Si Verano 1993 suponía la presentación del talento y la mirada de la catalana Carla Simón, Alcarràs la confirma como una de las directoras más importantes del cine español de la actualidad. Lúcida, audaz y profundamente emotiva, su película ahonda sobre la memoria de un país y su tierra a partir de personajes aferrados a sus raíces y al mismo tiempo tratando de trascender, y discute ese legado a la luz del presente, esquivando la tentación fácil de la nostalgia. Alcarràs es un salto hacia adelante en su universo, supone la madurez de una voz que ya asomaba con fuerza en su ópera prima, y resulta una película que expande la tradición realista del cine ibérico con una pulsión poética original.
La familia Solé habita en las afueras del pequeño pueblo de Alcarràs, dedicada a la agricultura y la recolección de frutas. Han llegado los cálidos aires del verano y los duraznos ya caen maduros de los árboles. Las voces superpuestas pueblan el lugar pero la que asoma con fuerza es la de Iris (Ainet Jounou), una niña atenta e imaginativa que juega en el campo con sus primos. En el frondoso mundo de sus creaciones, un viejo Citroën abandonado oficia de nave espacial, o de improvisado trasbordador hacia sus aventuras. Pero para sorpresa de los niños, una enorme grúa levanta su codiciado vehículo y se lo lleva junto con sus horas de juego.
La intempestiva desaparición del inmenso juguete y la voz de alerta de Iris anuncian la llegada de un inminente cambio: el final de una promesa que unía a los Solé con los dueños de la tierra y el arribo de la última recolección. Agricultores devenidos en cuidadores de paneles solares, dispuestos en esa tierra ahora concebida como depósito de un nuevo negocio rentable. Lo que filma Simón no es tanto la ominosa presencia de los dictados capitalistas, sino la erosión interna que sobreviene en la familia ante ese cambio; el hermano mayor que quiere sostener el legado de su padre, la hermana y su familia que prueban otros horizontes, los chicos y los viejos que intentan comprender un mundo que escapa a su voluntad y sus deseos.
Mientras tanto, los rituales del pueblo tiñen de colores esa inminente tristeza, revelan la convivencia de lo ancestral y lo moderno, una Cataluña vital y contradictoria. La cámara se acerca con firmeza a las texturas de ese universo, consiguiendo una poética atípica para el cine español, quizás heredada de los tiempos breves de Víctor Erice, de un ánimo más meditado que el feroz de aquella Escuela de Barcelona con Vicente Aranda y Bigas Luna a la cabeza. Simón se apropia de lo autobiográfico sin ninguna ingenuidad, lo recrea con temple y pasión, lo magnifica con única intuición.
Y Alcarràs descubre increíbles personajes, no solo Iris y sus primos –los mellizos con los que comparte travesuras– sino el extraordinario Quimet de Jordi Pujol Dorcet, hermético y testarudo, quien intenta sostener esa familia sobre sus espaldas, silenciar sus miedos, llorar en soledad sus pérdidas. En su aspereza, Quimet batalla lo inevitable con una rebeldía bienvenida. La tierra que lo sostiene es la misma que Simón delinea como suelo de batallas todavía no saldadas. Allí, en ese verde fértil, se fija su mirada; allí se engrandece su película.