Relaciones y transparencia
La historia de un chico que se interna mar adentro con su padre y su abuelo pocos días antes de irse a vivir a Roma con su madre es como un islote ficcional dentro del océano documental sobre una zona de la Península de Yucatán.
Transparencia. Si alguna impresión produce Alamar –ganadora del Premio a la Mejor Película en el Bafici 2010– es ésa. No sólo por las aguas color turquesa del Caribe mexicano, donde la primera película dirigida en solitario por el mexicano Pedro González-Rubio transcurre casi enteramente. En Alamar la transparencia es producto de la relación que la cámara establece con aquello que filma: lugares, personajes, relaciones entre ellos. No sólo entre los personajes sino, casi más, de éstos con los lugares que habitan. En verdad, si hay un verdadero protagonista en Alamar es esa zona de la Península de Yucatán que parecería puro mar. Mar adentro se internan un hombre de mediana edad, su hijo y el abuelo, para no hacer nada distinto de lo que el primero y el último de ellos hacen cotidianamente. Pescar, bucear, arponear langostas a mano, comer lo que pescan. El chico está por poco tiempo: son los últimos días con el padre antes de irse a vivir bien lejos con la mamá. El, la historia que gira alrededor de él, es como un pequeño islote ficcional en medio del inmenso mar documental que es Alamar.
“Bañate si querés en la orilla, pero tené cuidado con el cocodrilo”, le aconseja el papá a Natan (libremente traducido al argentino en este texto) cuando el chico le pide permiso. Y hay un cocodrilo nomás asomando las mandíbulas, a metros de la orilla. Nadie se asusta, ni corre, ni se escapa. ¿Emblema de la comunión entre hombre y naturaleza que Alamar aspira a celebrar? No es el único caso. Otro notorio es el de Blanquita, la garza que aparece un día en el bote de Jorge y del abuelo (así sucedió en el rodaje; ver entrevista), picotea con toda confianza las cucarachas y otros insectos que padre e hijo le alcanzan y vuelve al día siguiente. Hasta que no vuelve. Tal vez sobrevalorando las potencialidades alegóricas de la situación, González-Rubio se muestra convencido, en alguna entrevista (no en la de aquí al lado), de que la desaparición de Blanquita anticipa la de Natan, teniendo en cuenta que el espectador no ignora que el chico está en Banco Chinchorro por un plazo breve. No parece que sea para tanto. Si lo fuera, lo interesante no sería esa pretendida simbología, sino antes bien la presencia real de la garza y su relación real con Jorge y su hijo, que la cámara capta en toda su espontaneidad.
De lo otro que González-Rubio habla en alguna entrevista es de Dios. De la presencia de Dios que la naturaleza en plena potencia permitiría sentir. O intuir. O imaginar. No parece necesario creer en Dios, sin embargo, para percibir el modo en que Jorge, su padre y –producto de la transmisión de conocimientos padre-hijo– Natan interactúan con el ecosistema que los incluye. Ecosistema que, por muy virgen e intocado que luzca aquí, se halla en peligro, tal como un cartel final advierte. Con similar fluidez interactúan, al interior de la película, la línea de ficción que representa esa relación casi mítica, ancestral, entre padre e hijo (ver al respecto el juego de lucha libre al que ambos se entregan en un momento), y lo real que la cámara capta dentro de los límites del encuadre. Y fuera de él, ciertamente: si algo llama al fuera de campo en el cine es el mar. Esa interacción arranca a Alamar de un posible destino de National Geographic, del que la semilla de mito que González-Rubio planta la aleja.
¿Es Alamar una película machista y/o misógina, en tanto el padre representa la aventura y la madre, la falta de ella? Podría pensarse, más simplemente, que la naturaleza dividida de Natan, entre la ciudad y el atolón, entre lo civilizado y lo salvaje, entre el padre y la madre, representa la de todo ser humano. Es en tal caso en términos de representación cinematográfica donde más se siente la diferencia de trato: mientras que todas las escenas junto al padre, en Yucatán, transmiten una fuerte sensación de verdad, las del comienzo y el final, en las que se ve a Natan en Roma con su mamá, no dejan la misma impresión. Y ya que se habla de impresión, la del espectador local frente a la película se verá necesariamente disminuida. Difícil percibir la sensación de transparencia que se menciona al comienzo de esta nota frente a una proyección en DVD ampliado, como la de dos de las salas en las que Alamar se estrena, o, en el mejor de los casos, en blu-ray ampliado, como sucederá en una tercera sala.