El hombre que pasa películas.
Una película no necesariamente se contagia del carácter pasional que se describe en su trama (y al que esta vez, para mayor énfasis, se alude en el título). El coleccionista de cine Alfredo Li Gotti, objeto excluyente de la película de Roberto Ángel Gómez, carga en sus espaldas una vida riquísima, llena de derivas, intereses repentinos y en ocasiones inexplicables. Por momentos, su mentada pasión cinéfila parece tener menos que ver con el cine propiamente dicho que con un fetichismo asociado al aspecto material de las proyecciones, la oscuridad de la sala, el olor de la cinta, el ruido del viejo proyector que recuerda la sensación de bienestar de un arrullo. El director reúne de modo bastante esquemático testimonios del propio retratado junto al de familiares, amigos y conocidos en busca de algo que todo el tiempo parece escapársele a la película, como si los límites de la pantalla no pudieran apresarlo y debiera conformarse con la cáscara.
Al mismo tiempo, la amabilidad extrema del retrato lo inhibe de reconocer cabalmente esas aristas sin resolver (la más importante de las cuales podría ser de qué modo alguien abraza una pasión específica y por qué) y produce una acumulación de escenas plácidas en las que el recuerdo se extiende blandamente, sin pliegue ni misterio aparente alguno. La admiración profunda del protagonista por Juan de Dios Filiberto (el célebre vecino músico al que escuchaba embelesado ensayar parado en la vereda de su casa), su paso fugaz por el mundo de la lírica y por los teatros de la calle Corrientes en la década del sesenta; el rostro de la niña que veía al asomarse durante su adolescencia por el contrafrente del edificio y a la que dedicaba sentidas canzonettas a voz en cuello, todo ello es parte del feliz anecdotario que la película desgrana sin jerarquizar y bajo cuyo tono de levedad acaso se esconde una gracia secreta: Alfredo Li Gotti. Una pasión cinéfila, en realidad, con su ostensible falta de sistema y de vocación totalizadora, parece establecer la pasión como el arma con la que se exorcizan los horrores de una vida que de otro modo se quedaría encallada en la rutina y la insatisfacción. Una frase dicha al pasar por el bueno de Li Gotti, que trabajó durante treinta años hasta el día de su jubilación en la empresa Segba –la antigua proveedora de electricidad del Estado- ejemplifica en parte su conciencia del peligro y la convicción para no dejarse atrapar por él: “Yo, una vez que salía de mi trabajo, era otra cosa”, asegura. Con su evidente sencillez y sus modales ligeros, exentos de toda solemnidad respecto del cine como expresión artística, la película de Gómez podría resumir sus intenciones en el fraternal encuentro con los espectadores que van a ver las películas que Li Gotti pasa en forma gratuita en el cineclub instalado con gran sacrificio en su propia casa: se trata de encontrar la oportunidad en la que la grisura de la vida diaria se vea interrumpida brevemente para dar paso a un modesto acontecimiento de un orden que también puede ser social.