El cine que no se acaba nunca. Hay una cosa que uno no puede dejar de preguntarse frente a una película de Perrone. Más que nada cuando se está delante de alguno de los segmentos de esto que él da en llamar tríptico, este grupo de obras en tres capítulos conformado por Luján, Los actos cotidianos y La vida sigue, igual, que parece resumir no tanto una temática común como sí una misma experiencia estética, un sendero singular de construcción cinematográfica y una manera de aproximación poética. La pregunta, pedestre e imperativa, es: ¿cómo hace? Si en algunas películas tempranas de Perrone su figura se dejaba ver delante de cámara como una marca de autor, de algún modo rubricando el espacio de la ficción con su presencia física que se permitía interactuar brevemente con los personajes, ahora la cámara se encuentra más cerca que nunca de los actores pero estos parecen estar completamente a su aire, como si más que nunca la tarea del director consistiera no en organizar el mundo desde adentro sino en develar uno ya existente. Con una predisposición y una sensibilidad esencialmente modernas, el director pasa a desconocer la frontera que por tradición operaba sobre el binomio ficción/documental y exprime sus breves anécdotas para dotarlas de una fuerza descomunal donde la belleza formal –Perrone es un fotógrafo consumado, con un talento inusual para la composición del cuadro– no suaviza ni ablanda la realidad filmable sino que la transforma en materia de autor. Pero autor entendido como aquel que se muestra capaz de ver lo que ya está, el que mira alrededor y se dedica a registrarlo, en este caso con ojos atentos por partida doble, pero que destila también infrecuentes dosis de cariño y discreción.
Al final la vida sigue, igual, como digno cierre del tríptico del que es parte de modo fundamental, consiste formalmente en planos en su mayoría estáticos, de una pudorosa perfección que parece acompañar el decoro y el distraído orgullo de los protagonistas. En la apertura, sin embargo, hay una excepcional toma en ralenti de unos niños que corren desde el fondo del plano hasta salir de él por un costado y dejarlo vacío de figuras humanas. Mientras, una serie de sonidos en loop anuncia el particular trabajo sobre el espacio off de la película, cuestión importantísima en la política de Perrone. No hay peripecias en Al final la vida sigue, igual como no sean las que se refieren en las charlas. Perrone filma los cruces verbales de una familia de clase baja en la que las minucias de la existencia de todos los días adquieren un espesor dramático extraordinario que parece haberse inventado a medida del cine. La respuesta al interrogante de cómo se las arregla el director barrial por excelencia del cine argentino para dar cuenta con propiedad de esa clase de materia, esos pedazos tan elocuentes de vida sin que la cámara rompa el hechizo que le hace creer al espectador que forma parte de la escena, es acaso una porción del misterio genial que Perrone se llevará consigo a la tumba. El director dispone los espacios y el fuera de campo con una precisión y una pertinencia abrumadoras: la dimensión no visible de la película es el pasadizo secreto por donde se filtra parte del mundo del que hablan los personajes. Sonidos de televisores, celulares y voces inundan el espacio desde afuera. Fiestas, salidas, amoríos problemáticos, controversias familiares son los retazos de relato que intercambian los protagonistas. También detenciones policiales, internaciones, carencias, sufrimiento y muerte: Perrone debe ser de los últimos cineastas argentinos que dan cuenta de una declinación evidente del país y de una precariedad que la mayoría de sus colegas prefiere hacer como si no existiera. Pero lo hace además sin declamaciones ni impostura algunas, tan íntima y genuinamente consustanciado con la suerte de los protagonistas que no podría alzar la voz ni un ápice para arrogarse una improbable representación en su nombre. Durante un brevísimo plano secuencia en cámara lenta se oye una versión punk rock de la canción En mi cuarto, donde parecen conjurarse un pasado y un presente fuera del tiempo, como si la película postulara un estado de cosas endémico puntuado por breves variaciones ocasionales. La inesperada aparición de la figura afantasmada del desaparecido Galván (inolvidable protagonista de La mecha y personaje capital en buena parte de la filmografía de Perrone) configura el cierre estremecedor de la película y de todo el tríptico. Su gran película Las pibas, vista en el último Bafici, inaugura una etapa diferente en el cine del director.
Hace unos años escribí que Perrone era un cineasta definitivamente contemporáneo y también, con seguridad, un auténtico pionero en el arte de eso que, no sin equívocos de por medio, llamamos independencia. Es que el carácter iconoclasta sin igual de Perrone en el panorama del cine argentino desde hace veinticinco años lo convierte en una figura indispensable cuya valía discurre, todavía hoy, de forma casi secreta, alejada del reconocimiento y la aprobación generales. Por consiguiente, también del dinero y de las contraprestaciones lógicas del mundo de la industria y del espectáculo. El director oriundo de Ituzaingó sigue siendo todo eso que siempre fue –un animal salvaje, ferozmente concentrado en sus obsesiones, un alma en estado permanente de inquietud: un lobo solitario– pero, a la vez, ha afinado y pulido su instrumental cinematográfico de tal modo que ver hoy una película de Perrone significa estar viendo algo que desprende un eco familiar pero que no termina nunca de serlo de manera cabal, que se nos vuelve esquivo, que se escabulle con malevolencia de nuestra capacidad de reconocimiento para entregarnos a cambio –con una contundencia que parece una declaración de guerra– la sensación de que el cine del director no se acaba nunca.