El héroe clásico, ambiguo, inoxidable
Entre la ternura y la furia, con dolor pero sentido del humor, el personaje que construye Mel Gibson, padre que pierde a su única hija, se pone al espectador de su lado en todos los planos de este film más placentero que su historia de justicia por mano propia.
A veces, los críticos de cine nos atosigamos de ideología. Pero hagamos una salvedad: por lo general eso sucede cuando una película deja de lado cualquier elemento estético. No habiendo otra cosa para juzgar, no queda más alternativa que discutir esa idea. Es cierto: más valdría decir que tal o cual film carece de interés cinematográfico y que eso mismo es una ideología. Y punto. Pero las buenas películas (no necesariamente las excelentes o las obras maestras, que no son lo mismo) pueden contener una ideología (o un “mensaje”, para usar una terminología no por perimida menos precisa) que no compartamos y, aun así, despertar nuestro interés y provocar nuestro placer. Aquel que gusta del cine sabe apreciar esas cosas. Por eso es que Al filo de la oscuridad merece ser rescatada incluso si su idea de la justicia por propia mano nos provoca cierto rechazo: porque es un buen relato y porque su núcleo no es lo que piensa el director o el guionista de la justicia o su aplicación, sino mirar cómo se mueve, habla, actúa ese enorme actor de cine que es Mel Gibson.
Al detective Craven le matan, de una manera horrible y ante sus ojos, a su única hija. Todo indica que es la vendetta de algún criminal y que el verdadero blanco fue él mismo. Pero no: hay una trama oscura que involucra intereses corporativos, activistas ecológicos y al (perverso, cada vez más perverso en los films de Hollywood) Estado norteamericano como gran villano. Hay, también, un personaje extraordinario que puede ser malo o bueno, estar de parte del héroe o de los villanos, pero que se pasea con la elegancia, el encanto y el humor de un auténtico demonio, y que es invención de Ray Winstone. Hay, por otra parte, una violencia seca y repentina, breve y contundente. Y hay –esto es algo que no suele abundar en el cine– inteligencia.
Se trata de un film clásico, lineal, donde las personas parecen personas, donde una persecución transcurre en calles pobladas de personas que viven su vida cotidiana. Ese marco es importante: el cine –especialmente el cine de gran presupuesto– es de enorme manipulación y los extras tienen instrucciones precisas para comportarse como si allí no hubiera una cámara. Pero cuando no se nota y sucede la transparencia sucede –y aquí, a pesar de los antecedentes del diletante Martin Campbell, sucede–, el cine convence de la realidad de lo extraordinario.
Claro que además es necesario un actor que pueda convencernos, además y plano tras plano, de la verdad de su criatura. Gibson es un padre que sufre, pero que en su sufrimiento no reniega del humor, no abunda en lágrimas, no deja de lado la justicia de su causa. Tan fuerte es su presencia, tan ambigua su mirada –entre la ternura y la furia–, tan precisos sus movimientos, que nos tiene de su lado todo el tiempo.
Así, si alguien quiere discutir acerca de temas ajenos al cine –aunque ilustrados por el film–, tiene que sobreponerse al placer del relato y al talento de su actor. Una película que toma posiciones (respecto de qué y cómo contar) es parte del cine, incluso si su posición ideológica nos provoca antipatía.