"Alcarràs": una España rural casi al margen del tiempo
Lo que el film añora es un mundo que parece en vías de extinción, una realidad y una lógica ancladas en el siglo XX, pero destinadas a sucumbir frente al arrollador avance de la cultura global.
Elegida por España como precandidata al Oscar a Mejor Película Internacional (aunque luego no pasó ni el primer corte, quedando fuera de la short list de 15 títulos previa al anuncio de las cinco nominadas), Alcarràs llega a las salas locales con buenos antecedentes. Por un lado están los de su directora, Carla Simón, cuya opera prima, Verano 1993, fue una de las sorpresas de 2017, una de las mejores películas estrenadas ese año. Por el otro, los de la propia película, la segunda de esta cineasta catalana, que hace exactamente un año se alzó con el Oso de Oro en la Berlinale y cosechó 11 nominaciones en los Goya, aunque al final no se llevó ninguno.
Los puntos de contacto entre las dos películas no son pocos, tanto que podrían formar parte de una misma saga. Ambas transcurren en una España rural casi al margen del tiempo, están narradas con un ritmo que respeta la cadencia de la vida en esos espacios, fueron fotografiadas con una luz anaranjada mágica y crepuscular, y la mirada infantil es fundamental a la hora de darle forma al relato. Pero si esto último constituía el núcleo de Verano 1993, en Alcarràs es apenas una de varias líneas que se entrelazan para contar una historia organizada a partir del modelo coral. De esta forma se cuenta la vida de una familia que vive de la cosecha del durazno y que está a punto de perder sus tierras, cuya propiedad dependía de un endeble y arcaico acuerdo de palabra entre el patriarca y un viejo amigo que acaba de fallecer.
Como el trabajo anterior de Simón, Alcarràs también está cargada de nostalgia. Solo que si en Verano 1993 lo que se extrañaba era un lugar y un tiempo específico vinculados a la idea de la niñez, acá lo que se añora es algo más complejo: un mundo que parece en vías de extinción. Una realidad y una lógica ancladas en el siglo XX, pero destinadas a sucumbir, ahora sí, frente al arrollador avance de la cultura global. Una puja que en términos tecnológicos puede reducirse a lo analógico versus lo digital, pero que en su dimensión más humana implica una nueva forma de vincularse con el mundo, menos física, menos concreta, menos “humana”. Que la historia transcurra en la España profunda, que en muchos aspectos parece anclada en una burbuja temporal previa a la Revolución Industrial, a mediados del siglo XIX, hace que ese choque se perciba todavía más brutal.
Con todo, Alcarràs es una película que de manera sostenida se propone dar en el blanco de las emociones del espectador. Dueño de una ternura y un humor que en muchos momentos logran ser genuinos, el opus dos de Simón sin embargo se acaba percibiendo como un modelo para armar. Un diorama en el que Simón parece haber tomado todo aquello que funcionaba muy bien en su largo previo, para reorganizarlo aquí en busca de obtener el mismo efecto. Y si bien por momentos lo consigue (la catalana se confirma como una extraordinaria directora de niños y adolescentes), nunca logra hacer que se desvanezca del todo esa sensación de estar frente a un montaje emotivo demasiado calculado.