El arte de la declamación
El comienzo de Al oeste del fin del mundo muestra un escenario desolado, despojado, digno de la tradición apocalíptica de ficciones futuristas. Al mismo tiempo, recupera cierta iconografía del western a partir de la recurrencia a los planos generales donde una estación de servicio y un hombre son como hormigas dentro de una geografía inconmensurable.
En algún paraje fronterizo en Mendoza encuentra su refugio León, un ser introspectivo, parco, veterano de Malvinas, quien mantiene apenas contacto con un motoquero brasileño que aparece y desaparece cual espectro. La sequedad de los personajes es proporcional a la mirada del director. Prácticamente no hay movimientos de cámara y las escenas se tejen como postales que hablan del estancamiento del tiempo y del eterno presente del protagonista. La rutina se altera con la llegada de Ana, una joven brasileña que intenta arribar a Santiago y por un percance cae allí. Hasta aquí el film se sostiene con su propuesta ascética; sin embargo, desde el momento en que surge la necesidad de conocer el pasado traumático de los personajes, se opta por mecanismos de psicología rudimentaria: algún que otro flashback muy feo como la inclusión de signos obvios y usuales (fotos, cartas). Es en ese entonces que la morigeración de León se transforma en misoginia y resentimiento hacia Ana por unos cuantos minutos hasta que, optando nuevamente por senderos comunes, la joven ablande el corazón del veterano de guerra.
Un plano detalle con las manos que se juntan al borde de una bañera podría ser una regla básica de la novela rosa y es una de las formas que elige Nascimento para dar cuenta del avance de la relación entre ambos. Es una pena a esta altura del metraje, dado que los logros visuales se ven afectados por un discurso timorato acerca de la guerra, los hijos y la familia. A esto último también contribuye la construcción de diálogos donde se pronuncian sentencias al estilo de películas como Darse cuenta, cuando el cine nacional se encontraba sujeto aún al lastre de la peor tradición. Una frase hecha tras otra inundan progresivamente el panorama y la historia se rinde al plano sonoro de la declamación. Se podrían citar numerosos ejemplos de este arte confesional inconveniente pero es preferible resguardar, en todo caso, algún recuerdo ocular de la primera media hora donde la apertura hacia un espacio cinematográficamente explotable mantiene las esperanzas. Esta sensación se disipa cuando lo anterior es clausurado por el débil tratamiento de los personajes y los discursos o la forzada inserción de soluciones narrativas para cerrar una historia que nunca empezó.