Luego de un impasse autoimpuesto, y con una demora de varios años, llega a las carteleras porteñas “Algunas Chicas” (Argentina, 2013), tercer largometraje del realizador Santiago Palavecino, figura clave del cine independiente argentino.
La película bucea en diferentes géneros y estilos para construir una sugerente, hipnótica y enigmática película, que dispara múltiples significantes ya desde su primera escena, que serán apreciados por aquellos espectadores que gustan de las películas en las que nada está predeterminado ni establecido.
En el arranque vemos a una joven en medio de la noche. La misma asume el rol de un espectro quejoso y camina por una vivienda y luego por el parque de la misma sin saber certeramente el porqué de su comportamiento errático.
Esa es la primera chica (Ailin Salas), de las muchas que irán apareciendo a lo largo de la narración, la que, con una estructura disruptiva, va sugiriendo a partir de la incorporación de otros personajes, situaciones que podrían configurar un contexto para que los mismos circulen, pero que en realidad, y en el fondo, nunca sabremos a qué plano pertenecen.
Lo onírico, presente todo el tiempo en “Algunas Chicas”, es favorecido en el relato a partir de las escenas nocturnas en las que las pesadillas recurrentes de una joven llamada Paula, hija de una mujer llamada Celina, recién llegada al lugar en donde todo acontece, serán sólo la excusa para recomponer el infierno que amenaza a Celina, disparado de su situación particular de recién separada y fugada de su casa.
Así, mientras Celina intenta obtener respuestas sobre su hija y las amigas de ésta, se meterá de lleno en las rutinas a las que las jóvenes están acostumbradas, un errabundeo por los campos, las viviendas abandonadas, y la visita a un misterioso ser (uno de los pocos hombres que componen el universo del filme) que las llena de alcohol, comida y drogas, para que las mujeres continúen su derrotero sin encontrar un rumbo claro.
Esteban, la pareja de Celina, es otra de las figuras masculinas, y la misma es evocada por comentarios verbales, mensajes en contestadores automáticos o en una escena hacia el final en la que asume el rol de participante secundario del “sueño” en el que su mujer se ve inmersa.
La reiteración de algunas situaciones, como así también la inevitable y necesaria duplicación de escenas (las del taxi manejado por Edgardo Cozarinsky son esenciales en este punto), producen la inevitable y orgánica confusión generalizada inherente a la estructura de “Algunas Chicas”, una desorientación que se percibe durante todo el largometraje, y que son la clave del disfrute de la historia.
La lograda puesta en escena y una cuidada fotografía de Fernando Lockett, son las que realzan la calidad del producto, la que, más allá de las experimentaciones que Palavecino implementa con retroproyecciones en algunos cuadros y la artificialidad de cada uno de los viajes en automóvil de los intérpretes, también configuran el universo particular que imaginó para sus “chicas”.
En la búsqueda de una expresividad que pueda reflejar de una manera más fuerte la intención de jugar con los géneros, es en donde este filme, más allá de lagunas, y situaciones inconclusas, se pueda apreciar la intención general de “Algunas Chicas”.