Es innegable que a lo largo de la última década, el cine español ha tenido una cosecha abundante de títulos cuyas historias se han movido por latitudes, estaciones y edades muy similares. De tal modo que las ya conocidas como “películas de verano en el pueblo” podrían considerarse como un género fílmico en sí mismo: Ojos negros, de Marta Lallana, Ivet Castelo, Iván Alarcón y Sandra García; La vida sense la Sara Amat, de Laura Jou; Les Perseides, de Alberto Dexeus y Ànnia Gabarró; Libertad, de Clara Roquet; La inocencia, de Lucía Alemany, incluso algunos tramos de Las niñas, de Pilar Palomero, y por supuesto, Estiu 1993 / Verano 1993, de la propia Carla Simón.
Estamos ante films bañados en el calor veraniego intenso y en el sudor que producen los juegos infantiles; narraciones marcadas por momentos observacionales dilatados en el tiempo. Por todo esto, y por el deseo compartido de operar con la cámara a través de la mimetización de la mirada de las jóvenes protagonistas; niñas o adolescentes cuyos procederes y cuya manera de encajar sus propias vivencias canalizan las tesis de un texto focalizado en el abordaje de un gran tema. La pérdida de un ser querido, el primer enamoramiento, el dejar atrás la niñez (en un contexto de educación y culpabilidad cristiana) o las diferencias entre clases sociales resultan cruciales en la construcción de relaciones de amistad inevitablemente marcadas por el sentido de propiedad…
Lo mismo sucede con el nuevo trabajo de Carla Simón, a quien hay que mirar como una de las autoras clave en la eclosión de dicha corriente. Alcarràs nos sitúa en la población del título, un núcleo rural cerca de Lleida, la capital de la provincia. La película abre con una serie de planos generales de los caminos de tierra y los cultivos que allí articulan la vida. Tomas iluminadas y escuchadas de forma natural: calentadas suavemente con la luz anaranjada del Sol, pero también refrescadas con un viento que mece suavemente esa vegetación domesticada. Un paisaje que transmite paz, pues todo en él parece estar en equilibrio, pero -como descubriremos a continuación- a poco que se escarbe en esta tierra saldrán las tensiones que fluyen por debajo, cual lagos de aguas subterráneas.
De repente, la calma se va al traste: una niña juega con sus dos primos. Ninguno de los ahí presentes debe alcanzar los diez años de edad y, claro, se relacionan con el mundo (y entre ellos) con el ruidoso éxtasis de quienes todavía sienten como un descubrimiento increíble todo lo que ven y oyen. Y, por supuesto, todo lo que se imaginan. Los tres pequeños han encontrado un coche abandonado en medio del campo, tan viejo que en su cristal trasero ya casi se han desteñido del todo sus pegatinas decorativas: un nostálgico recuerdo de los “Tazos”, aquellos coleccionables que monopolizaron las competencias estudiantiles en los recreos de España, allá por la década de los '90. El caso es que, gracias a la incontenible energía de estos personajes, el vehículo destartalado se ha convertido en una magnífica nave espacial que surca los confines del universo.
El único efecto especial utilizado para que esta aventura fantástica cobre vida es el de los saltos y gritos de los niños. La cámara de Carla Simón se contagia de su fuerza cinética y parece que se debate entre el mirar y el participar en dicho juego… hasta que un desagradable estruendo ahoga las voces de los intrépidos cosmonautas. Una grúa entra en escena y agarra con fuerza el coche, y lo hace “volar”… para despejar el terreno que estaba ocupando; una explanada que muy pronto será ocupada por paneles solares. Ahí está ese gran tema: la muerte del medio rural; de un modo de vida en el que antes se cultivaba la tierra y ahora se almacena la luz del Sol. Es el eterno conflicto entre el ayer y el hoy, un combate desigual cuyo resultado se conoce de antemano; lo que está por verse es hasta qué punto se podrá prorrogar lo improrrogable.
Alcarràs es por ello una película cuyo relato fija un marco “macro”, pero la escala desde la que trabaja es “micro” hasta el punto en que tras dos horas de metraje se puede hacer el recuento y llegar a la conclusión de que los planos paisajísticos de apertura seguramente sean los únicos momentos en los que no hemos estado en compañía de alguno de los protagonistas de esta historia. Estos son los miembros de la familia Solé, tres generaciones de un árbol genealógico que ha echado raíces en una finca que, en principio, no les pertenece. El campo donde trabajan fue una cesión que una familia adinerada concedió al abuelo en tiempos de la Guerra Civil. Un “contrato de palabra” que evidentemente no consta por escrito, y que consecuentemente está a punto de ser llevado por el viento; por los inamovibles designios del destino.
Queda solo una cosecha, una más, la última, antes de que el mundo imponga una lógica contra la que no se puede luchar, porque contra ella, como se ha dicho, no hay victoria posible: “Trabajar menos, ganar más”. Dulces promesas traídas por nuevos modelos económicos y energéticos; a lo mejor, la única salida digna de la ecuación irresoluble en la que se ha convertido la agricultura en determinados territorios. Pero, claro, nada ni nadie puede maquillar esta espantosa evidencia: la salvación es el fin. Carla Simón se asienta en mecanismos reconocibles de ese cine de “veranos en el pueblo”, pero contraviene algunos de sus principales mandamientos. La cámara ya no está de paso, sino que se instala en dicho ecosistema y allí salta constantemente de un punto de vista al otro.
Empieza la campaña de recogida de duraznos y la familia Solé, junto a un grupo de temporeros, se pone manos a la obra. Carla Simón sigue con atención detallista cada uno de los pequeños procesos que marcan este gran ritual de la tierra, incidiendo en la dureza del trabajo en el campo, pero distendiéndose también en los momentos de respiro que este permite. Del mismo modo, los niños siguen en lo suyo, trasteando entre los árboles y, cuando toca, quedándose hipnotizados ante el cuento que narra una tía-abuela. Esta suerte de arca memorística del pueblo recuerda a la gente que se fue y a la que todavía está ahí, y la cámara sigue moviéndose, contemplando cestas rebosantes de frutos y manos perdiéndose entre las hojas. El montaje de sonido, lógicamente naturalista, modula la intensidad en la voz de la “tieta”, dependiendo de la distancia a la que se encuentre, respecto al punto de observación.
Su voz nos lleva a los ojos del abuelo, el “avi”, quien parece que va a hablar, pero no, de momento prefiere seguir mirando. Cuando finalmente abre la boca, es para que su nieta se queje cariñosamente: “¡Avi, esta historia ya me la contaste!”. Pero no importa, él la vuelve a contar y ella, encantada, la vuelve a escuchar. En la mayor parte de tiempo, Alcarràs se comporta exactamente así: como esa batallita, ese olor, ese sabor y esa sensación que ya experimentaste, pero a la que podrías volver siempre, en cualquier momento, hasta quedarte a vivir allí. El seguimiento generacionalmente transversal que propone su narración se descubre como una especie de río de estímulos filo-proustianos: las brasas para cocinar “cargols”, las tardes somnolientas ante la tele, los labios del padre deformándose para beber vino de un porrón... ¡formidable espectáculo!
Conexiones directas con este pasado que está quedando enterrado, pero también con un presente que no ve por qué debería quedarse anclado en la melancolía. Un tema popular, cantado en un catalán difícilmente comprensible para la gente de ciudad, deja paso a una versión del Ton pare no té nas, interpretada por un coro episcopal; después, el sonido infernal de las grallas entona aquel mítico tema de la Companyia Elèctrica Dharma, y luego vemos a unas chicas ensayando una coreografía reguetonera, hasta que cae la noche y el ska dels països catalans suena con fuerza en la plaza del pueblo… hasta que ya solo quedan los pocos valientes que, con los golpes atronadores de fondo de greatest hits del tecno, aguantarán en pie, esperando la llegada de un nuevo día con los lentes de sol ya puestos.
Los ritmos y las líricas de la vida a través de música diegética, la que está realmente en una escena coherentemente poblada por actores que no lo son. Gente “de verdad”, lo dice su cara y su manera de hablar, y la manera con la que se relacionan entre ellos. Aquel de ahí, por ejemplo, no es Sergi López sino Jordi Pujol Dolcet, que no queda claro si está interpretando el rol del pater familias o si se limita a continuar en el rodaje con la vida que lleva fuera de él. Alcarràs es una ficción, no hay duda, pero casi siempre se mueve como un documental de Franco Piavoli, el maestro eternamente instalado en la arcadia rural. El set como ecosistema autónomo; de hecho, parece que cada escena esté pensada solo al principio; que a partir de un punto de partida pactado adquiera vida propia y se mueva con la misma libertad que aquellos niños en el “coche-espacial”.
Carla Simón y la sublimación de la mirada omnipresente, pero para nada omnipotente. Está en todos lados, pero igualmente se le pierden conversaciones y decisiones importantes: su actitud no-intervencionista late en la manera en que la película se deja desbordar por la vida que la rodea, sin nunca tratar de situarse por encima de ella. La altura de la cámara la marca el personaje; el momento por el que este pasa. Del mismo modo, el guion firmado junto a Arnau Vilaró está llevado por el convencimiento de que nada es definitivo y de que, hagamos lo que hagamos, la vida va a seguir. Para bien y para mal. Por todo esto, ningún personaje recibe la condena de sus creadores, ni tampoco la alabanza desproporcionada. Todos cuentan, esto sí, con su cariño. No es naïf y, desde luego, tampoco es fatalista; son las emisiones humanistas de esa energía que tanto reconforta, la que solo puede encontrarse en una familia cuyos miembros se quieren. El paraíso es esto.