En su segundo largometraje como realizadora, Carla Simón regresa a un escenario que ya le resulta familiar: la Cataluña rural y los vínculos familiares que ya trabajara maravillosamente en Estiu 1993. En esta ocasión, Simón cuenta con una desventaja: ya no está la sorpresa de aquella primera película, está sola con su talento y eso la pone en el arduo desafío de empatarle a su opera prima o, en el mejor de los casos, expandir y profundizar aquel universo suyo, lleno de calidez y detalles.
Es algo que logra parcialmente. Alcarràs reconfirma el talento de la realizadora a la hora de retratar la infancia (consiguiendo, nuevamente, actuaciones extraordinariamente naturalistas de sus pequeños intérpretes), a la vez que procura adentrarse de una manera más abiertamente política en el universo de los personajes adultos. Sí, Estiu 1993 también era (discretamente, solapadamente) política, pero en esta ocasión la lucha de los trabajadores de la tierra contra los usureros empresariales amenaza con arruinar para siempre aquella cosmogonía familiar.
Por momentos, Alcarràs es dos películas: una es una saga familiar más ambiciosa en la que tres generaciones se reparten el trabajo con la tierra para intentar salvar su patrimonio, y además está la otra, el anecdotario, la película pequeña de detalles significativos que a la directora tan bien le sale. El problema ocurre cuando la segunda empieza a parecer el subterfugio de la primera, un lugar seguro al cual recurrir cuando el conflicto (más clásico, más nítido, acaso más convencional) no permite sostener, o no alcanza, o amenaza con caer en territorio remanido. A pesar de todo, hay algo en la voz de Carla Simón que a todo le otorga a todo una especificidad, una hondura que termina de construirse con ese final que es un golpe al corazón. Un golpe más seco, más moderado, más amargo también, que el de aquella primera película tan buena. De Alcarràs puede decirse lo mejor cuando hablamos de una segunda película: Carla Simón está buscando.