Es innegable que a lo largo de la última década, el cine español ha tenido una cosecha abundante de títulos cuyas historias se han movido por latitudes, estaciones y edades muy similares. De tal modo que las ya conocidas como “películas de verano en el pueblo” podrían considerarse como un género fílmico en sí mismo: Ojos negros, de Marta Lallana, Ivet Castelo, Iván Alarcón y Sandra García; La vida sense la Sara Amat, de Laura Jou; Les Perseides, de Alberto Dexeus y Ànnia Gabarró; Libertad, de Clara Roquet; La inocencia, de Lucía Alemany, incluso algunos tramos de Las niñas, de Pilar Palomero, y por supuesto, Estiu 1993 / Verano 1993, de la propia Carla Simón. Estamos ante films bañados en el calor veraniego intenso y en el sudor que producen los juegos infantiles; narraciones marcadas por momentos observacionales dilatados en el tiempo. Por todo esto, y por el deseo compartido de operar con la cámara a través de la mimetización de la mirada de las jóvenes protagonistas; niñas o adolescentes cuyos procederes y cuya manera de encajar sus propias vivencias canalizan las tesis de un texto focalizado en el abordaje de un gran tema. La pérdida de un ser querido, el primer enamoramiento, el dejar atrás la niñez (en un contexto de educación y culpabilidad cristiana) o las diferencias entre clases sociales resultan cruciales en la construcción de relaciones de amistad inevitablemente marcadas por el sentido de propiedad… Lo mismo sucede con el nuevo trabajo de Carla Simón, a quien hay que mirar como una de las autoras clave en la eclosión de dicha corriente. Alcarràs nos sitúa en la población del título, un núcleo rural cerca de Lleida, la capital de la provincia. La película abre con una serie de planos generales de los caminos de tierra y los cultivos que allí articulan la vida. Tomas iluminadas y escuchadas de forma natural: calentadas suavemente con la luz anaranjada del Sol, pero también refrescadas con un viento que mece suavemente esa vegetación domesticada. Un paisaje que transmite paz, pues todo en él parece estar en equilibrio, pero -como descubriremos a continuación- a poco que se escarbe en esta tierra saldrán las tensiones que fluyen por debajo, cual lagos de aguas subterráneas. De repente, la calma se va al traste: una niña juega con sus dos primos. Ninguno de los ahí presentes debe alcanzar los diez años de edad y, claro, se relacionan con el mundo (y entre ellos) con el ruidoso éxtasis de quienes todavía sienten como un descubrimiento increíble todo lo que ven y oyen. Y, por supuesto, todo lo que se imaginan. Los tres pequeños han encontrado un coche abandonado en medio del campo, tan viejo que en su cristal trasero ya casi se han desteñido del todo sus pegatinas decorativas: un nostálgico recuerdo de los “Tazos”, aquellos coleccionables que monopolizaron las competencias estudiantiles en los recreos de España, allá por la década de los '90. El caso es que, gracias a la incontenible energía de estos personajes, el vehículo destartalado se ha convertido en una magnífica nave espacial que surca los confines del universo. El único efecto especial utilizado para que esta aventura fantástica cobre vida es el de los saltos y gritos de los niños. La cámara de Carla Simón se contagia de su fuerza cinética y parece que se debate entre el mirar y el participar en dicho juego… hasta que un desagradable estruendo ahoga las voces de los intrépidos cosmonautas. Una grúa entra en escena y agarra con fuerza el coche, y lo hace “volar”… para despejar el terreno que estaba ocupando; una explanada que muy pronto será ocupada por paneles solares. Ahí está ese gran tema: la muerte del medio rural; de un modo de vida en el que antes se cultivaba la tierra y ahora se almacena la luz del Sol. Es el eterno conflicto entre el ayer y el hoy, un combate desigual cuyo resultado se conoce de antemano; lo que está por verse es hasta qué punto se podrá prorrogar lo improrrogable. Alcarràs es por ello una película cuyo relato fija un marco “macro”, pero la escala desde la que trabaja es “micro” hasta el punto en que tras dos horas de metraje se puede hacer el recuento y llegar a la conclusión de que los planos paisajísticos de apertura seguramente sean los únicos momentos en los que no hemos estado en compañía de alguno de los protagonistas de esta historia. Estos son los miembros de la familia Solé, tres generaciones de un árbol genealógico que ha echado raíces en una finca que, en principio, no les pertenece. El campo donde trabajan fue una cesión que una familia adinerada concedió al abuelo en tiempos de la Guerra Civil. Un “contrato de palabra” que evidentemente no consta por escrito, y que consecuentemente está a punto de ser llevado por el viento; por los inamovibles designios del destino. Queda solo una cosecha, una más, la última, antes de que el mundo imponga una lógica contra la que no se puede luchar, porque contra ella, como se ha dicho, no hay victoria posible: “Trabajar menos, ganar más”. Dulces promesas traídas por nuevos modelos económicos y energéticos; a lo mejor, la única salida digna de la ecuación irresoluble en la que se ha convertido la agricultura en determinados territorios. Pero, claro, nada ni nadie puede maquillar esta espantosa evidencia: la salvación es el fin. Carla Simón se asienta en mecanismos reconocibles de ese cine de “veranos en el pueblo”, pero contraviene algunos de sus principales mandamientos. La cámara ya no está de paso, sino que se instala en dicho ecosistema y allí salta constantemente de un punto de vista al otro. Empieza la campaña de recogida de duraznos y la familia Solé, junto a un grupo de temporeros, se pone manos a la obra. Carla Simón sigue con atención detallista cada uno de los pequeños procesos que marcan este gran ritual de la tierra, incidiendo en la dureza del trabajo en el campo, pero distendiéndose también en los momentos de respiro que este permite. Del mismo modo, los niños siguen en lo suyo, trasteando entre los árboles y, cuando toca, quedándose hipnotizados ante el cuento que narra una tía-abuela. Esta suerte de arca memorística del pueblo recuerda a la gente que se fue y a la que todavía está ahí, y la cámara sigue moviéndose, contemplando cestas rebosantes de frutos y manos perdiéndose entre las hojas. El montaje de sonido, lógicamente naturalista, modula la intensidad en la voz de la “tieta”, dependiendo de la distancia a la que se encuentre, respecto al punto de observación. Su voz nos lleva a los ojos del abuelo, el “avi”, quien parece que va a hablar, pero no, de momento prefiere seguir mirando. Cuando finalmente abre la boca, es para que su nieta se queje cariñosamente: “¡Avi, esta historia ya me la contaste!”. Pero no importa, él la vuelve a contar y ella, encantada, la vuelve a escuchar. En la mayor parte de tiempo, Alcarràs se comporta exactamente así: como esa batallita, ese olor, ese sabor y esa sensación que ya experimentaste, pero a la que podrías volver siempre, en cualquier momento, hasta quedarte a vivir allí. El seguimiento generacionalmente transversal que propone su narración se descubre como una especie de río de estímulos filo-proustianos: las brasas para cocinar “cargols”, las tardes somnolientas ante la tele, los labios del padre deformándose para beber vino de un porrón... ¡formidable espectáculo! Conexiones directas con este pasado que está quedando enterrado, pero también con un presente que no ve por qué debería quedarse anclado en la melancolía. Un tema popular, cantado en un catalán difícilmente comprensible para la gente de ciudad, deja paso a una versión del Ton pare no té nas, interpretada por un coro episcopal; después, el sonido infernal de las grallas entona aquel mítico tema de la Companyia Elèctrica Dharma, y luego vemos a unas chicas ensayando una coreografía reguetonera, hasta que cae la noche y el ska dels països catalans suena con fuerza en la plaza del pueblo… hasta que ya solo quedan los pocos valientes que, con los golpes atronadores de fondo de greatest hits del tecno, aguantarán en pie, esperando la llegada de un nuevo día con los lentes de sol ya puestos. Los ritmos y las líricas de la vida a través de música diegética, la que está realmente en una escena coherentemente poblada por actores que no lo son. Gente “de verdad”, lo dice su cara y su manera de hablar, y la manera con la que se relacionan entre ellos. Aquel de ahí, por ejemplo, no es Sergi López sino Jordi Pujol Dolcet, que no queda claro si está interpretando el rol del pater familias o si se limita a continuar en el rodaje con la vida que lleva fuera de él. Alcarràs es una ficción, no hay duda, pero casi siempre se mueve como un documental de Franco Piavoli, el maestro eternamente instalado en la arcadia rural. El set como ecosistema autónomo; de hecho, parece que cada escena esté pensada solo al principio; que a partir de un punto de partida pactado adquiera vida propia y se mueva con la misma libertad que aquellos niños en el “coche-espacial”. Carla Simón y la sublimación de la mirada omnipresente, pero para nada omnipotente. Está en todos lados, pero igualmente se le pierden conversaciones y decisiones importantes: su actitud no-intervencionista late en la manera en que la película se deja desbordar por la vida que la rodea, sin nunca tratar de situarse por encima de ella. La altura de la cámara la marca el personaje; el momento por el que este pasa. Del mismo modo, el guion firmado junto a Arnau Vilaró está llevado por el convencimiento de que nada es definitivo y de que, hagamos lo que hagamos, la vida va a seguir. Para bien y para mal. Por todo esto, ningún personaje recibe la condena de sus creadores, ni tampoco la alabanza desproporcionada. Todos cuentan, esto sí, con su cariño. No es naïf y, desde luego, tampoco es fatalista; son las emisiones humanistas de esa energía que tanto reconforta, la que solo puede encontrarse en una familia cuyos miembros se quieren. El paraíso es esto.
Sara y Jean disfrutan a solas de un merecido descanso y lo consiguen, precisamente, porque están solos. De hecho, parece que no haya quedado nadie más en todo el planeta. Sus siluetas, apenas dos manchas en la azul inmensidad del mar, se presentan casi como los últimos vestigios de la humanidad, incluso del reino animal. Y así está bien. Mejor dicho: está perfecto. El agua, cristalina, arroja luz sobre dos cuerpos en total sintonía, tanta que no sorprendería verles fusionarse. Las caras de Juliette Binoche y de Vincent Lindon están precisamente en estas: un primerísimo primer plano las junta con la evidente intención de que la toma no pueda respirar, o que solo pueda hacerlo a través de sus bocas. Pero el idilio no tarda en romperse. La siguiente escena nos sumerge abruptamente en un túnel por el que circula un tren a toda velocidad. Atrás queda aquella costa paradisíaca; ahora estamos en París, la gran ciudad, ese espacio inmenso y sobrepoblado en el que obviamente se hace latente el riesgo de contagiarse. En casa, la gente se comunica a través de videollamadas con una resolución de imagen casi grotesca; en el resto de los interiores no queda otra que taparse la cara con una o dos mascarillas hasta volver a salir al exterior y, ahora sí, volver a reconocernos los unos a los otros. Un gesto, una mirada furtiva y ya se ha lanzado el embrujo. De camino a su trabajo en una emisora de radio (y antes de entrevistar a Lilian Thuram sobre cuestiones de identidades raciales), Sara se cruza con François, su ex pareja y hace tiempo también el mejor amigo de Jean. Y todo se precipita, y todo se va al traste. Con amor y furia es esto, un triángulo amoroso en el que, además de los dos actores antes presentados, tenemos a Grégoire Colin, aquí en la piel de un empresario que entra en escena a través de una teóricamente irrechazable oferta laboral a su antiguo colega. Antes de esto, la felicidad sigue instalada en casa de Sara y Jean. En parte, porque son capaces de hablar sobre lo que haga falta; de decírselo todo a la cara, vaya. Cuando solo están ellos dos en la ecuación da la sensación de que está todo controlado: de que todo lo que vemos y oímos es realmente lo que hay. Pero la inclusión de este tercer elemento no tarda ni medio segundo en manifestar su poder disruptivo: el deseo amoroso realmente se mueve a esta velocidad demencial. En una fiesta, los tres personajes coinciden en escena por primera vez y cuando Sara y François se quedan a solas da la sensación de que entre los dos (con la energía que han despertado) han roto la lógica espacio-temporal; ya puestos, la del montaje. El tercero en discordia acudía a la cita con su actual pareja, pero cuando cruza su camino con su antiguo amor todo se acelera hasta descarrilar. Sara y François se disponen a ponerse al día, descaradamente abiertos a cualquier proposición por parte del otro y, claro, esto la novia de ahora lo ve, y parece que no lo va a tolerar, que va a intervenir para marcar territorio… pero no. Un corte nos sitúa en un momento y un lugar en el que dicho encontronazo ya es agua pasada. O a lo mejor es que no se ha llegado a producir. No lo sabemos, solo podemos intuir lo que ha pasado a través de las actitudes y los relatos de los personajes que están en escena. Mediante un juego perverso de elipsis, en el que nuestro punto de vista como espectador pierde los privilegios de la omnipresencia, Claire Denis nos sumerge ahora en la turbiedad de los laberintos melodramáticos, aquellos en los que es tan fácil perder la compostura. De hecho, el propio aparato cinematográfico se presta al espectáculo: la crudeza de las imágenes digitales privan de cualquier posibilidad de glamour a los integrantes de este triángulo pasional, y el sobre-uso de la partitura de Stuart Staples parece intervenir intrusivamente en su psique. Jean, Sara y François son meros títeres a merced de sus propios calentones. Ella, en una de las muchas convulsiones sufridas, se ve casi obligada a verbalizar (en voz alta, se entiende) los síntomas que seguramente va a manifestar su cuerpo a lo largo de los próximos días: “Ya estamos, una vez más, tocará estar siempre atenta al teléfono móvil… tocará sentirse húmeda”. Lo dice para ella, para sacar este calor que lleva dentro, pero también lo exterioriza para que lo oigamos nosotros, quienes a estas alturas ya nos hemos acostumbrado a la falta de sutileza con la que el guion coescrito por Christine Angot (colaboradora de Claire Denis en Un sol interior) va adentrándose en cada tortuoso frente de la función. Lo importante, en este sentido, es que cada uno de ellos está al servicio de los caprichos de los tres (des)enamorados. Solo existen los celos, las desconfianzas y la espera hasta que el móvil vuelva a sonar. Nada importa más allá de esto; el mundo se pierde de vista. Pero volviendo al aparato cinematográfico, está claro que el envoltorio condiciona el contenido… proporcionándole también las herramientas necesarias para brillar. En este caso, está un trío protagonista que se luce al optimizar el tiempo y el espacio que les proporciona la cámara nerviosa de Claire Denis: Grégoire Colin descoloca con la facilidad con la que el “galán fatal” puede perder la dignidad, Juliette Binoche llora como nadie la pérdida de su propia libertad y Vincent Lindon da una semi improvisada y magistral lección de retroalimentación de la frustración. Cada uno con sus propios demonios y alimentando los de su compañero de cama. Como en las relaciones más enfermizas, aquellas de las que no se puede salir tan fácilmente.
En un tren viaja una joven pareja que se dirige a un sitio indeterminado con un propósito igualmente confuso. Ella está enfrascada en la lectura de un cuento. No sabemos nada más. Al rato, sin saber muy bien cómo, los vemos haciendo el amor en el compartimento de al lado. Así empieza Shirley, con un montaje que ensambla dos realidades aparentemente dispares, como si la lectura del cuento hubiese encendido súbitamente a la pareja. Pero hay más: una vez pasado el calentón, él se va y ella se queda mirando a un espejo, obnubilada por lo que ven sus ojos. Es como si no se viera reconocida en su propio reflejo. Una disociación que comprendemos, primero, gracias a la mirada extrañada de Odessa Young y, después, por el tratamiento alucinado de la escena. Se nos invita, junto al personaje, a mirar a izquierda, a derecha, de nuevo a izquierda… en un ir y venir diseñado para privar al espectador del sentido más básico de la orientación. Josephine Decker, cineasta de origen británico establecida en los Estados Unidos, nos invita a perder el mundo de vista, a quedar varados entre los dos lados del espejo. Para abordar los entresijos de Shirley, no está de más recordar el anterior trabajo de Decker, Madeline’s Madeline, un estimulante y extenuante ejercicio de inmersión en la mente enajenada de una joven aspirante a actriz. Allí, la cámara nos sumergía en una psique trastornada, que recibía cada estímulo exterior como el ataque de una arma de destrucción masiva. Con Shirley, Decker redobla la apuesta. Por un lado, reincide en un tratamiento sensorial y atmosférico de la puesta en escena, y vuelve a ahondar en una narrativa opaca, confusa. Pero esta vez la película no se contenta con penetrar en un único mundo interior, sino que transita por las mentes de hasta cuatro personajes. El chico y la chica se bajan del tren y se meten en una casa donde vive una escritora (Elisabeth Moss en su salsa) y un profesor universitario de literatura (ídem, con Michael Stuhlbarg). Y, de nuevo, no acaba de entenderse qué pacto les ha juntado; mucho menos los resultados que pretenden sacar del mismo. La conexión casi orgánica que existe entre estos cuatro personajes y el escenario que ocupan –una casa que se estremece al son de quienes la habitan– remite irremediablemente a ¡Madre!, de Darren Aronofsky, algo nada extraño si atendemos a que Decker ha reconocido que El cisne negro es una de sus películas de cabecera. Aquí, como en ¡Madre!, el origen de la frustración de los personajes es el bloqueo artístico, magnificado por un estado de reclusión física y existencial. Empiezan a descubrirse las cartas: resulta que la escritora está peleada con su nueva obra, una novela que no termina de adquirir ni estructura ni propósito. La creación (literaria y cinematográfica) se presenta como un proceso autodestructivo; el genio que llevamos dentro, como ese doppelgänger que tal vez esté intentando aniquilarnos. Como cabía esperar, Decker traza la historia con una intensidad animal: volcando los cinco sentidos en aquello que parece importante… pero distrayéndose fácilmente con cualquier estímulo que se cruce por el camino. Una actitud idónea para embestir contra todo, desde la llegada de la segunda ola del feminismo hasta la rivalidad en los altos círculos académicos (con momentos que remiten a Listen Up Philip, de Alex Ross Perry), pasando por la cara más malsana de las convenciones sociales. En Shirley, el cogote de un personaje no siempre se corresponde con su respectivo rostro; los monólogos cambian de recitador en mitad de una frase; y lo que parecía un montaje paralelo de repente se revela como un flashback intercalado que perfila una profecía terrorífica. Debido al exceso de estímulos (visuales, auditivos, intelectuales) a los que nos somete Decker, es fácil acabar desconfiando de nuestros propios sentidos. Prescindir de ellos (y de la razón) parece la única vía para sobrevivir a esta experiencia agitada, caótica, que se saborea mejor una vez reposada, aunque uno nunca termina de asimilarla. He aquí una película que nos seguirá acompañando, nos guste o no.
El nuevo trabajo de Pablo Larraín se presenta a través de unos títulos explicativos que aclaran que lo que estamos a punto de ver es una fábula a partir de una tragedia real. Y, en efecto, con estas formas y con esta sensibilidad se aborda el drama de la “jaula de oro” que la Princesa de Gales experimentó en condición de ilustre miembro de la Casa de Windsor. La acción, que toma el lapso de tiempo de tres días, arranca la vípsera de una Navidad de principios de los años 90, y queda para siempre confinada en la finca de Sandringham en Norfolk, Inglaterra, propiedad de la realeza británica. Estamos pues en el momento crucial en el que Lady Di (de verdadero nombre Diana Frances Spencer), consciente de que su matrimonio con el príncipe Carlos se ha quedado estancado en un irremediable punto muerto, toma la decisión de alejarse de la estricta línea marcada por una familia que, a esas alturas, ya la considera como un intolerable elemento disruptivo del orden (hogareño, monárquico). Una escapada rural infernal: en una de las suntuosas cenas que plagan el relato, la princesa siente un profundo asco ante la perspectiva de tener que saborear uno de los exquisitos platos que ha preparado el chef de la mansión. Pero, al levantar la vista, el panorama no mejora. Al contrario. A izquierda y derecha solo ve a distinguidos personajes de sangre azul que la atacan con los ojos. Nadie habla, ni falta que hace, menos teniendo en cuenta que hay miradas que matan. De repente, caemos en la cuenta de que la banda sonora de fondo, grosera incisión, a base de cuerdas rasgadas, en la angustia de la protagonista, va in crescendo. De hecho, lo que en un principio creíamos que era música de foso, al final se descubre como de pantalla. Resulta que en aquel comedor, realmente hay unos músicos que tocan sus respectivos instrumentos con una intensidad que parece indicar que están queriendo asesinar el silencio incómodo que se ha instalado en la habitación. Resulta que la escena se ha vuelto tan insoportable, que ha derivado en un show grotesco presidido por la ingesta y posterior regurgitación de objetos que en ningún momento deberían haber llegado al estómago. Es un espectáculo desagradable, vergonzoso, indigno, se mire cómo se mire, y lo protagonice quien lo protagonice. Pero, por suerte, todo esto solo ha sucedido en la cabeza de la atormentada Lady Di. No era cierto, era una fantasía febril producida por una mente a la que solo le queda la evasión del delirio. Recordemos que esto es una fábula a partir de una tragedia verídica. Realidad y ficción se confunden, está claro, pero a nosotros nos ha tocado presenciar unas imágenes tan exageradas, tan terroríficamente burdas, que inevitablemente calan. Los comentarios, anécdotas y chismes que pueden arruinarle la vida a alguien, sienten el mismo -nulo- respeto por la verdad. En estos momentos es cuando el film camina por el alambre que separa la genialidad de la temeridad. Las desagradables caras que juzgan a la Princesa Diana son tan exageradamente largas, que rozan la caricatura. Lo mismo sucede con prácticamente cada momento (y no son pocos) en que Pablo Larraín y el guionista Steven Knight cargan la culpa del trágico destino de Lady Di a la Casa Real británica. Entre esto y la entrevista viral de Oprah Winfrey al príncipe Harry y Meghan Markle hay muy pocos pasos. La distancia se acorta aún más cuando Spencer recurre a la metáfora, gesto siempre arriesgado a la hora de abordar el drama histórico. El peso de la tradición se plasma con los platos de una balanza, los terrores cíclicos del pasado se encarnan en la figura de Ana Bolena y las sogas en el cuello adquieren la forma de lujosos collares de perlas. La auto-impuesta etiqueta de “fábula” como excusa ideal para corretear por las galerías de las miserias de los Windsor como un elefante por una cacharrería. Y de nuevo, la jugada puede leerse en clave anti-monárquica o simplemente como síntoma de torpeza a la hora de regular la sensibilidad del relato. En cualquier caso, a Diana Frances Spencer siempre le toca el rol de principal perjudicada. Si su recuerdo acaba encontrando finalmente cierta dignidad, es sobre todo gracias a quien la encarna, una Kristen Stewart convertida en un acierto de casting inmenso. La actriz que parece que no quiera ser actriz; esa figura de fragilidad auténtica que sufre con la mirada ajena (igual que la princesa en aquella vomitiva cena), da auténtico sentido a la combinación entre realidad y ficción en la que se parapeta el relato. Intérprete y personaje forman un todo robusto y profundamente humano, de una coherencia abrumadora, tanto dentro como fuera de la pantalla. Una fusión que emociona y conmueve por lo infalseable de cada uno de sus gestos y reacciones.
Una fotografía de un pueblo, tomada desde sus afueras. En un campo, para ser más precisos, rodeado de unos árboles que están floreciendo. Una imagen luminosa, colorida, cuidadosamente encuadrada; una combinación que debería despertar un fuerte sentimiento de calma… pero que, no obstante, también agita. De repente, alguien activa el zoom y dirige nuestra mirada hacia la tierra. Hacia un suelo bajo en el cual se esconden secretos, vergüenzas, terrores y heridas que aún no han podido sanar. Aquí, en realidad, hay gente enterrada. Mal enterrada, debe aclararse. Salimos de la imagen y descubrimos que estamos en Madrid, en el año 2016, o sea, que Mariano Rajoy aún no ha tenido que abandonar la presidencia del Gobierno de España a causa de los incontables casos de corrupción en los que se ahoga su partido. Pero esta historia no trata sobre los escándalos del presente (por mucho que, en una de las primeras escenas, un personaje clame literalmente al cielo por las nulas partidas de dinero público destinadas a indagar en la memoria histórica), sino que intenta poner orden en el pasado para iluminar ese futuro en el que vamos a tener que convivir. En algún momento de Madres paralelas la narración mezcla los tiempos. Janis, coprotagonista de esta historia, se maquilla delante de un espejo, en una escena lo suficientemente larga como para que nos dé tiempo a apreciar el rojo intenso del jersey que lleva puesto. Entonces alguien llama a la puerta, y ella se va, pero cuando está en el pasillo, viste de azul. No por un error de raccord, sino porque la acción ha decidido recular un par de años, hasta el momento preciso en que Janis se disponía a recibir a alguien en su departamento. A través de un guion rico en giros argumentales abruptos y de un montaje con predilección por la elipsis, Almodóvar entrelaza líneas temporales, pero sobre todo retuerce esos lazos de sangre con los que se construyen (o más bien se construían) las familias. Ahora Janis está en el hospital porque está a punto de dar a luz, y allí mismo, antes de entrar en el quirófano, conoce a Ana, quien se encuentra en la misma situación. La primera, esto sí, tiene 40 años; la segunda, es menor de edad. A las puertas de la maternidad (sin padre a la vista), surge la hermandad; un vínculo inter-generacional irrompible. Con ello, Almodóvar habla del origen de la vida, claro, pero también de su fin. Y, con esto, capta los azares con los que el destino expresa su voluntad, pero por encima de todo incide en el factor humano que puede poner orden entre tanto -cruel- capricho. A pesar de todas las lágrimas vertidas a lo largo de esta función, queda siempre el regusto de una bondad que calienta, que reconforta y que, ahora sí, tranquiliza. Dicha sensación es omnipresente y empieza a calar a través de un estilo cinematográfico que desde hace ya mucho tiempo se encuentra en un estado de madurez exquisito. El director manchego se reivindica una vez más como maestro (de orquesta) absoluto en su impagable labor de coordinación de todas las piezas que tiene a su disposición. Porque nadie sabe jugar mejor con las partituras de Alberto Iglesias, nadie sabe exprimir como él la paleta de colores de José Luis Alcaine, y por supuesto, no hay nadie que se entienda mejor con Penélope Cruz, ni con Rossy de Palma, ni seguramente con Milena Smit. Niñas, chicas, señoras, madres, artistas, cocineras, editoras… mujeres. El universo femenino almodovariano sigue cargándose de buenas razones, aparte de la siempre esperable sensibilidad afinada en la escritura de personajes y de la excelsa dirección de actrices. Un pendiente, un vestido, un interior en el que la abundante cantidad detalles no carga a la vista (al contrario), un plano cenital de un teclado de ordenador, unos fogones que huelen al aceite con el que se han preparado croquetas y una jugosa tortilla de patatas, un “adiós” que se pronuncia justo antes de un fundido a negro… que nos permite a nosotros despedirnos de la escena en la que nos encontramos. Todo se traduce en fiesta para los sentidos; en una celebración del buen gusto fílmico. Pero es que, además, Almodóvar nos invita a ir más allá de esta extremadamente placentera superficie. Hay que cavar muy hondo en el suelo para llegar a la verdad, para entender el por qué de esa mirada turbia, o de esa contestación aparentemente fuera de tono. La historia de Madres paralelas avanza decididamente hacia la resolución de las dudas y conflictos que va encontrando por el camino. Almodóvar consigue superar estos obstáculos pronunciándose con valentía en temas (de la esfera política y social) que, desgraciadamente, llaman a la polarización. Pero cada alegato lo hace para buscar a lo mejor no el consenso, pero sí la concordia. Del mismo modo, el melodrama íntimo se abraza con la tragedia nacional. Y es bello y doloroso al mismo tiempo. Mucho. Como debe ser.
En Thunderball / Operación Trueno, cuarta película de Sean Connery en la piel de James Bond, encontramos uno de los chascarrillos más icónicos del mito machirulo del “Agente al Servicio de su Majestad”. Ahí está 007, tanteando al malvado Emilio Largo. El intercambio dialéctico se produce en el contexto de una competencia de puntería. El héroe, extrañado tras efectuar el primer disparo, comenta: “Esta pistola parece estar hecha para una mujer”, a lo que el otro contesta, “Veo, Sr. Bond, que sabe usted de armas”. Pase de la muerte, Connery simplemente empuja el balón hasta la línea de gol: “No, pero sé un poco sobre mujeres”. Y por supuesto, la audiencia corresponde con una carcajada. Porque el intercambio está cargado con ingenio… y porque no se tiene en cuenta al objeto del chiste, la mujer, convertida precisamente en esto, en un objeto; en arma arrojadiza empleada por los hombres. Pero no pasa nada. Como suele decirse, “era otra época”. Y sí, aquello eran los años '60. Solo que sí que pasa, porque en la nueva película del siempre estiloso Edgar Wright, nuestros tiempos conviven con esa ya-no-tan-lejana década. Presente y pasado bailan, se podría decir, al ritmo de Petula Clark Barry Ryan. Pero, evidentemente, la lista de reproducción es mucho más larga. Casi inabarcable. El director y guionista británico, virtuoso de una narración cinematográfica entendida como aparato tan pegadizo como el estribillo de nuestra canción favorita, vuelve a desplegar sus ya conocidas virtudes de maestro del empaque. Las reglas del juego de El misterio de Soho quedan establecidas, como no podía ser de otra manera, con un plano secuencia que quita el hipo. Con una coreografía aparentemente imposible, en la que la cámara traza un travelling circular alrededor de Matt Smith, quien baila, por turnos que se suceden en cuestión de décimas de segundo, con las dos verdaderas protagonistas de esta función: Thomasin McKenzie y Anya Taylor-Joy. La primera, de mirada y voz cándidas, deja atrás su pueblo natal y se dirige a la gran ciudad, a una Londres donde espera convertirse en una afamada diseñadora de moda. La época en la que transcurre la acción es la nuestra; un presente que, a ojos de la chica, no es tan glamoroso ni encantador como la época que ella tiene idealizada: esos míticos '60. Pero, por suerte, o por desgracia, está a punto de descubrir que en la metrópolis los deseos se cumplen… esto sí, a cambio de un precio a menudo inasumible. Intolerable. Estamos en el escenario donde mueren los sueños y nacen las pesadillas. Atravesamos el espejo: Thomasin McKenzie adquiere ahora el carisma intimidador y arrollador de Anya Taylor-Joy. Edgar Wright se adentra en el país de las maravillas, y en el de los horrores. Allí donde el relato fantasioso y el cuento de terror son la perfecta pareja de baile. En la primera transformación, o sea, en el primer viaje en el tiempo, la joven modista se topa con un gigantesco cartel de Thunderball, esa película que de momento tiene su guasa… y que en el futuro ya no tanta. En esto consiste, precisamente, el modus operandi de El misterio de Soho, en captar y contagiarse de dos escenarios en el mismo lugar: una mega-urbe en dos puntos temporales distintos, al principio muy alejados; al final, peligrosamente pegados. La diversión y fascinación de los primeros compases se descubre, al poco rato, como una falsa promesa; como ese viscoso pegamento con el que se atrapa, cual moscas, a las almas más inocentes. Edgar Wright flirtea entonces con mecanismos y golpes de efecto característicos del giallo y el horror gótico. Casas centenarias impregnadas con el olor de los crímenes del pasado, luces de colores que arrojan escalofriantes sombras sobre los rostros filmados, reflejos fantasmagóricos en permanente amenaza de ese jump-scare diseñado para provocar una parada cardíaca. Aunque el mayor susto se lo reserva una revelación con la que no contábamos antes de entrar en la sala de cine: el autor de la desterniallente “trilogía Cornetto”, así como de otros brillantes vehículos de evasión, carga de contenido político su nueva película, la cual está además tomada desde una perspectiva femenina (otra novedad en su filmografía). El texto, escrito a cuatro manos junto a Krysty Wilson-Cairns, adopta gestos y actitudes de popes modernos del cine de género como Jordan Peele, al servirse de los espíritus invocados para arremeter contra los demonios de nuestra sociedad. Los de antes y los de ahora. Estamos, pues, muy cerca de la reinterpretación que Leigh Whannell hizo de El hombre invisible. El terror pasa pues por el miedo a ser la única persona capaz de detectar un mal que los otros han decidido invisibilizar. A ser tildada de “loca” por ver “fantasmas” donde no los hay (cuando en realidad, y por desgracia, sí que están allí). A nivel visual, El misterio de Soho se apoya constantemente en juegos de espejos, en imágenes reflejadas por cristales siempre a punto de resquebrajarse. La dupla Wright & Wilson-Cairns nos habla sobre cómo el proyectarse en temas identitarios puede ser visto por los demás como un signo de debilidad. Como esa brecha por la que alimentar deseos… y convertirlos en retorcidos instrumentos de control y sumisión. Así caen los ángeles; así es cómo -en plena era #MeToo- El misterio de Soho toma la osada decisión de querer indagar en la retórica de “víctimas y verdugos”, porque a lo mejor ahí también hay fisuras. Un gesto de inusitada valentía correspondido, para mayor placer, con una igualmente remarcable demostración de equilibrio. Entre tantas idas y venidas, Edgar Wright conquista el mérito de nunca perder el norte, pues siempre tiene claro cuáles son los auténticos monstruos de esta historia.
El brillante director de Buscando el crimen, Tres son multitud, Los excéntricos Tenenbaum, Vida acuática, Viaje a Darjeeling, El fantástico señor Fox, Moonrise Kingdom: Un reino bajo la Luna, Gran Hotel Budapest e Isla de perros filmó esta oda -y réquiem- a la edad de oro del periodismo con un multiestelar elenco, que incluye- a Benicio Del Toro, Adrien Brody, Tilda Swinton, Léa Seydoux, Frances McDormand, Timothée Chalamet, Jeffrey Wright, Mathieu Amalric, Bill Murray, Owen Wilson, Christoph Waltz, Edward Norton, Jason Schwartzman, Liev Schreiber, Elisabeth Moss, Willem Dafoe, Saoirse Ronan, Cécile de France, Jason Schwartzman, Henry Winkler y Bob Balaban. En un mundo mejor que el nuestro existe una redacción donde el periodismo se confunde con otros excitantes oficios; una publicación que es más bien una utopía. Se trata de The French Dispatch of the Liberty, Kansas Evening Sun, de nombre tan rimbombante como refinada es cada una de sus creaciones. ¿Es una revista o es una pieza de orfebrería? Son ambas cosas, como sucede, de hecho, con las películas de Wes Anderson, autor asentado desde hará ya más de dos décadas en un impresionante estado de pleno control de sus aptitudes artísticas. La crónica francesa es la enésima confirmación de ello. El punto de partida de esta nueva aventura es, de hecho, su punto final, y tiene sentido porque lo que aquí cobra vida (a saber, una cariñosamente caricaturesca representación de esa “edad de oro del periodismo”) es algo que ahora mismo apenas sobrevive como el mito de un pasado mejor. La nostalgia de esos cuentos romantizados de la infancia vuelve a lucir como uno de los principales motores en este sofisticadísimo aparato. Titular: “Muerte de un editor”. Entradilla: “Fallece el alma mater de The French Dispatch, la revista confirma su cierre”. Se acabó lo que se daba, como en la vida real, solo que en esta irresistible fantasía se concede a los artistas aquello que todo gran profesional se merecería: una despedida digna, por todo lo alto. Esta película es la versión fílmica de ese último gran número; esa traca final que debe permanecer para siempre en la memoria del lector/espectador. Y, en efecto, la película se comporta como un espectáculo pirotécnico. Si parpadeas, te lo perderás. No se puede concretar el qué, pero algo será, seguro: un gag visual, una referencia cultural, una filigrana con los subtítulos, un chiste dialogado, un gesto arrebatador, una pirueta con el lenguaje cinematográfico nunca antes vista… algo. Este ritmo y esta inventiva, igualmente demenciales, podrían ser agobiantes, pero no, en realidad no hacen más que animar a lanzarse sucesivos visionados para descubrir en ellos estos secretos que han pasado inadvertidos en el primer contacto. Wes Anderson vuelve a erigirse en súper-dotado maestro de ceremonias para un espectáculo que entiende la artificiosidad cinematográfica como gran construcción capaz de hermanar todos los territorios y disciplinas que en ella residen. Es el carácter total del séptimo arte: en varios momentos no sabemos si esto es palabra escrita o filmada; si estamos en la Francia de principios del siglo XX o en los atemporales campos de maíz de Estados Unidos. En realidad, es todo a la vez, porque todo cabe en las casas de muñeca de Wes Anderson y, cuando parece que no, se abre un compartimiento secreto y de él sale un nuevo personaje, una nueva situación, un nuevo universo. Todo se transforma en cuestión de décimas de segundo: puertas, paredes y escenarios correderos se combinan con virtuosos travellings laterales: como en la línea de montaje de un producto que parece que solo pueda existir en un sueño. Y es exactamente así. En esta factoría de fantasía cada trabajador aporta su precioso grano de arena. La frase empieza con una voz y termina con otra. Del mismo modo, la publicación no se termina hasta que todos no hayan entregado su pieza asignada: una guía de viajes, un ensayo artístico, una crónica política, una crítica gastronómica, un obituario. Y ya está, a la rotativa. Esto es un juego en equipo y cuando cada pieza está afinada (Wes Anderson, por supuesto, pero también las exquisitas partituras de Alexandre Desplat y esa fotografía de Robert D. Yeoman en la que primer y segundo plano comparten la misma nitidez) el resultado final es, literalmente, para enmarcar. En un momento, ya hacia el final del tercer acto, irrumpe una escena de animación y la verdad es que la ruptura con respecto a lo que hemos visto hasta ahora es mínima. Porque el cine (en imagen real) de Wes Anderson se construye a partir de miles de imágenes hechas empezando de cero: un lienzo un blanco que, de repente, aparece cargado con mil detalles; con mil simetrías. Un festín desbordante, un escándalo. La crónica francesa derrocha amor en cada uno de sus fotogramas, tanto como el trabajo, dedicación y arte que encierran las páginas (a color y en blanco y negro) de la mejor revista del mundo. Si en Gran Hotel Budapest Wes Anderson reivindicaba el peso autoral que el narrador puede tener en cualquier historia, aquí se ríe de la supuesta “neutralidad periodística” para preguntarse sobre si es el reportero el que moldea a la noticia o si es esta la que condiciona el relato resultante. Sea como fuere, vuelve a quedar claro que este alucinante y muy sibarita juego con las formas no se conforma con quedarse en lo superficial. Porque La crónica francesa es efectivamente aparatosa (en el mejor de los sentidos), pero -por encima de esto- es agradecida (y mucho) con el factor humano que se manifiesta en cada uno de sus trucos. Es el corazón de la artesanía el que hacía vibrar al mejor equipo del mundo.
Era una de las películas más esperadas de los últimos tiempos por el prestigio de su director, por el megapresupuesto, por la amplitud del elenco galáctico (Timothée Chalamet, Rebecca Ferguson, Oscar Isaac, Josh Brolin, Stellan Skarsgård, Dave Bautista, Zendaya, Charlotte Rampling, Jason Momoa, Javier Bardem y siguen las firmas), pero sobre todo porque la obra homónima de culto de Frank Herbert tiene millones de fans y ha seducido (y complicado) a otros cineastas como Alejandro Jodorowsky y David Lynch. El resultado, sin ser del todo decepcionante (el esplendor visual es innegable), abre unos cuantos interrogantes respecto del futuro de lo que está planteado como una saga. Esta historia es una especie de círculo que, por supuesto, empieza y termina en el mismo punto. Primero estamos en Venecia, en 2016, año de presentación en el Lido de La llegada / Arrival, arriesgada pero a la postre híper-aclamada incursión de Denis Villeneuve en los terrenos de la fantasía y la ciencia-ficción. Pues bien, resulta que en aquella edición de la Mostra, un periodista le pregunta al director canadiense sobre su relación con el cine y la literatura de género, a lo que él responde que por todo esto él siente un fuerte amor que nació, atención, con la lectura compulsiva de la obra de Frank Herbert. Allí es cuando declara públicamente, y por primera vez, que lleva tiempo soñando dirigir su propia adaptación de Duna. 4+1 años después, estamos en el mismo sitio, en el mismo festival, dando fe de que Villeneuve es uno de esos pocos, poquísimos afortunados. Un elegido, se podría decir, que a base de aciertos (sobre el papel nada fáciles de concretar) ha conquistado el favor de una industria que, según cuentan, ha puesto todos los medios a su disposición. ¿Para qué, exactamente? Pues ni más ni menos que para salir vivo de ese desierto que en su momento engulló a Alejandro Jodorowsky y que dejó malherido a David Lynch. Las dunas como mar de dudas; como trampa mortal a base de unas arenas movedizas que pueden hacer desaparecer a quienes las pisan, sin dejar el más mínimo indicio de que alguna vez estuvieran allí. Los sabe el pueblo de los Fremen, y también lo saben en la Casa Harkonnen y, a partir de ahora, también en el seno de la noble Casa Atreides. Su líder, el Duque Leto, ha recibido la orden directa del Emperador de instalarse en el planeta Arrakis y hacerse cargo de la fundamental recolecta de la “especia”, la sustancia más preciada del universo conocido, el combustible que alimenta a un imperio intergaláctico. Pero sucede, como con otras misiones, que hasta que no se llega al puesto de trabajo, no se descubre la verdadera naturaleza venenosa del encargo. En ocasiones, el paralelismo entre la trágica figura del patriarca del clan Atreides y el propio Denis Villeneuve, es flagrante. Al fin y al cabo, tanto uno como el otro deben responder, en última instancia, a los intereses superiores de una industria siempre sedienta, tan empeñada en el crecimiento infinito, que se entrega a la destructiva empresa de intentar hacer crecer, ad eternum, unos ingresos sin los cuales todo esto se colapsaría en cuestión de segundos. Y buena suerte con la pandemia mundial y, por supuesto, buena suerte con las inclemencias del desierto. Antes siquiera de que la pantalla nos muestre el logo de la major que corre con el riesgo de la inversión, la película asesta el que seguramente sea su único verdadero golpe de genio. Un sonido que no llega a voz inteligible, nos transmite un mensaje que necesita ser traducido con la ayuda de los subtítulos: “Los sueños son mensaje de las profundidades”. Pero, como decía, inmediatamente después se ve el sello de Warner Bros., y entonces se asesta el primer golpe. Esto no es Duna, sino más bien Duna, Parte 1. El equipo de la producción se apresura a explicar el movimiento. Resulta que el mundo creado por Frank Herbert es tan complejo, implica a tantos personajes, tiene tantas líneas argumentales y aborda tantas temáticas, que si de verdad quiere respetarse la esencia de la creación, esta debe dividirse. El objetivo, juran, es ganar tiempo. Solo que claro, venimos de El Hobbit, y de Harry Potter, y de Los juegos del hambre… de esos casos, todavía recientes, en los que las malas artes del gran capital intentaron duplicar los datos de recaudación, esa especia de la que nunca hay suficiente. Ahí está el problema, en que para jugar con las reglas del ahora tan afortunado relato episódico, deben darse argumentos para volver a pasar por taquilla, para seguir así disfrutando de los siguientes episodios. Y por mucho que Duna, Parte 1 sea una space opera que a la hora de levantar el telón no le tiemblan las piernas ante las gigantescas expectativas que ella misma ha creado, no menos cierto es que al final de la función quedan pocos motivos para atraernos hacia los siguientes capítulos que están por llegar. Y llegarán, se supone, si las cuentas cuadran. En tiempos de crisis mundial y de fuertes incertidumbres en los modelos de consumo cinematográfico la industria se repliega sobre sí misma y apuesta por lo de siempre. Es el conservadurismo y la cobardía del dinero: la táctica es no arriesgar, no fallar. Y efectivamente, Duna, Parte 1 no tropieza… ni destaca por nada en especial. Suficiente, al menos por ahora, para que la Warner pueda decir que acaba de poner los fundamentos para su propia Star Wars, Lo que pasa es que Duna, lo sabía Jodorowsky, es un material que debe marcar el camino a seguir, y que a lo mejor no tendría que ir a rebufo de los demás. Por todo esto, la experiencia debería servir por lo menos para abrir un debate sobre la conveniencia de seguir abonado a la fórmula del “too-big-to-fail” (el “demasiado grande para fracasar”), ese tótem al que cine y videojuegos adoran para encontrar otro filón de oro (y otro, y otro…). Y es que sobre el papel, Duna, Parte 1 lo tiene todo para dar la razón a las voces que la han querido describir como el proyecto fílmico más ambicioso de los últimos años. Un reparto actoral increíble, un equipo técnico y artístico de primerísima línea, una línea de crédito y una red de contactos ideales para dar respuesta a las necesidades de un director dotado, en racha y que, además, debería estar jugando en casa. Pero no, al final no. Las promesa de ahondar en el espíritu de los libros se resuelve siempre con pinceladas vistosas, pero a fin de cuentas poco sentidas. Paradójicamente, parece que no hay tiempo para detenerse en los detalles; para dotar al contexto de verdadera alma. La narración, permanentemente enfrascada en saltos inter-planetarios, contempla los posibles momentos de pausa como un mal a evitar: así no se puede conectar con unos personajes cuyo carisma radica exclusivamente en el -espectacular- actor que lo encarna, y no en su escritura. Tampoco se puede ahondar en ninguno de los grandes temas tratados, si acaso dar con un puñado de apuntes (poco más) cuyo valor se debe más a la escritura profética de Frank Herbert y no tanto a la interpretación de Denis Villeneuve. Del mismo modo, la (re)construcción de planetas y escenarios increíbles luce más en las ilustraciones conceptuales que se han usado a modo de promoción y no tanto en una película incapaz de hermanar todo esto de forma orgánica. Hay, en definitiva, más dudas incómodas que soluciones realmente convincentes. Un balance que a lo mejor da para llegar a la línea de meta de la primera etapa, pero que ofrece pocas esperanzas de cara a afrontar la(s) siguiente(s).
El mítico director de Alien, el octavo pasajero, Blade Runner, Thelma & Louise y Gladiador construye una notable película que de alguna manera cierra un círculo iniciado con su brillante ópera prima Los duelistas, a partir de un guion firmado por Nicole Holofcener, Ben Affleck y Matt Damon. Precisamente Damon y Affleck forman parte del elenco de este film de época que tuvo su estreno mundial en la reciente Mostra de Venecia. Las buenas y malas gentes de la ciudad se han reunido para presenciar el acontecimiento social del momento: un ritual que se daba por muerto, pero que ha resucitado para dirimir las diferencias insalvables entre dos hombres. En un campo de barro acotado por cuatro graderías, Jean de Carrouges y Jacques Le Gris van a batirse en un combate mortal. O sea, que cuando este termine, solo quedará uno con vida. Dramático encuentro que sirve como preludio para una función que se pregunta, durante las dos horas y media que están por venir, cómo demonios se ha llegado a este punto. El año de este in media res es 1386 y el lugar es París, una ciudad todavía en construcción. Y en el preciso instante en que escribo estas líneas, la carrera cinematográfica de Ridley Scott es una especie de círculo tan perfecto como el punto en que, ahora mismo, esta empieza y acaba. Cuarenta y cuatro años después de Los duelistas, su impresionante ópera prima en la que Keith Carradine y Harvey Keitel estaban condenados a ir cruzando sus respectivos caminos de manera violenta, llega El último duelo, drama histórico donde a Matt Damon y Adam Driver les sucede exactamente lo mismo. Instantes antes de que los dos jinetes hagan chocar sus lanzas, la película nos transporta unos años atrás, cuando lo que les unía no era ese rencor irreparable, sino una amistad que, por este entonces, parecía irrompible. Y ahora sí, avanzamos en el tiempo. Una escena nos lleva a la siguiente y, entre una y la otra, han pasado días, o semanas, o incluso años. Todo avanza a una velocidad demencial, hasta el punto en que se impone cierta sensación de descontrol. Pero son solo las apariencias, que como bien sabemos, engañan. De repente, se produce una situación de alta tensión y, cuando esta parece que va a estallar, saltamos otra vez en el tiempo. “¿Qué ha pasado aquí?”, tenemos que preguntarnos continuamente. Y para salir de dudas, no queda otra que atender al relato de quien dice haberlo visto todo. Jean de Carrouges y Jacques Le Gris se juran lealtad y, en un abrir y cerrar de ojos, se desean la muerte. “¿Por qué?”, volvemos a inquerir, y ahí estamos, una vez más, atendiendo a las explicaciones de otro personaje; de otro parche en una narración que, muy a propósito, ha decidido alejarse de la omnisciencia. El punto está en negar la existencia de una única (y por esto irrefutable) verdad. Hay muchas, más aún en los temas que llaman a la controversia. Aunque, claro, lo normal es que solo haya una que importe. Esta es la búsqueda que motiva los saltos, las idas y venidas en las que se mueve El último duelo. El grueso de la película está partido en tres episodios, cada uno de ellos dedicado a una de las piezas cuyo destino depende del resultado final de la contienda que ha servido de apertura. En un lado está Jean de Carrouges y en el otro Jacques Le Gris, ya lo sabemos… pero es que en medio está Marguerite de Carrouges, esposa del primero, quien jura que el segundo la ha violado. La verdad de lo acontecido va basculando, como lo hacía en Rashomon, de Akira Kurosawa, dependiendo quien esté en posesión de la narración; de un relato que se blande cual arma de doble filo. El último duelo es cine de repeticiones y variaciones; de esos detalles que vienen cargados por el mismísimo Diablo. Como si de un juicio se tratara (como de hecho está planteada la novela homónima de Eric Jager, adaptada aquí a partir de un guion escrito por Matt Damon, Ben Affleck y Nicole Holofcener), se nos invita a inspeccionar detalladamente los indicios, las evidencias y, por supuesto, los testimonios. Las escenas que marcan los puntos de inflexión en este drama son revisitadas, esto sí, en cada ocasión desde un punto de vista distinto. Desde una perspectiva que condiciona todo lo que vemos y oímos. Importa quién habla, por supuesto, y por esto es de suma importancia escuchar a todo el mundo. Incluso a aquellas personas a las que se quiere privar de voz propia. Especialmente a las personas a las que se quiere privar de voz propia. Moviéndose en las arenas de ese cine de época que pide épica, Ridley Scott toma la sabia decisión de dejar la espectacularidad para ocasiones más adecuadas. El último duelo es una película que se apoya principalmente en el texto y el elenco actoral, pero también en una puesta en escena que sabe que los choques más memorables se deciden en las distancias cortas. Cine de interiores y tomas cercanass; allí donde la esfera íntima puede convertirse en la peor de las cárceles. Uno de los pocos planos generales que vemos, nos descubre una catedral de Notre-Dame con su esqueleto todavía al descubierto. Y, efectivamente, la acción transcurre durante el levantamiento y consolidación de los fundamentos de ese templo para unos… y prisión para otras: la sociedad (y la retórica) patriarcal. Allí donde no hay amor, solo el honor -mancillable- de los machos, de los dueños de todo esto: un castillo, unos campos de cultivo, un ejército, una mujer. Ahí, entre tanto escombro (moral) se levanta la figura de Marguerite, encarnada por Jodie Comer. La que más importa. La única que importa. Acompañándola está un director que, a sus 83 años de edad, se reencuentra con su versión más magistral. Bestial solo cuando quiere herir al que hiere; atento y contenido el resto del tiempo, para que los actos retratados se expliquen ellos solos. Porque maestro es quien sabe escuchar; quien deja hablar.
Esta historia empieza como otras muchas: con la sal de las lágrimas. Un chico le propone quedar a una chica y, cuando finalmente coinciden, no hay manera de que sus miradas se encuentren. Los ojos de ella buscan incesantemente los de él, pero es en vano: les separa una barrera que no puede ser franqueada. Aquello que les unía ha muerto, aunque el personaje femenino aún no lo sabe. Ella formula preguntas inquietas que chocan contra un silencio evasivo, y lo que en un principio son ruegos desesperados, al poco adquieren el tono de amenazas más funestas. Y claro, solo queda llorar. En la secuencia que sirve de prólogo de Undine, el personaje interpretado por Jacob Matschenz deja plantado al de Paula Beer. La ruptura se articula a través de un clásico juego de plano y contraplano. Tomas cercanas y cortas que resaltan el conflicto y la soledad de ambos, y que inciden en una esfera íntima que en ese momento se asoma al abismo. Al final, la cámara queda fija sobre el rostro desolado de ella… y, de repente, el agua salada empieza a brotar de uno de sus ojos, mientras sobre la pantalla desfilan los títulos de crédito. Sobre el papel, hemos asistido a una ruptura romántica. Sin embargo, bajo la superficie de las imágenes, quizá late algo más. Y es en ese “quizá” donde respira el verdadero encanto del nuevo trabajo de Christian Petzold, cuyo título se enraíza en el imaginario fantástico germano-renacentista. Undine no es solo el nombre de pila del personaje interpretado por Beer, sino que el término alude también a unos seres mágicos vinculados al agua, unas criaturas que inspiraron el conocido cuento de hadas de La sirenita, de Hans Christian Andersen, sobre una joven surgida del mar dispuesta a sacrificarlo todo por el amor de un chico que vive en tierra firme. Desde sus primeros compases, Undine se impregna de una sensación de extrañeza que, en vez de emborronar la historia de fondo, la eleva más allá de su premisa narrativa. No en vano, el amor es esa fuerza que opera con una lógica y con unos medios que a veces solo pueden catalogarse como pura fantasía. De repente, entra en escena, o mejor dicho, emerge la poderosa presencia de Rogowski, mientras Beer sigue deshidratándose por los ojos: lo suyo es una sangría, un mar de lágrimas. Un goteo que se ve interrumpido por una voz que al principio parece salir de las profundidades marinas, pero que poco después se transforma en un susurro cercano. Undine bombardea al espectador con una avalancha de hipnóticos estímulos sensoriales, hasta un punto en que incluso el punto de vista parece difuminarse: uno no sabe si está contemplando la acción desde la distancia –a través de la mirada característicamente gélida de Petzold– o desde el interior del corazón roto de Undine. Ahí dentro, todo llega amplificado o amortiguado, siempre distorsionado. La nebulosa audiovisual desconcierta y aturde como ese flechazo para el que no vale ningún aviso previo. Es quizá, y solo “quizá”, la magia del amor. La energía casi telúrica de la película convierte su visionado en una experiencia imprevisible. Cuando el espectador se acostumbra a su narración elíptica, Undine decide dilatar el tiempo. Cuando parece que Petzold se aboca al frenesí narrativo, el film se detiene a observar un encuentro aparentemente banal (el guion, en este sentido, es una calculadísima pieza de ingeniería en la que ninguna palabra debió escribirse al azar). Bajo las formas más reconocibles del melodrama, Undine navega sobre un misterio que se resiste a ser sondeado. Vemos a personajes que se asustan al perder el control, y para protegerse se esmeran en perfeccionar el recitado de unos discursos que aluden a las transformaciones urbanísticas del entorno. Personajes que ansían gobernar un destino incontrolable. Es la tragedia de los enamorados, gente en tránsito que no puede dejar atrás las consecuencias de sus propios actos. Es también la magia de la interpretación personal (e intransferible) de las imágenes; la fuerza de un amor (romántico y cinéfilo) que empapa.