El pequeño Natan descubre con el espectador la magnificencia de cada porción de naturaleza, al tiempo que aprende a ser hijo un hombre.
¿Cuánto de ficción y cuanto de documental hay en esta película que parece la celebración de un ritual de trasmisión paterno-filial? Es difícil saberlo, lo cierto es que a propósito de una historia de amor, y separación, y de distancia geográfica tan grande como Italia – México, como el hogar burgués y la vida en el mar (en el más absoluto de los sentidos), el realizador construye una historia cálida, bella y sorprendentemente universal.
Jorge y Roberta, se conocieron, se amaron y tuvieron un hijo muy especial, como todo hijo, Natan. Llegado el punto de no retorno en la pareja, el niño irá a vivir con su madre a Italia, pero previamente pasa unos días con su padre a una pequeña casa en medio del mar, donde él convive, a su vez, con su propio padre. Allí, con ambos, compartirá la casa, la pesca, el bote, el cuidado aprendizaje de los rituales que hacen hombre a los hombres en esa familia. Todo está allí.
González-Rubio aprovecha a su favor una naturaleza no solo bella, sino también insondable, infinita, inabarcable. El pequeño Natan descubre con el espectador la magnificencia de cada pequeña porción de naturaleza, al tiempo que aprende a ser un hijo del hombre. Sutilmente, con la acción, con las manos y el cuerpo plenamente comprometido con la vida.
Lo increíble es que Jorge y Roberta y Natan, hasta la propia Blanquita son reales y esto ejerce finalmente un efecto de relectura de la película, cuya trama se sostiene por la calidez y la cercanía de los personajes.