El tiempo y los despertadores
Esta película de Stéphane Brizé está a punto de correr una suerte a la vez extraña e injusta. Con poquísima difusión –incluso desde la crítica– ya se hunde, con todos sus méritos y aún en cartelera, bajo la rápida y brutal emergencia de los nuevos estrenos semanales. Lo cierto es que nada en ella lo justifica: Algunas horas de primavera compensa con precisión e intensidad lo desvaído de su título, y además siembra en este la primera señal de su mayor logro, que se ubica en la enorme conciencia con la que registra el tiempo.
La historia parte desde la salida de Alain (Vincent Lindon) de la cárcel y el regreso a la casa de su madre Ivette (Hélène Vincent), con la que siempre ha tenido una mala relación. El film de Brizé es, entonces, la casa en tensión, las paredes y puertas como muros, el abandono del hogar como mayor herida. Pero, a la vez, Ivette está pensando en contratar un programa de suicidio asistido que le permita morirse cuando quiera y no cuando su cáncer lo decida. Entonces es cuando Algunas horas de primavera toma esa relación con el tiempo y la destina, antes que a la disposición de suficientes golpes bajos, hacia el registro de las horas de negación, hacia la increíble resistencia a reconciliarse incluso ante la posibilidad de saber la hora de la muerte del ser querido. Así, gran parte de la película transcurre en planos largos de almuerzos, charlas triviales, discusiones o silencios. En ese sentido, la laxitud del tiempo que atraviesa los planos en el film de Brizé tal vez sea más angustiante que esas horas de amor y de silencio cómplice que preceden a la muerte en Madre e hijo de Sokurov. Por eso mismo es que los personajes de Algunas horas de primavera aceptan cronometrar la llegada de la muerte: sólo la posibilidad real de un fin seguro y próximo es capaz de acercarlos.
Sin embargo y a pesar de la carga de sus protagonistas, la de Brizé no es una película que aproveche tanto el drama y lo relacionado a la muerte como sí la cotidianeidad y, dentro de ésta, el humor. Las apariciones del humor son mayormente obra de Callie, la perra bóxer que convive con Alain e Ivette, y que podría decirse que no sólo comparte vivienda sino también protagonismo. Pero, además, la omnipresencia de Callie en los planos y los diálogos se complementa con su importancia en el vínculo entre Ivette y Alain. No existe mejor prueba de eso que la escena en la que, al ver que pasan los días y su hijo no vuelve, Ivette envenena a propósito a la perra, que luego de descomponerse logra traer a Alain de vuelta a casa. Al fin y al cabo, Callie no sólo representa el vínculo y el humor sino también una especie de alarma. No sólo porque duerme patas para arriba, tal como un insecto muerto, o porque casi se muere con el veneno para ratas que le da Ivette, sino porque además es el recordatorio de la plausibilidad de lo trágico en un momento en que Alain no parecía ser consciente de ello. Así es Algunas horas de primavera: una película acerca del conflicto con el tiempo y la inconsciencia de su paso que ofrece, acaso como esperanza, la magia de lo cotidiano y la posibilidad de que alguien, aunque sea un perro, nos despierte antes de que sea tarde.