La tercera película del director oriundo de Chacabuco es una de las películas más extrañas del cine vernáculo reciente y sin duda la más personal de su carrera
“En realidad uno siempre está en su casa. Aunque viaje, se meta en un convento, aunque intente matarse…” , dice el misterioso personaje de Germán Da Silva en Algunas chicas. A esa locución, responde el personaje de Cecilia Rainero: “Entonces vos decís que uno siempre está en casa”. Da Silva remata: “Sí, y por eso hay que irse”. En ese diálogo fundamental se cifra el nuevo film de Santiago Palavecino, una intrincada meditación sobre la insatisfacción (de clase) que insinúa ser cine de terror y mantiene sin embargo su indeterminación genérica para acentuar todavía más la incomodidad de su registro.
El argumento es el siguiente: una médica deja a su marido en Buenos Aires sin explicaciones y visita a una amiga que vive con su esposo y la hija de este (que adolece de una depresión) en algún pueblo de la provincia. Dadas las dimensiones de la casa y el mobiliario, se trata de personas pudientes. No se sabe muy bien qué hacen, pero está claro que la bonanza económica y la tranquilidad pueblerina no son suficientes para garantizarse un buen vivir. En el pueblo, además, hay otras chicas; una de ellas es media bruja y amiga de la hija de la pareja, la otra, más grande, amiga de los padres y dispuesta a pasarla bien del modo que se pueda.
El malestar es ubicuo y se enuncia más en la conducta que en los diálogos. Tener sexo, tomar drogas, practicar tiro forman parte del ejercicio de evasión que se requiere para que la constatación del vacío cotidiano no se imponga. La vida de los pueblos revela aun más la inconsistencia de lo real, o la contingencia del sentido y gratuidad de cualquier acto humano. A esa irritante evidencia se le suma una sensibilidad onírica cercana a la pesadilla. Desde la hermosa secuencia inicial musicalizada con la Quinta sinfonía de Mahler, el relato se inscribe en dos lógicas para organizar su desarrollo: los sueños y la vigilia se entrecruzan, y la pesadilla es permanente. En esto, el ojo mágico de Fernando Lockett, el gran director de fotografía argentino de su generación, es una extensión física perfecta para los deseos de extrañamiento del director; sin él, el film es imposible.
Hay varias secuencias notables en Algunas chicas. Una tiene lugar en el final: las protagonistas van de un lado al otro alrededor de un pasillo y de una piscina en un complejo que parece abandonado. Los movimientos de los personajes y la precisión del registro y el montaje son tan ostensibles como también el inconveniente con el que a menudo chocan las imágenes: cierta saturación de los efectos sonoros que no se ajusta a la verificable sofisticación visual del film. El equilibrio entre sonido e imagen en una película de esta naturaleza exige una peculiar atención entre esas dos variables estructurales de cualquier film.
El origen literario del film, la novela Entre mujeres solas, del gran Cesare Pavese, resulta una inspiración legítima pero amablemente traicionada por Palavecino, pues la película es tan autónoma y distinta a ese libro como la primera versión cinematográfica a cargo de Michelangelo Antonioni. En ninguno de los dos casos se trata de una ilustración en imágenes.
Con su tercer film, Palavecino se afirma como un director dispuesto al riesgo y a la inevitable incomprensión que conlleva tomar caminos poco transitados. Algunas chicas es del tipo de películas que necesitan del desprejuicio. Solamente así se puede entrever la consistencia de su poética y usufructuar los placeres cinematográficos que pone a disposición del público.