Imágenes de una vida no tan feliz
Sin golpes bajos ni lugares comunes, el film de Brizé está lleno de matices y se involucra en un drama familiar. Una historia que muestra que el cine no sólo es para sonreír.
El rostro apesadumbrado de Alain (Vincent Lindon) no necesita de explicaciones ni subrayados. El casi cincuentón sale de la cárcel luego de cumplir una condena por tráfico de droga y vuelve al rebaño edípico, al hogar donde lo espera su madre (Heléne Vincent), también una mujer de pocas palabras. La reinserción social y personal no será fácil, acaso un trabajo ocasional o tal vez la presencia de una bella mujer (Emmanuelle Seigner) neutralicen la tristeza y desolación de Alain. Un par de vecinos agradables y alguna sonrisa furtiva contrastan con los muchos silencios de la relación madre-hijo, conflictiva, a punto de estallar. Pero, por si fuera poco frente a semejante contexto familiar, se sumará un drama, una agonía inmediata y una resolución a tomar entre la madre hiperprotectora y el hijo frustrado y meditabundo.
Con pocos elementos dramáticos –una relación tensionante que se aproxima a la catarsis– y un paisaje bucólico que pretende disimular la gravedad de la historia, el cineasta francés Stéphane Brizé construye una película repleta de matices y de pequeños intersticios familiares que jamás apuntan al golpe bajo y a los lugares comunes de este clase de relatos.
Los últimos veinte minutos de Algunas horas en primavera (irónico título) son de una tristeza atroz en referencia a la cercanía de la muerte y a las decisiones límites que madre e hijo deben tomar para aliviar el sufrimiento.
En ese sentido, el film conforma un combo perfecto con la terminal Amour de Michael Haneke, comprobando que el buen cine no sólo es aquel que cuenta historias felices con gente que sonríe cada cinco minutos. El cine, en efecto, también merece un melancólico e incómodo relato como el de Algunos días en primavera.