Mujeres al borde de un precipicio
Algunas chicas es por lo menos una película sorprendente. Aunque es sabido que eso se acostumbra a decir con demasiada facilidad, como un lugar común o un automatismo de ocasión. La primera escena muestra una chica que llora dormida; después la chica se levanta, también llorando, se acurruca en un sillón, envuelta en penumbras como un animalito herido: llora con un dolor que parece venir del sueño, o de algún lugar indefinido en lo profundo de la noche. Un crescendo de música de cuerdas suma a la angustia íntima de ese momento un carácter de drama universal de manera admirable, mientras la chica atraviesa enseguida la casa corriendo. Lo que sorprende desde el minuto uno en esta película singular es la convicción con la que las imágenes son capaces de evocar un cierto carácter inasible del mundo, un misterio ciertamente desconcertante cuyo eje podría ser la naturaleza indiscernible entre el día y la noche, o entre mundos que existen en líneas paralelas que aciertan a cruzarse caprichosamente, acaso animadas por el humor cambiante de un dios bromista que opera con malevolencia en el fuera de campo. Como si se tratara de una suerte de thriller con ribetes góticos, el director pulsa una cuerda poco transitada en el cine argentino reciente; el temblor de la película –esa corriente eléctrica que parece recorrerla con una contundencia para la que nada nos ha preparado– está forjado en una clase de ambición que parecía perdida: aquella en la que el cine es el vehículo mediante el cual somos invitados a ver atisbos de cosas que la mayor parte del tiempo permanecen ocultas; restos, fragmentos, partes, visiones incompletas de un diseño inabarcable. La sangre que se ve al final de la escena mencionada donde termina la corrida de la chica se destaca en la pantalla como una mancha maligna, llamada a devolvernos de un golpe a cierto estado de fragilidad insensata, en el que la vigilia puede no ser más que una continuidad perversa y apenas disimulada del sueño. En la secuencia siguiente, una mujer llega de madrugada a un pueblo de provincia y toma un remís debajo de una lluvia torrencial. El conductor del auto, interpretado por Edgardo Cozarinsky, le cuenta a la pasajera la historia del hallazgo de un cadáver. “Nos dimos cuenta de que ese bulto al costado del camino era un cuerpo humano al que le habían amputado las piernas” concluye, más o menos. La evidencia del carácter metafórico del personaje de Cozarinsky, que oficia de guía en el pasaje de ingreso a otro mundo, no impugna la belleza de la escena ni la fuerza inquietante que la anima. La recién llegada es una joven cirujana, que viene a la casa de su amiga de la infancia para pasar unos días en el campo con el fin de restañar una herida sentimental reciente. La dueña de casa tiene un marido opaco y una hija adolescente que acaba de protagonizar un intento de suicidio cortándose las muñecas. Un impulso inesperado une de inmediato a la médica y a la suicida fallida, y a ese vínculo inapresable se le suman las presencias de las dos amigas del pueblo de la chica, una misteriosa heredera que no sabe en qué gastar su dinero y esa niña perturbada que vimos en la escena con la que abre la película. La sangre, los cuerpos secretamente dañados y la idea de la muerte temprana tiñen la narración con un tono ominoso. A esta altura de la película se advierte que Algunas chicas se puede ver con los ojos, con los oídos y con todo el cuerpo. Cada centímetro de piel nos compromete con la película de un modo insólito, como si Palavecino se hubiera propuesto una cosa muy rara, muy fuera de lo que se usa en el cine que nos toca semanalmente: tensar los nervios del espectador apelando a su gusto atávico por los temblores que proporcionan las sombras, el miedo surgido en medio de nuestro estado de indefensión más completo. El director conduce el conjunto a través de una andanada de imágenes que no desdeñan un refinamiento inusual, menos preocupado por halagar la retina de los espectadores de modo espurio que por transportarlos hacia las profundidades de la angustia y la fuerza vital de los personajes. La película, que toma con toda la libertad del mundo la novela de Pavese Entre mujeres solas como fuente de inspiración –en un momento una de las chicas recita, extrañamente en portugués, uno de los poemas más famosos del autor italiano–, dispone ramalazos de horror en el espacio insondable de la casa durante la noche, con sus recovecos y sus dormitorios que parecen replicarse como en una pesadilla, y le agrega el tono melancólicamente luminoso de una historia de mujeres sin familia, sin ataduras, que juegan al límite de sus fuerzas, envueltas de modo creciente en una especie de halo brujeril. El grupo de chicas va a fiestas, toma drogas, se interna en el bosque con armas robadas al dueño de casa para disparar sin puntería; dos de ellas tienen sexo con un desconocido adentro de un auto. El director explota visualmente la inquietud de esa unión inexplicable mediante una cámara que flota, tiembla ligeramente, bucea en el paisaje nocturno o emerge a la luz del día con los primeros rayos resacosos, que se cuelan entre los árboles y van a derramarse sobre los cuerpos de las mujeres que se meten unas líneas de cocaína y se quitan la ropa para zambullirse en la pileta. Algunas chicas ostenta esa autoridad que surge de modo habitual en las películas de Palavecino, ese gusto para rodear un sentimiento de malestar intransferible con la mayor elegancia y sutileza posibles. En un solo gesto, el director argentino desafía nuestra percepción al exhibir los retazos de una amistad de vidas rotas como si se tratara de encontrar para los personajes un nuevo comienzo. La pregunta que se impone es de qué manera lo lograrían, y cuándo. La película es una historia de terror y también un melodrama elusivo de mujeres dañadas al borde del precipicio. Por añadidura, una invitación a palpar los trazos de una topografía paralela cuyos límites constituyen la garantía de un cine que funciona como testimonio inquietante y exploración sensible de lo que nos rodea.