El día que la marmota pasó a ser héroe
Como en el clásico de Harold Ramis, el soldado encarnado por Cruise despierta cada mañana para vivir lo mismo, pero con una lógica de videojuegos en la que mejora para vencer a sus enemigos, en un recreo narrativo liviano, veloz y con gracia.
Súmense a una base narrativa deudora de las repeticiones temporales de El día de la marmota (o Hechizo del tiempo) las imágenes bélicas de Invasión -Starship Troopers (menos su componente de sangre y tripas explícitas), agréguese una pizca de Alien o bicharracos similares y condiméntese con las habituales dosis de imaginería digital: así se tendrá una idea más o menos cabal de Al filo del mañana. O no tanto, porque si una película nunca es igual a la suma de sus partes, este film de acción futurista dirigido con mano firme y resultados inusualmente tersos, nobles y transparentes deja en claro, rápidamente, que sus evidentes inspiraciones le sirven para subirse al trampolín y nunca para imitar o, menos aún, robar a destajo de glorias ajenas. En otras palabras, el último vehículo de ese eterno galán y muñeco de acción de carne y hueso llamado Tom Cruise es también un objeto casi en extinción en el mainstream de gran presupuesto estadounidense: liviana entre mares de solemnidad, veloz entre tanto diálogo aclaratorio, autoconsciente y rebosante de humor solapado.
Doug Liman, director de artilugios olvidables como Jumper y Sr. y Sra. Smith, había demostrado tener lo que se necesita en Identidad desconocida, clásico reciente del cine de acción y suspenso y punto de partida, hace ya más de diez años, de la saga cinematográfica de Bourne. Basada en una exitosa novela sci-fi del autor japonés Hiroshi Sakurazaka, Al filo del mañana es no sólo una película que fija la mirada en un futuro hipotético, imaginando un planeta Tierra invadido por unos seres tan indescriptibles (algo así como pulpos plateados con decenas de tentáculos) como letales. También mira hacia el pasado, consciente de una tradición que llega hasta los seriales de ciencia ficción y acción de los años ’30 y ’40, plan ideal para chicos y adolescentes en las tardes de sábado de antaño.
A poco de comenzada la proyección, resulta claro que el mayor Cage (Cruise) no se destaca precisamente por su heroísmo o las habilidades para el combate: es una suerte de publicista del ejército norteamericano. Pero a poco de llegar a Londres para ultimar detalles del esfuerzo propagandístico bélico, un general inglés (Brendan Gleeson) le quita insignias y galones y lo manda derechito al frente de batalla, rebajado al rango de soldado raso y condenado a una muerte segura. Cosa que ocurre al toque, apenas llegado al teatro de operaciones, con esos velocísimos bichos arrasando con transporte, armas y seres humanos. Pero... sorpresa: Cage despierta exactamente en el mismo lugar y momento del día anterior. Como le ocurría a Bill Murray en Groundhog Day, aunque sin Sonny y Cher de fondo. Y así todos los días, durante ¿meses?, ¿años?, ¿siglos? Poco importa por cuánto tiempo o las razones del intríngulis (algo tiene que ver el hecho de haberse salpicado con sangre alienígena, como un Sigfrido del futuro),aunque en el camino el caballero pasará de cobarde y torpe recluta a gallardo y perspicaz guerrero, con la ayuda de una señorita vencedora en –literalmente– miles de batallas, la siempre pagadora Emily Blunt.
Ingeniosa a la hora de esconder esas paradojas y agujeros lógicos inherentes a todo relato sobre viajes en el tiempo, Al filo del mañana avanza con velocidad y seguridad durante los primeros 70 minutos, animándose a la repetición de planos e incluso de escenas enteras con gracia, elegancia y una bienvenida dosis de humor, que hace de la primera encarnación de Cage poco más que un monigote en película ajena. A diferencia del gran film de Harold Ramis, las variaciones en la repetición no están aquí ligadas al plano del desarrollo y crecimiento emocional o filosófico como a la lógica de los videogames: en cada nueva vida el jugador/protagonista avanza un poco más en las entrañas del juego y mejora sus habilidades para vencer obstáculos y enemigos. Pero –a no confundirse– la estructura del film de Liman es fundamentalmente una encarnación contemporánea de la narración clásica, donde cada nuevo paso y evolución está marcado por un avispado uso de las elipsis y la relación causa-efecto.
El héroe llega con el caballo un poco cansado al último acto, cuando la trama desarma la posibilidad del retroceso a foja cero, y tal vez haya que buscar las razones de esa fatiga en la entrega a ciertas concesiones al manual del lugar común, del cual se había sabido escapar hasta ese momento. Es durante la última media hora que los guionistas deciden sacar un grupo de incondicionales del protagonista como un as bajo la manga y las escenas de acción comienzan a parecerse a tantas otras en el cine contemporáneo, incluyendo como subtrama el inevitable interés amoroso que, afortunadamente, ocupa el tiempo justo y necesario, sin terminar de caer en cursilerías. Pero si el vidrio se empaña un poco, es cuestión de retroceder en el tiempo y recordar lo visto hasta ese momento, un recreo narrativo que está varios puntos arriba del grueso de ese cine de acción grandote y pesado que –en loop ad infinitum– puede verse casi todas las semanas.