La ejemplar historia de una leyenda para amantes del cine
En la calle, el hombre puede pasar inadvertido. Un abuelo como cualquier otro, de nariz firme, anteojos de marco grueso, nada fuera de lo común. Pero entre los viejos amantes del cine, entre los cineclubistas de veras, es toda una leyenda. Se llama Alfredo Li Gotti, es coleccionista y tiene su propia sala de cine, levantada ladrillo a ladrillo por él mismo junto a sus dos sufridos yernos. Y esa sala lleva el nombre de otra leyenda, su amigo Felix Giuliodori. La gente concurre gratis, cualquiera puede ir, a ver copias únicas, conseguidas de las más diversas formas. En tiempos donde se supone que «todo» puede bajarse por Internet, él sigue mostrando, cada tanto, piezas únicas. Y en tiempos anteriores, durante años proveyó conocimientos reales a los interesados. Gratis, para mayor gloria.
Roberto Ángel Gómez lo sigue y le hace contar su vida, desde aquel cumpleaños de 11, cuando un tío le regaló un proyector y así empezó a pasar dibujos en la cocina de un conventillo de la Boca, en adelante. De esa forma pasan por sus recuerdos Juan de Dios Filiberto, la noviecita de los 12, la de 1950 con quien se terminó casando y que todavía lo aguanta, el trabajo en Segba hasta jubilarse, las andanzas de cantante entre la lírica y el tango, las incursiones en el teatro de revistas, donde no siempre le pagaban, la amistad con Giuliodori, el entretenimiento familiar de sonorizarle diálogos a las películas mudas, con esposa, hijas y vecinos como improvisados intérpretes, las reuniones semanales con los amigos y el nieto, un muchacho que ya tiene el vicio, los viajes al Festival de Toronto, especialmente invitado para pasar los cortos de Gardel en buenas copias, y otras aventuras.
También agregan sus anécdotas y comentarios los parientes, el técnico que atiende sus proyectores, y, entre otros, sus colegas Enrique Bouchard, que lo introdujo en la materia y en las reuniones de la Asociación Argentina de Coleccionistas de Cine que se hacían en la Asociación de Cronistas Cinematográficos (viejos tiempos) y el más joven Fernando Peña, que amén de descripciones y explicaciones sobre el síndrome del vinagre que afecta a las copias y el síndrome de Li Gotti que afecta a las copias más amadas, lo pinta de cuerpo entero con una anécdota graciosa. Según esa historia, unas personas le llevaron una película, a ver qué era. Apenas Li Gotti empezó a proyectarla, les dijo «Señores, esto es Pepé le Mokó, de Julien Duvivier, 1937, con Jean Gabin, no hay otra copia en todo el país, y no sale de acá». Se la vendían, o se la vendían, pero no se la iba a perder. Nunca tuvo auto, pero llenó su casa de películas para compartir con los asistentes a su sala. Y ése es el detalle: nunca quiso una copia para él solo.
Por eso este documental no es sobre un coleccionista encerrado en su mundo, como podría pensarse, sino sobre un apasionado abierto a todo el mundo. Y que, como tantos otros hombres dignos de una película, en la calle pasa desapercibido.