El primer largo de Malena Solarz retrata una transición: el recorrido de una adolescente hacia la adultez y de un futuro abierto hacia el punto fijo de una pasión artística.
Conocemos a Pedro y Sol durante las vacaciones de verano. Acaban de terminar el colegio y ahora —aunque nunca se lo plantean en voz alta— deben empezar a darle forma al resto de sus vidas.
Para muchas personas, esta primera adultez tiene algo de post-apocalíptico. Porque hasta ese momento, la rutina del colegio marcaba los límites del mundo conocido. Y de repente, ese mundo estalla y solo queda un paisaje desnudo, un desierto sin detalles que es puro horizonte en cualquier dirección. Hay tanto miedo como entusiasmo: todo es posible, nada es seguro.
Sol, una noche, encuentra una vieja grabación (analógica, en un microcassette) de cuando era niña. Le da play y escucha las notas incompletas de una melodía que empezó a componer, muchos años atrás, y que nunca terminó. Se propone, entonces, reconstruir y finalizar esa melodía. Y para lograrlo, le pide ayuda a su profesor de piano. Mientras tanto, su amigo Pedro se anota en un taller de escritura creativa y emprende su propio camino artístico como dramaturgo.
Esa es la trama de la película. No hay ni nudo ni desenlace, sino 80 minutos de introducción.
Un bildungsroman —género que narra la educación sentimental, espiritual e intelectual de sus personajes, es decir, su devenir adultos— suele respetar una estructura definida, un pasaje de la inocencia al conocimiento. Hay un desarrollo o crecimiento de los personajes. De hecho, el tema principal es justamente la formación de una persona. Y por lo tanto, al concluir la historia, esa persona no es la misma que conocimos al principio.
Álbum para la juventud rompe con esta tradición: al final, seguimos con la juventud anunciada en el título. Vemos solo el comienzo, los primeros indicios, de una formación futura: ella como música, él como escritor.
El título hace referencia a la obra musical de Robert Schumann, de 1848, que el compositor dedicó a sus hijas. Se trata de un álbum de 43 piezas para principiantes. El punto de conexión más obvio —entre la referencia decimonónica y la película— es la melodía inconclusa e infantil de Sol, comparable quizás con una de esas 43 piezas.
Pero el título dispara otras interpretaciones. La idea de un “álbum para la juventud” remite también a un álbum fotográfico, que puede ser analógico o digital: una serie de momentos congelados, de instantáneas, en los que los protagonistas nunca envejecen. El film de Solarz es algo así, una hilación de escenas cortas, de instantes, que congelan a los protagonistas en plena transformación, en un “devenir adultos” que no se concreta, o que se concretará fuera de cámara.
Hacer una película donde, como se suele decir, “no pasa nada” es una tarea difícil. Porque siempre es una apuesta por el clima, la atmósfera, la textura de la ambientación, la luz de un atardecer, el sentimiento de un gesto o una frase. Solarz, su director de fotografía Fernando Lockett y su elenco quizás no logran la consistencia poética que requiere este tipo de propuesta. Pienso, como referentes, en La ciénaga de Lucrecia Martel, George Washington de David Gordon Green, Rebeldes del dios Neón de Tsai-Ming Liang. O más para acá en el tiempo, en la naturalidad e inmersión que logra Clarisa Navas en Hoy partido a las 3 y Las mil y una. Todas son películas en las que no pasa nada y, sin embargo, le pasa de todo a sus juventudes congeladas por la cámara, a través de imágenes y sonidos de una potencia estética que no necesita trama que la justifique.
Álbum para la juventud, en comparación, a veces es demasiado correcta, se porta demasiado bien. Y aunque está muy capazmente filmada, su lenguaje de cámara tiende a lo expositivo, con tomas que se limitan a mostrar a los personajes en espacios domésticos, sin un tratamiento sorprendente del color, el ritmo o la composición. Pero es una película con ideas claras sobre lo que quiere contar. Y eso no es poco.