Contar una historia
Cuando quiere, nuestra Melody es dura, y una prueba es su crítica de Al fin del mundo, la cual puede verse acá, donde despliega una cantidad de argumentos atendibles, en donde justifica una sensación subjetiva, propia, que es el aburrimiento, a partir de un análisis formal donde su foco son las imágenes, o más bien, la falta de sentido de ellas. Creo que como crítica es pertinente, aunque se sostiene desde una recepción con la que discrepo.
Creo que la forma en que se va concibiendo Al fin del mundo, de la misma forma que Tótem -la otra película estrenada esta última semana por Franca González, sobre la cual escribo acá-, a partir de la observación, del registro, puede ser expulsiva o cautivadora, dependiendo del espectador. Y es ahí donde mi visión se aparta de la de Melody. Mientras ella vio vacío, vacuidad -lo cual es totalmente válido-, yo vi (y sentí) unas cuantas cosas que me fueron impactando.
González repite los méritos de sus anteriores obras, que van a dos puntas pero siempre vinculados al uso de la cámara como instrumento de observación: si por un lado sabe manejar los tiempos y la profundidad de campo para que los paisajes adquieran un peso específico, delineando un espacio-tiempo sustancial (casi que puede sentirse el frío, lo abismal, el aislamiento del lugar); por otro es capaz de darle un carácter casi invisible al dispositivo, lo que permite que los habitantes del pueblo de Tolhuin se desempeñen con una normalidad y soltura apabullantes, con lo que no sólo surgen rutinas, ritos, códigos, sino principalmente personajes.
Al fin del mundo, al igual que Tótem, consigue a partir de la observación adquirir valor narrativo. Cuenta una historia, pequeña, es cierto, pero también valiosa, con numerosos matices. Quizás se vaya un poco por las ramas y se extienda en demasía, pero confirma la posibilidad que tiene el género documental para crear sus propias ficciones de lo real.