas un contexto, un marco de referencia. El arreglo que existe entre la empresa que tira desechos tóxicos y un importante político, más el papel que cumplen los grupos ecologistas y sus acciones clandestinas, todo acaba siendo un fondo para el desarrollo de la verdadera historia, que se juega exclusivamente en el terreno del cine y el género y, por suerte, bien lejos de la bajada de línea. Una de las formas que adopta el film para neutralizar ese posible discurso sobre la contaminación ambiental y el poder de las corporaciones es el apostar por un tono irreverente que nunca termina de dejarle espacio a la solemnidad (que ahogaba en gran parte de Días de ira). Desde el asesinato de la hija de Thomas Craven (recibe un escopetazo de frente que la saca volando, literalmente), las misteriosas apariciones de Jedburgh del que nunca sabemos del todo (hasta el final, al menos) qué rol cumple en la historia, y alguna que otra muerte genial, antológica (como la de un personaje cuya última frase antes de ser atropellado inesperada y bestialmente por un auto es “now, I’m done”), Al filo de la oscuridad se revela inteligente y capaz de la mejor autoconciencia: sabe cómo contar y producir interés sin caer en ningún discurseo edificante sobre el papel de la justicia o la venganza por mano propia. Justamente, lo que en Días de ira era uno de los mayores lastres para la película, por su torpeza y su pretendida importancia, en Al filo de la oscuridad es su punto más fuerte: los diálogos. Más allá de algunos deliciosos one-liners de Mel Gibson (que pudimos ir saboreando desde el trailer), como el de la cruz y los clavos (que, dicho sea de paso, seguramente haya sido escrito especialmente para él), hay en la película de Campbell un sinfín de frases sueltas, conversaciones y respuestas que son el verdadero sostén del film: cortantes a veces, cómicos otras, grasas de vez en cuando, pero siempre impactantes y felices (algunos realmente inolvidables, como cuando Mel Gibson le dice a su enigmático ángel de la guarda Jedburgh “no voy a caminar con usted en la oscuridad”), los diálogos marcan el tono de una película que no por tomarse con ligereza su tema (venganza, ley, poderes económicos, etc.) deja de ser contundente en un sentido estrictamente cinematográfico. Los diálogos y one-liners son, después de todo, una insignia genérica, marcas de pertenencia que conectan a la película con la historia del cine. Esa desfachatez e irreverencia es la misma que sobre el final salvaba en parte a Días de ira, solamente que, además de ser una película mucho más consistente y firme de principio a fin (Campbell tiene un currículum frondoso en cuanto a cine de acción se refiere, y es el responsable de la que probablemente sea la mejor película de James Bond, Casino Royale), Al filo de la oscuridad tiene de su lado a un gigante, enorme y colosal Mel Gibson, capaz de virar de la ternura más empalagosa a una furia ciega pasando por algunos momentos intermedios donde, gracias al soporte de Ray Winston, Gibson demuestra ocasionalmente sus dotes de comediante. Como la película toda, su protagonista también es versátil, capaz de maniobrar registros distintos y hacer gala de una lucidez suficiente como para no tomarse tan en serio a sí mismo.