La directora sigue una línea cinematográfica que centra su narración en el errabundeo, la imprecisión y cierto aire de naturalidad. Malena Solarz presenta un universo habitado por jóvenes en el que el artificio y la pose, resienten la posibilidad de plasmar con convicción y solvencia una idea lograda sobre una generación en tránsito hacia la adultez. Álbum para la juventud (2021) tiene a dos jóvenes, Pedro (Santiago Canepari) y Sol (Ariel Rausch), deambulando por las calles en sus rutinas, en sus “white people problems”, que en realidad no son muchos pero para ellos sí son importantes, consolidando una idea de espacios reconocidos por el grupo que acompaña a Malena Solarz en esta nueva aventura por el universo ficcional, en solitario. En ese espacio habitado por estereotipos y lugares comunes que responden al estudiante de la Universidad del Cine, también hay un diálogo directo con recientes producciones estrenadas, sea en festivales o comercialmente, por sus egresados que manifiestan una “cosmovisión” de un mundo del que sólo disfrutan aquellos que lo habitan. No hay lamentablemente aquí, eso de “pinta tu aldea y pintarás el mundo”. Las ideas que se presentan en Álbum para la juventud, entonces, tienen que ver más con ese mundo FUC que con un fresco real sobre el mundo joven, con retazos de situaciones que más tienen que ver con la postura elegida para narrar su devenir de situaciones, que con la realidad que atraviesa a sus personajes. Recurrencias de los personajes, como el olvido de objetos, pérdida de tarjeta de transporte, el constante revoleo de llaves desde los balcones hacia la calle, revisten de cierto “naturalismo” a situaciones que ya de por sí no logran, por la inexperiencia de los protagonistas, consolidar la fluidez narrativa. Mirándose más el ombligo que impulsando un fresco generacional, la película le permite a Solarz plantear un universo ideal en donde, justamente esa idealización, imposibilita la proyección de empatía con estos anodinos personajes. A ellos les pasan muchas cosas -pero tampoco les pasa mucho- originando una profunda contradicción sobre la razón de ser de este relato y su posibilidad de extenderse hacia un público mucho más amplio que el que circunda festivales de cine. O, claro está, a un circuito impulsado por la misma escuela de donde provienen sus hacedores.
El primer largo de Malena Solarz retrata una transición: el recorrido de una adolescente hacia la adultez y de un futuro abierto hacia el punto fijo de una pasión artística. Conocemos a Pedro y Sol durante las vacaciones de verano. Acaban de terminar el colegio y ahora —aunque nunca se lo plantean en voz alta— deben empezar a darle forma al resto de sus vidas. Para muchas personas, esta primera adultez tiene algo de post-apocalíptico. Porque hasta ese momento, la rutina del colegio marcaba los límites del mundo conocido. Y de repente, ese mundo estalla y solo queda un paisaje desnudo, un desierto sin detalles que es puro horizonte en cualquier dirección. Hay tanto miedo como entusiasmo: todo es posible, nada es seguro. Sol, una noche, encuentra una vieja grabación (analógica, en un microcassette) de cuando era niña. Le da play y escucha las notas incompletas de una melodía que empezó a componer, muchos años atrás, y que nunca terminó. Se propone, entonces, reconstruir y finalizar esa melodía. Y para lograrlo, le pide ayuda a su profesor de piano. Mientras tanto, su amigo Pedro se anota en un taller de escritura creativa y emprende su propio camino artístico como dramaturgo. Esa es la trama de la película. No hay ni nudo ni desenlace, sino 80 minutos de introducción. Un bildungsroman —género que narra la educación sentimental, espiritual e intelectual de sus personajes, es decir, su devenir adultos— suele respetar una estructura definida, un pasaje de la inocencia al conocimiento. Hay un desarrollo o crecimiento de los personajes. De hecho, el tema principal es justamente la formación de una persona. Y por lo tanto, al concluir la historia, esa persona no es la misma que conocimos al principio. Álbum para la juventud rompe con esta tradición: al final, seguimos con la juventud anunciada en el título. Vemos solo el comienzo, los primeros indicios, de una formación futura: ella como música, él como escritor. El título hace referencia a la obra musical de Robert Schumann, de 1848, que el compositor dedicó a sus hijas. Se trata de un álbum de 43 piezas para principiantes. El punto de conexión más obvio —entre la referencia decimonónica y la película— es la melodía inconclusa e infantil de Sol, comparable quizás con una de esas 43 piezas. Pero el título dispara otras interpretaciones. La idea de un “álbum para la juventud” remite también a un álbum fotográfico, que puede ser analógico o digital: una serie de momentos congelados, de instantáneas, en los que los protagonistas nunca envejecen. El film de Solarz es algo así, una hilación de escenas cortas, de instantes, que congelan a los protagonistas en plena transformación, en un “devenir adultos” que no se concreta, o que se concretará fuera de cámara. Hacer una película donde, como se suele decir, “no pasa nada” es una tarea difícil. Porque siempre es una apuesta por el clima, la atmósfera, la textura de la ambientación, la luz de un atardecer, el sentimiento de un gesto o una frase. Solarz, su director de fotografía Fernando Lockett y su elenco quizás no logran la consistencia poética que requiere este tipo de propuesta. Pienso, como referentes, en La ciénaga de Lucrecia Martel, George Washington de David Gordon Green, Rebeldes del dios Neón de Tsai-Ming Liang. O más para acá en el tiempo, en la naturalidad e inmersión que logra Clarisa Navas en Hoy partido a las 3 y Las mil y una. Todas son películas en las que no pasa nada y, sin embargo, le pasa de todo a sus juventudes congeladas por la cámara, a través de imágenes y sonidos de una potencia estética que no necesita trama que la justifique. Álbum para la juventud, en comparación, a veces es demasiado correcta, se porta demasiado bien. Y aunque está muy capazmente filmada, su lenguaje de cámara tiende a lo expositivo, con tomas que se limitan a mostrar a los personajes en espacios domésticos, sin un tratamiento sorprendente del color, el ritmo o la composición. Pero es una película con ideas claras sobre lo que quiere contar. Y eso no es poco.
Álbum para la juventud es un cándido retrato del tiempo suspendido El largometraje de Malena Solarz llega al Gaumont tras su estreno en la Competencia Internacional del Festival de Cine de Mar del Plata Álbum para la juventud es una película que habla de la libertad y que se concibió del mismo modo. El largometraje de Malena Solarz -quien codirigió junto a Nicolás Zukerfeld El invierno llega después del otoño y el cortometraje Una película hecha de- fue pensado y trabajado junto a sus actores, en un ejercicio polifónico en el que el guion se fue construyendo a base de espontaneidad, de los aportes frutos de las vivencias de la posadolescencia, de la valoración del dejar ser. Así se fue gestando una coming of age [film de camino a la adultez] donde no hay sensación de urgencia. Por el contrario, los jóvenes Pedro y Sol, protagonistas excluyentes, dialogan sobre esas trivialidades que van, paulatinamente, creando un escenario suspendido en el tiempo, a partir de charlas acerca de qué colectivo tomar para llegar a un determinado lugar, cómo van avanzando los estudios de cada uno y qué harán al día siguiente. Desde viñetas de un taller de escritura en el que Pedro va aprendiendo sin premura hasta la reminiscencias de Sol de sus inicios en la música mientras prepara un examen para el conservatorio, a Solarz le interesan esos pequeños momentos habitados por esas figuras nobles que disfrutan del ahora. Con ciertas similitudes a La vida de alguien de Ezequiel Acuña -cuya dirección de fotografía también estuvo a cargo de Fernando Lockett-, pero con una narrativa sin conflictos para destrabar o pasados agobiantes, Álbum para la juventud se va escribiendo sobre la marcha, con candidez, y con un cierre que no es tal: más bien el prólogo a una nueva historia.
Una ventana a personajes en libertad Con una colección de personajes tan afables como auténticos, la realizadora entrega una ficción en su punto justo, incluso con una distancia necesaria. Un lustro atrás el realizador madrileño Jonás Trueba inició una serie de films llamada Quién lo impide, una experiencia realizada entre un grupo de adolescentes, caracterizada por el aire de improvisación, que les daba a las películas el aspecto de un documental. El resultado era (¿es?) de una enorme frescura, donde el espectador se sentía en medio del grupo. Álbum para la juventud, primer largometraje filmado en solitario por Malena Solarz (tiene uno previo, El invierno llega después del otoño, realizado junto a Nicolás Zukerfeld) sigue una senda semejante, aunque sin la participación de los propios intérpretes en la realización, tal como sucedía en la serie de Trueba. La sensación que comunica Álbum para la juventud es que no se trata de una película sino de una ventana. Una ventana abierta a un grupo de adolescentes (y algunos no tan adolescentes), de quienes el espectador aprenderá a conocer rasgos, intereses, deseos y relaciones. Cuando empieza la película la ventana se abre; cuando termina, se cierra. Sol (Ariel Rausch, dueña de un notable carisma) y Pedro (Santiago Canepari, que parece que recién acabara de “pegar el estirón”) terminaron el colegio, es verano, y están dando los primeros pasos hacia el futuro. Gracias a su piano recién comprado y con ayuda de un profesor, Sol retrabaja una composición hecha cuando era chica, en vistas a dar el examen de ingreso al conservatorio. Mientras aprovecha que sus padres están de vacaciones para disfrutar de su casa a solas, Pedro inicia un taller de escritura y toma notas en todas partes: mientras asiste a una obra teatral, en la calle, en el colectivo. Sus amigos preparan sus exámenes de fin de curso y en algún momento llegan para quedarse unos días en casa el hermano mayor de Pedro (Agustín Gagliardi) y su mujer, que está en los primeros meses de embarazo (Laura Paredes). Como puede verse, la realizadora no pone sus fichas en la “trama”, sino en otra parte. ¿En qué otra parte? Aunque los planos están compuestos, la luz cuidada (a cargo de Fernando Lockett, director de fotografía de varias de las películas de Matías Piñeiro) y el montaje es preciso (la propia Solarz), Álbum para la juventud funciona como una camarita de celular, que sigue a sus personajes en sus tareas cotidianas. Pero lo que importa tampoco son las tareas en sí, sino el carácter inefable que surge de los personajes, que a medida que avanza el metraje se van volviendo inconfundibles. Sol, con su mirada atenta y una sonrisa que parecería “venírsele” a la cara; Pedro, todavía con una incomodidad física que por momentos lo lleva a no saber bien dónde poner las manos, pasando por una serie de movimientos veloces e infinitesimales. Da toda la sensación de que las escenas responden a un planteo general por parte de Solarz (co-creadas, tal vez, por sus actores), y de allí en más los actores las resuelven “como les sale”. Claro que no se trata de dejarlas tal como salen, si no que luego hay un trabajo de selección y montaje (daría la impresión de que muy intensivo, por lo buenas que son las escenas del corte final), que deja afuera lo que no haya estado tan bien, y adentro lo que sí. La mirada de Solarz no está por encima, si no a la altura de los personajes, aunque tampoco es que se “empasta” con ellos, intentando ser una adolescente más. Hay una distancia, la necesaria para que la creación funcione, que pone a Álbum para la juventud a raya del carácter crudo con el que suele identificarse el documental. Siempre está claro que el film de Solarz es una ficción, cocida el tiempo necesario para que no quede poco “hecha”, y tampoco se pase del punto de cocción. Pasarse de cocción suele significar, en estos casos, que la ficción “se coma” la película, imponiéndoles hechos a sus personajes. Aquí se los ve en libertad. Y no hay ningún cliché. Empezando por ese que “obliga” a un protagonista hombre y una mujer a ponerse de novios, como si no existieran otros modos de relacionarse. Son esos otros modos los que Solarz investiga, sin el menor aire de investigación.
Hay distintas maneras de plasmar los estados de ánimo y el regocijo sensorial que acompañan el paso a la adultez: no puede negarse la sensibilidad con la que Solarz intenta hacerlo en su primer largometraje, centrado en Pedro y Sol, quienes se hacen amigos mientras transcurren sus días de exámenes en la escuela secundaria y de preparativos para desarrollar sus nuevos proyectos. El problema es que ambientes, diálogos y situaciones se cierran sobre un universo de liviandad y confort material que los convierte en habitantes de una burbuja. Envidiables son las luminosas casas en las que se mueven (incluyendo la de los padres de Pedro, con bien provistos armarios, alacenas y heladeras) tanto como sus rutinas con comida china, bellas terrazas y apacibles clases de piano y teatro. Solarz sabe encuadrar, cuidar detalles, musicalizar con sobriedad y sacar provecho de sus simpáticos protagonistas, pero su interés por no dejar que ese sinfín de risas, abrazos y pequeños placeres cotidianos sea interferido por conflicto alguno parece casi una provocación. Nada altera la armonía familiar ni el mundo del trabajo, que apenas aparece (un amigo comienza a trabajar en una heladería con bastante indecisión pero eso no parece traerle problemas). Una única secuencia, un poco confusa, en la que Pedro (Santiago Canepari) ingresa a un edificio de la UBA para inscribirse (encontrando el trato descortés de un desconocido que piensa que se trata de un extranjero), altera mínimamente el tono cándido y demasiado benigno de Álbum para la juventud. Sobrevuela un halo a cierto cine francés, pero con una mirada ajena a muchas cosas que viven jóvenes auténticos, no sólo en Argentina.