Daniel es un policía sancionado por un hecho violento. Siendo instructor le produjo una lesión severa a un cadete, que permanece en estado de coma. Está suspendido sin goce de sueldo a la espera de un juicio, en el que seguramente será condenado. Su accionar fue grabado y ese video se viralizó. Vive con su padre, ex policía, que ya adulto padece de trastornos cognitivos y motrices. Daniel lo atiende con dedicación y cariño. En ese contexto de dificultades económicas y marginación de la fuerza, mantiene una relación amorosa virtual con Sara, a quien solo conoce a través del contacto por Whatsapp. La película de Muritiba está estructurada en cuatro momentos claramente definidos. A este escenario inicial, primer acto de la historia, le sucede el viaje que Daniel decide hacer para encontrar a Sara, atravesando Brasil de sur a norte. Luego vendrá el tiempo de la búsqueda en un pueblo donde nadie parece conocerla, el encuentro y lo que deviene de esa instancia de conocimiento. Esto será trascendental para Daniel, un hombre que, como él mismo dice, tiene un trabajo que consiste en cumplir órdenes y que un día se hartó de sostener ese régimen. El título, Desierto particular, refiere a la geografía concreta de Brasil, no siempre mostrado así, tanto como al escenario íntimo de Daniel. En los momentos en que hay un encuentro entre ambos paisajes se juega lo mejor de la película. Una vez situado en el pueblo de Sara, la película adopta muchos convencionalismos propios de los dramas románticos. En esa instancia los personajes –especialmente Daniel- se ajustan más a lo que se anticipa como desenlace, que a las propias historias y lo construido con mucho cuidado previamente. Se suspende el pasado, el posible pedido de detención, el juicio futuro y el padre enfermo, los dolores de Sara, sus prevenciones para con él. Todo en ellos parece ajustarse para contar el conflicto amoroso con Bonnie Tyler cantando “Total Eclipse Of The Heart” como telón de fondo. DESIERTO PARTICULAR Deserto Particular. Brasil 2021. Dirección: Aly Muritiba. Guión: Aly Muritiba, Henrique dos Santos. Intérpretes: Antonio Saboia, Pedro Fasanaro, Luthero Almeida, Thomas Aquino, Laila Garin, Sandro Guerra, Otavio Linhares, Zezita Matos, Cynthia Senek. Edición: Patricia Saramago. Diseño de Arte: Marco Pedroso, Fabíola Bonofiglio. Duración: 121 minutos. Reseña publicada en oportunidad de la cobertura de la 23 edición del Bafici.
Mountakha Samb (o Mouhamet o Mohamad o Mustafá, el nombre de los inmigrantes, como ellos personalmente, también debe adaptarse a lo que impone su destino casi obligado) es un migrante senegalés en Buenos Aires. Era camionero en su país, transportando cargas entre las ciudades senegalesas o a través de las rutas del oeste africano. Desde Dakar su vida esta signada por los viajes. Llegar a una ciudad extraña, con un lenguaje desconocido y donde la comunidad afro se enfrenta a diferentes formas de racismo, no es fácil. A su favor está la comunidad senegalesa, que se ha conformado en los últimos años, y es en su seno donde es recibido. La existencia de este espacio de contención e integración es esencial para quien llega solo. Sin embargo Buenos Aires no es acogedora ni integradora. Desprovisto de otra certeza que el trabajo que el propio colectivo construye, es difícil imaginar lo que vendrá. La relación con su familia, su esposa e hijos quedaron en Senegal y con la cultura dejada atrás, son mediadas por internet, el celular y las pantallas. La profesión como certeza de ser y hacer, es en Buenos Aires incerteza e imposibilidad. No hay modo de ser camionero. Mientras tanto se convierte en vendedor callejero, en una ciudad donde la policía es amenaza, e imagina un posible trabajo como extra en cine o publicidad. El principal logro de Andrés Guerberoff es lograr intimidad con los personajes, cercanía a la vida cotidiana y trasmitir esa presencia orgánica a la pantalla. Lejos de interferir con su mirada, inevitablemente motivada ante una situación extraña a su propia experiencia, el director asume la preexistencia de la vida de Mountakha como guía en su recorrido argentino. Será esa historia previa la que marcará este presente. Ese logro da valor a la película: el espectador tiene frente a sí a un hombre y una experiencia, no mucho más, pero tampoco nada menos. BOROM TAXI Borom Taxi. Argentina, 2021. Dirección: Andrés Guerberoff. Fotografía: Joaquín Neira. Edición: Pablo Mazzolo y Andrés Guerberoff. Sonido: Nahuel Palenque. Producción: Paula Zyngierman, Leandro Listorti y Andrés Guerberoff. Productora: Maravillacine. Duración: 61 minutos.
Yvan de Wiel es un banquero suizo que llega a Argentina en 1980, para reconstruir los negocios privados que quedaron abandonados por la extraña partida de su socio. La primera escena deja claro cuál es el contexto del país: la represión militar, el saqueo, el terror y los secretos. Azor cuenta, de un modo austero y asordinado, un aspecto central de la dictadura, cívico, militar y eclesial: aquel espacio oculto de los negocios privados vinculados con los delitos económicos y la corrupción, que marcaron, junto al endeudamiento externo, el nacimiento de un nuevo modelo de especulación financiera y fuga de divisas. El negocio de la banca privada suiza es llevar dinero, generalmente originado en ingresos no declarados, a Ginebra, para depositarlo en bancos locales. La idea de la confidencialidad es la llave del negocio. Esa garantía de secreto es usado por el realizador para organizar la trama de Azor: nadie dirá demasiado sobre lo que quiere decir. Casi todos los diálogos de la película son vagos, y la realidad se debe reconstruir apenas con unos pocos indicios. La única certeza es la amenaza impuesta por la dictadura. La tarea del banquero recién llegado a Argentina será aprender a escuchar, a entender no solo un idioma que no es el suyo, sino también a comprender lo que sus interlocutores darán por sobre entendido. Andreas Fontana, director de la película, logra que el espectador esté justamente puesto en el mismo lugar que Yvan de Wiel, y deba reconstruir él mismo los sentidos de cada una de las conversaciones. René Keys, su socio, abandonó repentinamente los negocios en Buenos Aires, como si algo lo hubiera obligado a huir. Nadie sabe ni por qué, ni cómo, ni cuándo. Ni siquiera dónde está. Eso obligó al formal de Wiel a llegar a la capital argentina para tratar de cerrar algunos contactos pendientes. Esos encuentros con empresarios, abogados encumbrados, diplomáticos, terratenientes y algún obispo, son un modo de contar la situación del país desde la óptica de personas poderosas. En esas citas el realizador trabaja sobre los espacios, los tiempos, los lenguajes, e incluso sobre aquello que une a grupo de clase tradicional, más allá de las fronteras nacionales. La alcurnia del banquero y su estilo, como el de casi todos sus interlocutores, se tensa con los nuevos jugadores del negocio. Las formas tradicionales de generaciones frente a lo nuevo que surge en el marco de la dictadura, que abrió las puertas a la financiación de la economía nacional. En esa tensión el carismático, irreverente, atrevido y arriesgado Keys resolvía con sus artes aquello que el apocado y formal de Wiel parece no poder resolver. El único contacto que su antecesor no pudo encontrar lleva un nombre en clave: Lázaro. Ese negocio parece ser el más grande, pero también el más amenazante. Fontana construye el recorrido hacia ese encuentro final como un thriller político, aunque alejado de los códigos que abundan en la mayoría de las películas de este género. La amenaza se instala desde la primera escena y, salvo un personaje, la mayoría se expresa cuidándose de no decir nada que pudiera dejar evidencia alguna. El clima, sin embargo, es de salones amplios, gestos gentiles, cordialidad y relaciones generalmente diplomáticas. El protagonista mira y escucha, trata de desentrañar, habla poco. Lejos del lenguaje simple del negocio del dinero, la ilegalidad de los negocios aquí entrama otras ilegalidades más subterráneas, menos imaginables. No habrá que decir demasiado, no hay que tirar un tiro, ni mostrar una sesión de tortura para que todo eso aparezca. Ese es un gran mérito del realizador. El trabajo sobre el tiempo y el espacio aportan a la construcción de la sospecha. Siempre hay un lugar oculto, alguien que espera más allá de lo que se ve, siempre hay un más tarde, un después y un otro encuentro. Con eso Fontana también muestra la mirada del foráneo, ya que de Wiel es siempre el extraño, el ajeno. Con esa impronta el banquero se mueve para hacer negocios en la Argentina amenazante e incierta de la dictadura, como un río oscuro en plena noche. AZOR Azor. Suiza, Francia y Argentina, 2021. Guion y dirección: Andreas Fontana. Interpretes: Fabrizio Rongione, Stéphanie Cleau, Pablo Torres, Ellie Medeiros, Agustina Muñoz.Duración: 100 minutos.
Matías creía que nuestras imágenes no servían para nada, que iban directo al vacío. Nos culpaba a los dos de recurrir al gesto violento que supone filmar al otro. Reclamaba que la vida era primero vivirla que filmarla. A mi papá eso no lo inquietaba, porque sabía que su cine pasaba por fuera de la casa. Los videos de su familia eran solo una forma de acumular recuerdos. Y al principio yo creía lo mismo. Pero en las imágenes de esos niños que crecen y en el diario de esa mujer melancólica, yo estaba encontrando otra forma de hacer cine” Mercedes Gaviria habla de su familia, de su propia relación con el cine –trabaja profesionalmente como sonidista- y este es su primer largometraje. Es hija de Victor Gaviria, un reconocido cineasta que suele realizar películas muy cercanas a la relación entre desigualdad y violencia en las calles de Colombia. La otra forma de hacer cine, a la que se refiere la directora, es tal en relación con la forma de producir de su padre. Mercedes estudia en Buenos Aires y decide regresar a Medellín para asistirlo durante el rodaje de su última película, La mujer del animal, que cuenta una historia de violencia machista en medio de la pobreza urbana. El film es, de alguna manera, una forma de reencuentro luego de ese viaje hecho contra la voluntad de su madre, y de los años que la separan de aquella niña que fue y que recupera en la forma de videos caseros. Como el cielo después de llover es un diálogo de la realizadora con su familia, un diálogo hecho película. Pero también está hecha para dialogar con el cine de su padre. Ella rueda una película personal, íntima, en voz baja, y así (se) cuestiona aquel otro cine –en el que se inscribe la obra de su padre- aquel de personajes, político, urbano. Allí están, sin necesariamente decirlo, las disputas estéticas, los procesos de producción, los mundos imaginables, los intereses personales y las miradas de dos generaciones para quienes la historia se escribe de modos diferentes. En el registro propio de un tiempo de la vida, y con una estética compartida por cineastas que estudian en la FUC de Buenos Aires, Gaviria apela al mismo tiempo al registro encontrado en los videos caseros como al relato subjetivo para construir una película para retomar su historia íntima y personal. Develando allí el diario íntimo de su madre, el desinterés de su hermano o a su padre cambiando las piedras sanitarias del gato. Ese hombre que ha caminado la alfombra roja de Cannes y jugó también en algún viejo video con su hija pequeña o puede cantarle una canción al despedirla en su regreso a Argentina. La película se compone de dos pasiones por registrar todo con una cámara: la de su padre 20 años atrás y la de su hija en el presente. Sobre el final Mercedes Gaviria recuerda libremente un párrafo de un libro que ha subrayado, y entonces dice con su propia voz: “las conversaciones en una familia fundan el mundo que compartimos, y le dan sentido a nuestro futuro. Quizás cuando rebusquemos en ese archivo íntimo y escuchemos nuevamente las conversaciones familiares, podamos componer una historia. O encontraremos solo un ruido”. Lo que encuentra Gaviria no lo sabremos, la cuestión es que podrá encontrar cada espectador. La respuesta es, al igual que Como el cielo después de llover, puramente subjetiva. COMO EL CIELO DESPUÉS DE LLOVER Como el cielo después de llover. Argentina/Colombia, 2020. Guion y dirección: Mercedes Gaviria. Fotografía: Mercedes Gaviria, Mauricio Reyes y Alejandra León. Edición: Rodrigo Traverso y Florencia Gómez García. Sonido: Marcos Canosa, Mercedes Gaviria. Música: Matías Gowland. Producción: Jerónimo Atehortúa, Mercedes Gaviria y Eugenia Campos Guevara. Duración: 73 minutos. Reseña publicada en oportunidad de la cobertura de la 35 edición del Festival de Mar del Plata (2020).
El tema del doble (o más específicamente del Doppelgänger, según el término alemán que refiere al doble fantasmagórico, al alter ego amenazante o malvado) ha sido muchas veces tratado tanto en el cine como en la literatura. Jesús López, de Maximiliano Schonfeld, aparece en ese escenario con un relato que tiene algunas particularidades interesantes: el proceso de la identificación se da en el momento de pasaje de edad, en un escenario que determina las características del personaje principal –una pequeña chacra de producción familiar tradicional alejada de la urbanidad- y la existencia de fuertes mandatos familiares del otro. La película abre lecturas sobre estos y otros tópicos gracias la austeridad expresiva del joven Abel y de cierta aridez propia del entorno. Jesús López era el primo de Abel, un joven mayor que él, corredor de autos de una categoría local en una región rural. Falleció en un accidente, aparentemente provocado por otro hombre de la zona. Abel irá asumiendo el lugar de Jesús. Primero acompañando a su tío al río, luego reuniéndose con sus amigos y su pareja, finalmente subiéndose al auto que manejó Jesús, aunque solo para correr una última carrera que servirá como homenaje al joven fallecido. Los padres de Jesús buscan en Abel alguien que ocupe el lugar del hijo, y Abel encuentra en esa casa una manera de salir de la chacra familiar. Ese es un espacio de tensión, bien relatado en la relación de Abel y su hermana: uno imagina que solo queda irse de allí, mientras quedarse es sostener una identidad que les es propia, una pertenencia, un legado. En la chacra la madre y la hermana, esa identidad que Abel lleva en su propio andar; en el pueblo, la nocturnidad, la posibilidad de amores, el auto y ser otro siendo Jesús. Reseña publicada en oportunidad de la cobertura de la 36 edición del Festival de Mar del Plata (2021).
Más allá de toda calificación, el estreno de la película del rumano Radu Jude es una de las pocas buenas noticias que presenta sobre el final del año la cartelera cinematográfica porteña. Atorados por tanques hollywodenses, los canales de exhibición dejan pasar pocas producciones que no sean las insípidas películas de estadounidenses dispuestos a salvar al mundo. Esta es una propuesta artísticamente atrevida y se celebra su estreno en pantalla grande. Desde su comienzo, Sexo desafortunado o porno loco se corre de lo tradicional. La primera secuencia contiene escenas de sexo explícito. La historia comienza con la grabación de una pequeña película de porno casero, de las que habitualmente se suben a plataformas para adultos. Filmada por un matrimonio en su propia habitación, la escena es intervenida por la voz en off de la madre de la protagonista, quejándose de los reclamos del pequeño hijo de la pareja. Desde ese momento se hace evidente que el humor va a tener una función central en la construcción del film. Inmediatamente, a través de un corte abrupto, uso de intertítulos y música de comedia, el director anuncia que lo que vendrá es un ensayo para una película popular. La referencia es una de las tantas formas de utilizar el significado de lo popular con las que jugará todo el tiempo Radu Jude. Lo que sigue se divide en tres partes bien diferenciadas. La primera es una larga caminata del personaje principal, la docente Emilia Cilibiu, hacia la casa de la directora de la escuela en la que da clases. Emilia es la protagonista del video porno del comienzo, el que circuló entre sus alumnos y los padres. En esa larga secuencia, Jude construye cinematográficamente la ciudad que, como muchas en el mundo, parece perder su identidad original en esa suerte de pastiche que tiene la fisonomía global capitalista. Vehículos, comercios con productos iguales a los de muchas otras urbes, shoppings con cadenas de comidas y salas de cine, iguales a todas las que podríamos ver acá, allá y en todas partes. Lo urbano global está allí contado. Esto no es inocente, el realizador rumano arma de a poco una respuesta a cómo interpretar esa referencia de lo popular. Un lugar donde millones de nosotros podemos estar incluidos sin que tenga nada que ver con nuestra identidad ni con los intereses de los sectores mayoritarios. La segunda sección es una suerte de diccionario sobre definiciones, frases y hechos históricos, que opera con un humor extremo sobre el sentido común. Esa crítica sobre el sentido común también opera sobre lo popular y el conjunto de afirmaciones que pueblan ciertos discursos socialmente compartidos. Jude expone ese “saber popular” como una suerte de espacio vacío que se llena a partir de la disputa que no es sino una disputa por el poder. El realizador da cuenta de manera irónica del modo en que ese “sentido común” se ordena y a favor de quienes. Las dictaduras, la religión, la sexualidad son definidas en ese diccionario visual con acidez. Sin embargo esas explicaciones no son sino una puesta en evidencia de como se construye la subjetividad de esos mismos millones de las urbes globales. El humor, en este caso, es un mecanismo perfecto para mostrarnos como aquello que funciona como “sentido común universalmente compartido” no es sino una acumulación de afirmaciones cuanto menos de dudosa certeza. Finalmente, en una escena de antología, se presenta la reunión entre la docente, los directivos y las madres y los padres. El debate sobre lo público y lo privado, originado en la filtración del video íntimo, es algo la mayoría de los participantes no tiene en cuenta. Es tan brutal la negación de lo privado en la secuencia, que una madre muestra con su tablet a todos los presentes el video. Así, con una sencillez notable, Jude deja claro que la noción de privacidad ha sido eliminada, y que las redes han pasado a ser el gran escenario de la vida. Lo que sigue es una desopilante demostración de hipocresía, intolerancia y violencia simbólica, que escala hasta reconstruir las formas “populares” que adquieren los discursos de derecha en el mundo. Otra vez el sentido común al ataque. El director apela al humor como herramienta crítica, tanto como a la sexualidad expuesta en primer plano, como elementos de ruptura que, al quebrar los discursos tradicionales, permiten reflexionar sobre lo cotidiano. Con ellos construye una estética de feroz radicalidad para repensar el presente en esta pequeña obra maestra. SEXO DESAFORTUNADO O PORNO LOCO Babardeală cu buclucsau porno balamuc. Rumania/Luxemburgo/Croacia/República Checa, 2021. Guion y dirección: Radu Jude, Intérpretes: Katia Pascariu, Claudia Ieremia y Olimpia Mălai. Fotografía: Marius Panduru. Edición: Catalin Cristutiu. Música: Jura Ferina y Pavao Miholjevic. Distribuidora: Zeta Films. Duración: 106 minutos.
En República Dominicana se llama carajitas a las niñas molestas o malcriadas, pero puede también tener un uso cariñoso. Sara y Yarisa tienen una relación entrañable, profunda y cómplice. Sara es la hija de una familia acaudalada, con una fortuna de dudosa procedencia. Yarisa la mucama negra, 15 años mayor que ella y madre de una hija a la que no ve, pues vive con sus patrones. Yarisa ha cuidado de Sara desde pequeña y ha sido también su guía en las calles, en un mundo ajeno a su casa en un condominio exclusivo con salida al mar. Un hecho accidental provoca una crisis tal que podría quebrar esa relación para siempre. En “Carajita”, de Ulises Porra y Silvina Schnicer (aquí la entrevista) aparecen tópicos muy presentes en la actual filmografía dominicana: el sistema de clases, la racialización de la pobreza, la relación entre las trabajadoras domésticas y las familias de clase alta y una organización arquitectónica que organiza espacialmente las relaciones sociales y de poder, algo que ya se observaba en “El sitio de los sitios” (2016) de Natalia Cabral y Oriol Estrada. “El azar es caprichoso, me dijiste una vez” le dice en off Sara a Yarisa en el comienzo de la película. Eso ocurrió cuando la joven descubrió que tenía una capacidad inusitada para sumergirse en el agua durante un largo tiempo,y que ese era su lugar favorito. Allí se definen dos sentidos de lectura para entender la relación entre ambas: la relatividad de lo contingente en esa historia compartida y la aparición de lo extraño en el habitar de ese mundo acuático en una inmersión profunda y prolongada. Ese mundo que les pertenece a ellas dos es el marco de su vida cotidiana. Pero a partir de un accidente, que no se hace explícito de inmediato, esta película sutil y de trazo delicado, cambia de tono para volverse un melodrama social cuando ingresan ambas familias a protagonizar la escena. Ese momento en que se pierde del registro original hace de “Carajita” una película previsible, más plana, más explícita. Finalmente la secuencia final recupera el tono de la primera media hora, y la resolución vuelve a poner en el centro esa suerte de código compartido de manera exclusiva entre Yarisa y Sara. Y ese retorno a una narración extrañada, al universo compartido que no necesita del mundo de los otros, permite recuperar lo inquietante, lo bello y lo milagroso. CARAJITA Carajita. República Dominicana, 2021. Dirección: Ulises Porra y Silvina Schnicer. Guion: Ulises Porra, Ulla Prida, Silvina Schnicer. Intérpretes: Cecile van Welie, Magnolia Nunez, Richard Douglas. Música: Andres Rodriguez. Fotografía: Sergio Armstrong, Iván Gierasinchuk. Duración: 86 minutos.
Ana Katz llega a su sexta película habiendo desarrollado no solo una estética personal capaz de encontrar espacios de riesgo para una narrativa que conecta al mismo tiempo con la cinefilia de los festivales de cine y el público en general. El humor, los personajes que son, o al menos parecen, cercanos a nuestra vida cotidiana, los espacios reconocibles, las tristezas y las alegrías comunes. En El perro que no calla la directora retoma algunas cuestiones que aparecen de alguna u otra manera en el resto de sus películas. El humor absurdo, personajes levemente desencajados de sus contextos y la construcción de espacios asfixiantes. También se mantienen las relaciones sostenidas con pocas palabras, como si entre los personajes hubiera acuerdos tácitos que el espectador desconoce –y que produce diálogos desconcertantes- y las palabras parecen cortarse antes de completarse. La primera escena de esta película remite a su ópera prima, El juego de la silla. Aquí los personajes se enciman en un espacio pequeñísimo mientras cada uno sostiene un paraguas. En esa conversación hablan y despliegan sentimientos inexplicables a la luz de lo que se trata, generando una conversación cotidiana pero que suena realmente disparatada. Unas repentinas caídas, que abren el espacio a un momento post apocalíptico tercermundista de la película, que coincide con un cambio radical en la vida de Sebastián, recuerdan a su vez a Los Marziano. Katz vuelve con la historia de este joven solitario a personajes que no se ajustan totalmente a las lógicas de las relaciones sociales, moviéndose con una libertad rayana en lo arbitrario. Eso inevitablemente lleva las historias hacia lugares siempre interesantes. El humor permite desplegar una mirada crítica sobre nuestras relaciones cotidianas, en tanto interpela a lo que es “esperable” que se haga, a aquello que es socialmente deseable para la vida de las personas. En particular en El perro que no calla el humor que tiene también un dejo de melancolía: expresa que aquello que está desajustado no es siempre la respuesta de los personajes, sino la exigencia social a la que todos estamos siempre sometidos. Aparece como ridículo que un empleado vaya con su perro al trabajo, pero nadie puede responder porque eso no está bien. El problema es la sobre adaptación. Lo que hace Katz es enfrentarnos a nuestros propios ajustes al deber ser desde el humor. Así, la historia de Sebastián se desarrolla por los espacios que le deja un mundo que no se como él lo ve. Y la felicidad, parece sugerirnos Katz, es posible caminando por esos espacios limítrofes sin caerse nunca al abismo. Como si Sebastián les hablara a quienes lo miran raro y les dijera: “Yo estoy al derecho, dado vuelta estás vos”. EL PERRO QUE NO CALLA El perro que no calla. Argentina, 2021. Dirección: Ana Katz. Intérpretes: Daniel Katz, Valeria Lois, Julieta Zylberberg, Raquel Bank, Carlos Portaluppi, Mirella Pascual y Jimena Anganuzzi. Guión: Ana Katz y Gonzalo Delgado. Fotografía: Gustavo Biazzi, Guillermo “Bill” Nieto, Marcelo Lavintman, Fernando Blanc y Joaquín Neira. Música: Nicolás Villamil. Edición: Andrés Tambornino. Dirección de arte y dibujos: Mariela Rípodas. Sonido: Jesica Suarez. Duración: 73 minutos.
Muchas veces la traza del neoliberalismo sobre los cuerpos es difícil de advertir. Los números de despidos, caída del empleo global y del poder de compra de los salarios, en el largo período liberal conservador, terminan perdidos en los papers académicos y disimulados en los análisis económicos de los organismos internacionales. El cine francés ha tenido interesantes hitos sobre este tema. Recursos humanos y El empleo del tiempo de Laurent Cantet; Rosetta y Dos días, una noche de los hermanos Dardenne, o incluso la más reciente serie “Recursos inhumanos” con el protagónico del ex futbolista Eric Cantoná, son algunas de las más conocidas de estas producciones. La cita no es casual, el eje de Retiros (in)voluntarios son los casos de suicidios entre los trabajadores que fueron sometidos a diferentes formas de acoso laboral y despidos encubiertos producidos por la empresa France Telecom entre los años 2007 y 2011. Sandra Gugliotta, partiendo del libro “La privatización de los cuerpos” de Damian Pierbattisti, propone una película viaje en el tiempo y el espacio. Los recorridos son una manera de tejer una trama más que de encadenar relatos. Esa es una de las fortalezas de la película. Si comienza dando cuenta uno de los muchos suicidios de estos trabajadores de France Telecom en Francia, afirma que el germen original de esta película se funda en la experiencia personal a partir de la depresión que sufrió su propio padre, en la Argentina menemista, cuando fue despedido de su trabajo y despojado de su identidad como trabajador. Esa relación no solo sirve para comprender las políticas corporativas a nivel global, sino para aprehender el daño concreto, y muchas veces irreversible, que esas decisiones financieras tuvieron en la vida de las personas. Lo personal es político, como siempre. La película avanza sobre aquello que las cifras no cuentan: el impacto en los cuerpos y las subjetividades de las políticas agresivas de esas grandes empresas, en un tiempo del que el mundo salió con una enorme concentración del capital y la riqueza. No fue sin una destrucción de las identidades, de las pertenencias comunitarias y del sentido de lo colectivo, que se produjo globalmente ese proceso. Los suicidios de los trabajadores y ex trabajadores de France Telecom fueron noticia en el país durante un largo período. Recién en diciembre de 2019 la justicia dictó un fallo contra la empresa, aunque ahora está en proceso de apelación. En Argentina, donde Gugliotta también analiza a la luz de esta lógica los despidos luego de la privatización de Entel, ningún tribunal consideró que hubiera en las decisiones de la corporación una práctica sistemática que destruyó psíquica y moralmente a los trabajadores. Mientras tanto, cientos de miles de trabajadores perdieron sus empleos y la mayoría de ellos no pudo reinsertarse de modo sostenido en un camino laboral que reparase esa herida. La película de Gugliotta pone el ojo en muchos de ellos y logra dar cuenta de algo que las cifras jamás expresan. La de la angustia, el dolor, el abandono y la pérdida de toda contención familiar o comunitaria. Las vidas que para muchos dejaron de importar. Como tampoco parecen importar sus muertes. RETIROS (IN)VOLUNTARIOS Retiros (in)voluntarios. Argentina, 2020. Dirección: Sandra Gugliotta. Guión: Sandra Gugliotta y Miguel Zeballos. Edición: Juan Loustaunau. Fotografía: Carole Sainsard, Armin Marchesini Weihmüller y Juan Aguirre. Sonido: Joel Nacud. Música: Pono Graziola. Producción: Silvia Lamas, Sandra Gugliotta, Walter Tiepelmann, Alejandra Marano y Mario Durrieu. Duración: 85 minutos.
La realizadora brasileña María Clara Escobar propone al espectador una película basada en la dialéctica entre lo onírico y lo documental -ciertos testimonios a cámara recuerdan pasajes del cine del maestro Eduardo Countinho-. Con esos recursos y una atmósfera extrañada intenta contar vacíos, soledades, tristezas y melancolías de la vida cotidiana. Laura, y su esposo Israel, y su hijo Lucas, son una pequeña familia de rutinas y palabras dichas sin demasiado espesor. Laura viaja sorpresivamente y muere, sin motivo aparente, en algún paraje de Argentina. Israel deberá buscar su cuerpo y enfrentarse a los trámites y al no saber por qué, ni cuándo, ni cómo pasó; ni saber si la muerte de su esposa resume, de otra forma, el vacío de la vida urbana y burocráticamente capitalista. Difícilmente Desterro pueda ser considerada más allá de algunas intenciones formales que, con el correr del metraje parecen solo buenas búsquedas sin otra consistencia que su acumulación y repetición. Dividida en tres partes, la primera cuenta la vida cotidiana familiar y anticipa, en planos simples y logrados, un destino fantástico, salido de la realidad, perdido en un tiempo-espacio desnaturalizado. Allí aparecen también registros exteriores a la vida familiar: conversaciones entre personajes desconocidos, miradas a cámara en silencio, relatos de historias íntimas. Todo ello se repetirá convirtiéndose, en muchos momentos, en manifiestos obvios e innecesarios. Escobar elige durante dos horas planos fijos, sin ángulos, con bajo contraste y casi sin saturación. Logra momentos intensos y cargados afectiva y simbólicamente, pero los mismos no son sino mojones en una película que no agrega nada interesante en la mayoría de sus escenas. El clima, que efectivamente se constituye en la película, no es asfixiante ni envuelve al espectador. Es apenas un murmullo, una suerte de mantra visual que, al poco tiempo de rodar, se agota. DESTERRO Desterro. Brasil/Portugal/Argentina, 2020. Dirección: Maria Clara Escobar. Intérpretes: Carla Kinzo, Otto Jr., Rômulo Braga y David Lobo. Duración: 127 minutos.