La nueva versión con ambientación farolera y cámaras que se mueven “porque se puede” es, figura humana mediante, lo contrario de lo que fue la original
En cada época aparecen directores de cine a los que podemos definir con la frase “mirá, mamá, filmo sin manos”. Son los exhibicionistas de movimientos raros, de imágenes decorativas o “simbólicas” en el sentido más torpe posible.
En tal estante, sobresale en el mundo anglosajón Guy Ritchie, que tiene al menos el tino de buscar la diversión y, por eso y ocasionalmente, hacer películas que se pueden ver con alguna sonrisa (El agente de CIPOL, la primera Sherlock Holmes). Paralelamente, Disney ha decidido que el dibujo animado es una cosa horrible y descartable, y por eso “rehace” sus clásicos –y no tanto– animados con actores.
Esta versión de Aladdin es por momentos divertida. Pero es necesario compararlo todo porque la nueva versión políticamente correcta con ambientación farolera y cámaras que se mueven “porque se puede” es, figura humana mediante, lo contrario de lo que fue la original. La original era un cartoon, la creación de comicidad a partir del absurdo y el movimiento, de las ganas de jugar de Robin Williams, de no tomarse nada en serio.
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Aquí Guy Ritchie se toma a Disney y a “la vieja” Aladdin en serio y eso vuelve todo un poco más solemne, un poco más redundante, un poco más pesado (de menos de 90′ a más de dos horas de una versión a la otra, ejemplo de inflación que lastra todos estos artefactos “aggiornados”) que el original (que no era “genial”, no, tampoco). En fin: Guy Ritchie filma sin manos. Así le sale.