Filme que está por encima de la media del cine de acción actual.
Siguiendo cierta moda digna de diván del cine del último lustro, con padres que buscan vengar la desaparición de su hijas (sumemos Búsqueda implacable, Sentencia de muerte o la más reciente Días de ira), Al filo de la oscuridad logra lo que no todas, que el propio dispositivo cinematográfico aleje al film de lo ideológico y lo convierta en un correcto exponente de cine policial como se hacía en la década del 70: duro, áspero, seco, violento y un poquitín político, aunque esa no sea precisamente la arista más interesante que expone el director Martin Campbell.
Pero además de estos elementos, que tienen que ver con la forma, lo que termina de darle cohesión al relato es la presencia de un Mel Gibson que retoma sus personajes furiosos, su violencia cercana al sadismo y a la que le adosa, con total honestidad, su reflejo de tipo grande, cansado, más cerca del fin que del nudo. De hecho, un par de secuencias son encuadradas de tal forma que la figura de Gibson quede empequeñecida, sobre todo aquellas en las que su Thomas Craven se enfrenta a personajes poderosos.
El comienzo del film es revelador y sólo una punta de lo que luego se replicará constantemente: hablamos de una violencia que aparece de manera sorprendente, shockeante, enérgica y que rompe con los climas que se van generando. Craven, un investigador de policía, recibe la visita de su hija. Pero en la puerta de su casa la joven es atacada a balazos ante los ojos de su padre. Todo sucede rápido, casi no hay lugar para lágrimas: Al filo de la oscuridad, evidentemente, quiere hablar de otras cosas. Y en la mayoría de las veces, lo hace con acierto.
De Campbell hemos tenido que sufrir varias cosas impresentables. Pero tenemos que reconocer que tanto esta como su anterior película, Casino Royale, no están nada mal. Es más, lucen por encima de la media del cine de acción hecho por directores ignotos y, de hecho, hacen gala de eso: Al filo de la oscuridad está narrada de manera rigurosa y firme, pero la mano que la lleva se hace invisible. Esa lógica hace que quien narra se preocupe en el cuento y no tanto en su mirada, lo que le aleja del pergamino moralizante o el aleccionamiento.
Claro que el film tiene sus problemas: la subtrama política busca inscribirlo en algo cercano a la denuncia, pero no logra tener la fuerza suficiente. Eso queda en evidencia porque poco nos importa lo que pasa y sólo nos interesan Craven y sus acciones: no por lo que suponen para la trama, sino porque son parte de esa superficie con la que la película construye herencia cinematográfica. En todo caso la búsqueda de la trascendencia es más acertada en el personaje de Ray Winstone, uno de esos tipos que laburan para el Estado haciendo el trabajo sucio que nadie más hace.
En esa curvatura que se hace del bien y del mal, hasta hacerlos rozar, Al filo de la oscuridad encuentra sus momentos más profundos y reflexivos, y tal vez sean debidos al trabajo en el guión de William Monahan, quien hablaba un poco de lo mismo en Los infiltrados. La violencia en el film rebota contra sí mismo y logra aquello que no muchos pueden hacer: distanciar el razonamiento del film del de sus personajes.
El último plano de la película, que la conecta de alguna manera con Desde mi cielo de Peter Jackson, es horrible: precisamente allí es donde se ve la mano del autor y el film falla. Si bien nos revela que aquí se hablaba sobre otra cosa, tal vez de forma involuntaria permite un acercamiento a otra cuestión de fondo: cómo la violencia es el absurdo mayor de la sociedad, que nada se soluciona aquí, en lo terrenal, a los tiros. Al filo de la oscuridad, sin ser una gran cosa, es un film complejo que se anima a pensar desde el anonimato.