Es celosa. Muy. Se le vino encima el paso del tiempo. Y su marido la dejó para irse con otra. El mal rato se le nota no sólo en la cara, también en su talante. Siempre ve el vaso vacío. Está despechada porque su esposo es feliz lejos de casa, cela a su hija porque le dedica todo el tiempo a la danza y al novio, cela a su colega del instituto y arma venganzas peligrosas para impedir que los demás disfruten. Anda suelta, aunque con ganas de alguien que la amarre. Es profesora de literatura y no tiene nada ni nadie en el horizonte. Una sola amiga y una vida sin tropiezos, pero repetida y solitaria. Nathalie (Karin Viard) es media insoportable y mete la pata seguido. Por algún lado siempre asoma la frustración. Una noche, su amiga y su esposo la invitan a cenar. Le van a presentar un señor. Linda comida. El hombre es más que presentable, pero la celosa no puede con su genio. Ve fantasmas por todos lados, es insegura, desconfiada y necesita que los demás tampoco la pasen bien.
¿Cómo acabará se pregunta el espectador? Como arrancó como una amable costumbrista, todo invita a pensar que después todo irá mejor. Al final, una viejita cariñosa que conoció en la piscina terminará siendo el ancla que le permitirá atracar en terrenos más tolerantes. ¿Por qué? Nathalie es rara hasta cuando mejora. La natación y las brazadas perdidas logran lo que la terapia y los afectos cercanos no pudieron.
Comedia urbana sin pretensiones ni vuelo, que primero quiere ser graciosa (y no hay caso) y que después, cuando se pone un poco seria, mejora algo. Tiene libro y realización de los hermanos David y Stéphane Foenkinos. Es llevadera, sencilla, con poca sustancia. Será la muerte curiosamente la que le devolverá el sentido de la vida y le permitirá recuperar afectos perdidos. Su hija se salvó raspando y su amiga piletera murió de golpe. Un funeral le traerá besos buscados. Desde que se quedó sin nada, Nathalie empezará a desear tener algo. ¿La soledad enseña? Seguirá sola, pero al menos allá lejos aparece una luz prometedora.