Otro ladrillo en la pared
El director de Une affaire d’amour vuelve a cultivar el realismo intimista, ahora con la historia de un ex convicto que, en una Francia en crisis, intenta rehacer su vida, para lo cual antes tiene que saldar algunas cuentas pendientes con su madre.
Con cuatro largometrajes en su haber, lo de Stéphane Brizé (Rennes, 1966) es, notoriamente, cine de cámara, vertiente que el arrollador avance de los “tanques” cinematográficos amenaza con extinguir de acá a poco tiempo. La película previa de este cineasta bretón, que en Buenos Aires se conoció como Une affaire d’amour, narraba una love story dolida, al borde mismo del melodrama, entre un albañil casado y la maestra de su hijo. Marcada por un realismo al que el realizador evidentemente es afecto, Une affaire d’amour (Mademoiselle Chambon, en el original) destilaba la clase de verdad –humana, social, cinematográfica– que el cine parece cada vez menos en condiciones de captar. Algunas horas de primavera renueva la apuesta por lo que podría llamarse “realismo intimista” o “realismo de cámara”, focalizando sobre el clásico conflicto del condenado que intenta rehacer su vida tras salir de prisión.
Uno de los contados actores franceses con el physique du rol adecuado, después de haber derribado paredes a mazazos en el film anterior, Vincent Lindon (conocido sobre todo por Vendredi soir, de Claire Denis) es ahora un camionero al que un desliz fronterizo llevó a la cárcel. Un año y medio después, a Alain Evrard le devuelven hasta el encendedor que tenía encima cuando lo metieron en prisión. Pero lo que tiene que recuperar es más que eso. En lo suyo nadie quiere contratarlo, las opciones de empleo no abundan en una Francia en crisis y mientras tanto no le queda más remedio que vivir en lo de su madre. Que no se la hace fácil. Hay un espeso mar de fondo entre ambos, producto de una relación que no parece haber sido nunca amable. Atada a sus manías, a la señora Evrard no le hace ninguna gracia tener que compartir su casa con un extraño. Y trata a su hijo como tal. Alain, a su vez, no le perdona que en un año y medio haya ido a visitarlo sólo un par de miserables veces.
Cuando mamá se ponga demasiado rezongona, este hombrón puro músculo, encapsulado en un silencio como de olla a presión, estallará. Por más que la señora tenga un melanoma y el pronóstico médico no sea particularmente esperanzador. Algunas horas de primavera confirma la preferencia de Brizé por personajes amurallados, tal como Une affaire d’amour y la previa –aquí inédita– Je ne suis pas là pour être aimé dejaban ver. No sólo los personajes masculinos: aquí, madre e hijo se parecen mucho. A Alain se lo ve tan poco afecto a las palabras como el albañil y el escribano de las películas previas. No habla ni siquiera cuando se afloja. Lo que lo afloja vuelve a ser, como en el film anterior, una mujer a la que conoce casualmente. Lo de Emanuelle Seigner roza el asombro: próxima a los 50, morocha aquí, Mme. Polanski parece clavada en los 30. Sin haber tenido que pasar, por cierto, por ningún quirófano. No al menos desde que debutó en cine, hace unos treinta años.
De tono tan parco y reconcentrado como los propios personajes, Algunas horas... no es la clase de cuento de hadas en los que el amor convierte al ogro en príncipe. Por muy a gusto que se sienta con la chica a la que conoció en un bowling, por muy ideal que ella parezca (es linda, sexy y macanuda), a Alain no se le hace fácil derribar la muralla que construyó pacientemente. Brizé sabe dirigir actores, y sabe elegirlos. Veterana de mil batallas del cine y el teatro franceses, recordada por su papel de madre impecablemente católica de La vida es un río tranquilo, Hélène Vincent luce inmejorable para el papel de Mme. Evrard. Pequeña, seca, enjuta, tratando con frialdad hasta a la belleza de su boxer blanca y negra, es perfectamente concebible que la señora Evrard tome una decisión como la que bastante tiempo atrás tomó. Tan concebible como que la haya tenido todo este tiempo guardada bajo siete llaves. A lo definitivo, a lo que no tiene remedio, Algunas horas de primavera contrapone, tal como el título indica, lo pasajero y circunstancial, lo que no necesariamente tiene que ser para siempre.