La inesperada inteligencia y sensibilidad de películas como El diablo viste a la moda, Marley y yo y ¿Qué voy a hacer con mi marido? hicieron que el nombre de David Frankel empezara a resonar y también a unirse a una serie de imágenes. Sus protagonistas siempre algo ingenuos suelen tener un sueño envuelto en dudas; sueño que, luego de recorrer el mundo amplio y luminoso en el que habitan, pueden aún querer cumplir o no. Mi gran oportunidad no es la excepción: Paul Potts (James Corden) sueña con ser cantante de ópera, tiene dudas acerca de su talento y un mundo que se expande cuando se anima a avanzar. A diferencia de los films anteriores del director, sin embargo, la trama está basada en la historia real de Potts, un cantante de ópera amateur que ganó el programa de talentos Britain’s Got Talent en 2007. Así, Frankel se apropia de un personaje verídico que no sólo sorprende y conmueve por su voz sino también por sus vivencias en la infancia y la juventud, ambas repletas de sufrimiento por episodios de bullying, accidentes y operaciones. Pero lo que constituye un relato rico en drama y comicidad, con obstáculos tan empáticos como las inseguridades y tan simpáticos como las caídas, no conforma en sí una gran película. Sí una correcta, como la que hace Frankel en este caso, eligiendo ceñirse a su historia tanto como el personaje principal a su sueño. Y quizás eso es lo que no termine de convencer: Mi gran oportunidad es el registro lineal y unívoco de una sola ambición. La evidencia yace sobre todo en la falta de matices de Paul, que está lejos inspirar algo parecido a la ocasional vulnerabilidad de Miranda Priestley o el dejo de tristeza en la voz en off de John, el dueño de Marley. La mirada inocente es la herramienta y no un efecto posible como sí lo es, justamente, en Marley y yo, donde preferir la historia de un perro inquieto a la del hombre frustrado por el paso del tiempo también vale. En Mi gran oportunidad no hay, en suma, un más allá de las cosas: como en un programa de talentos, la profundidad permanece contenida en una historia personal y se aísla del entorno como de la chatura de un decorado televisivo.
En el documental de Sergio Wolf, la caída de un meteorito en la región conocida como Campo del cielo en Chaco resulta una especie de enigma inasible que a la vez funciona como un proyectil. El proyecto narrativo de El color que cayó del cielo se concibe desde el impacto hacia el futuro:más que orígenes y procedencias, lo que rige es el recorrido y sobre todo el destino de ese cuerpo celeste cuya historia comienza cuando cae en manos de los hombres. A partir de ese momento, Wolf persigue sólo –y en todo sentido– lo estrictamente terrenal; desde la búsqueda del meteorito en Campo del cielo, pasando por los hombres que desean apropiárselo, hasta la cotización de los diferentes ejemplares en el mercado. Por eso es que es una película de disputas, de negociaciones y también de preguntas constantes, no en cuanto a la naturaleza o el espacio sino más bien acerca de la ley, de la propiedad y del problema de adueñarse de algo que, como dicen los mismos personajes, sólo pertenece al lugar de donde vino. La trama, entonces, se teje a través de una superficie que incluye protagonistas por momentos caricaturescos y referencias al género policial o detectivesco, pero que a la vez no deja de mostrar –justamente por el ocultamiento– la presencia silenciosa y casi mágica del meteorito. Persiguiendo a los personajes, Wolf sale a buscar lugares, relatos, versiones y hasta precios. Pero esa aventura perimetral no llega a perderse sino que, al contrario, busca definir el estatuto de ese color que cayó del cielo y que ahora es un campo de fuerzas de deseo y de poder. Y es justamente eso lo que hace que la película sea, en sí misma, parte de esa red atravesada por la tensión que implica el tener que negociar, el encontrar un límite en el otro. Así, cuando se explica que el coleccionista Robert Haag no quiso ceder las imágenes del video en el que aparece registrado el cargamento en un camión del meteorito caído en Chaco, Wolf recolecta imágenes de otras filmaciones en las que se hace algo similar. El cine se vuelve parte del desafío, las imágenes negocian y se apropian de lo que desean mostrar. Hacia el final, la cámara vuelve al meteorito y se detiene en planos detalle de diferentes piezas, donde recorre sus matices y relieves brillantes. En cierto modo, ese registro es un nuevo intento por apropiarse de un enigma y entonces caer en el abismo de la sinécdoque, que nos acerca al espacio a través de esa única pieza, que nos deja soñar con eso que no conocemos y que también, y sobre todo aquí, lleva implícito un valor económico. Por eso es que El color que cayó del cielo es, antes o además de un documental sobre un meteorito caído en Chaco, una gran historia sobre la ambición y sobre el destino del hombre y de los objetos en la tierra.
Hay películas excelentes, otras que están lejos de serlo y también un tercer tipo al que, más allá de sus logros o falencias, uno se quiere llevar del cine en el bolsillo. Curiosamente,no todas las obras maestras son dignas de ese gesto íntimo y cercano pero, si es que ocurre, resulta una coincidencia más que feliz: algunos de nosotros lo sentimos con Jacques Tati o Ernst Lubitsch, grandes hacedores de películas bolsilleras. Asimismo, es probable que conservemos mucho de lo que vimos en la infancia, y que con Disney eso implica una extraña mezcla de felicidad y tristeza, además de enormes sustos. Maléfica, el nuevo éxito de Disney acerca de la malvada de La bella durmiente es, sin dudas,una de esas películas de bolsillo. Y el juego de palabras que no le queda tan mal: no hablamos de un film de los grandes, pero sí de esos a los que llevamos con nosotros, lo que es igualmente valioso si creemos que el mejor cine también es el que nos divierte, nos asusta y nos emociona. En otras palabras, Maléfica es una película con corazón. Y eso quiere decir que late, que está viva y que se vuelve fácilmente transportable, recordable, querible. Al fin y al cabo, latir es respirar por sí mismo, y eso es lo que hace que el film pueda superar, por ejemplo, su abundante uso de efectos especiales a través del vínculo vital y dinámico de sus personajes con el entorno. Así, sus paisajes son comparables en estilo y opulencia a los de Oz: el poderoso, también llena de efectos pero totalmente vacía del espíritu de Maléfica, cuyas tierras son lo que son porque alguna vez fueron sobrevoladas por su protagonista, tierras que ahora transita —en el sentido más pesado de la palabra— a pie. Pero la comparación con Oz: el poderoso puede ser aún más útil para describir cómo es un film que late, sobre todo si pensamos que ambas llevan el sello de Disney y que además tienen al mismo diseñador de producción, también director en este caso. Se ha dicho, por otro lado, que la película protagonizada por Angelina Jolie es una larga secuencia de primeros planos destinados a explotar su fotogenia. Lo más probable es que haya igual cantidad de planos de Oz: el poderoso en búsqueda de la belleza de Mila Kunis o Michelle Williams, y que Jolie esté mucho más cerca que aquellas de despertar simpatía con su personaje tanto como de ser ella misma la artífice de ese magnetismo que nos hace querer perseguir cada uno de sus gestos. Además, la protagonista no está ni cerca de ser lo único que provoca ser perseguido: al contrario de la película de Sam Raimi —a excepción, quizás, de la muñeca de porcelana— la mayoría de los personajes secundarios resultan aquí tan atractivos y entrañables como cualquiera de los principales. Así, las hadas o Diaval (Sam Riley), el cuervo, guían por sí mismos las pulsaciones del relato, que a partir de allí deja de ser una fábrica de efectos especiales para convertirse en una historia con criaturas únicas. Aun así, hay aspectos de la película que cualquiera definiría como fallidos, así como también podrían encontrarse múltiples segundos y oscuros significados, aspecto que parecen tener todas esos grandes clásicos de Disney a los que un día miramos con los ojos de cariño bien abiertos. Pero ocurre que el film aún posee sus imágenes poderosas, su humor tierno e inteligente y también la fuerza de su giro hacia el amor entre padres e hijos que, por cierto, se le critica con el mismo ímpetu con el que se le agradece a otras películas como Cuestión de tiempo. Por todo esto y un poco más, Maléfica sigue tan entre polémicas como dentro de memorias y bolsillos de pantalón.
Es casi imposible recordar alguna imagen de las últimas películas de Anahí Berneri sin que esa imagen emane bullicio, sonidos de cosas rotas y diálogos superpuestos. Como en Por tu culpa, el último film de la directora estrenado en 2010, Aire libre también es un mundo en donde la tensión, la agresividad y la angustia tienen consecuencias físicas en el espacio y en los cuerpos. En este caso, el conflicto se da entre Lucía (Celeste Cid) y Manuel (Leonardo Sbaraglia), una pareja en crisis que sin planearlo encuentra en una mudanza la oportunidad para distanciarse y repensar la relación. Cada escena es, entonces, una sucesión de roces o acercamientos siempre ruidosos, por momentos sutilmente agresivos y casi siempre involucrando algún tipo de violencia sobre algún objeto. Pero esa superpoblación sonora no sólo sirve a la ambientación de la crisis sino también al espíritu cíclico de Aire libre —espíritu presente, a su vez, en Por tu culpa— en que el conflicto no parece tener un fin próximo: en una de las escenas, por ejemplo, Lucía recorre con tristeza la casa ahora inundada y, cuando parece que ya no podría ser peor, una madera se cae del techo. La tarea de arreglar el hogar, como en el momento en que la protagonista saca plantas de la pileta —y aquí Berneri lo resalta haciendo un cambio de plano hacia uno general— parece constantemente interminable, enorme, abrumadora. El trabajo con los diálogos y las actuaciones termina por dar la fuerza necesaria a una película que explora con sensibilidad e inteligencia los rincones más oscuros de la crisis y que no fracasa en su huída del reposo y la liviandad, dos cosas que no le pertenecen a sus personajes ni a su mundo de objetos rotos.
Aunque nunca deje de ser un mérito el que una película pueda mantenernos en vilo desde el principio hasta el final, en el caso de El examen esa fuerza resulta paradójica. Por un lado, el film de Hazeldine tiene una gran potenciainmersiva, que se incrementa por la cercanía de sus planos que dejan ver el constante sudor en los rostros de sus personajes y por la claustrofobia de ese único espacio en el que se desarrolla la acción. Por otro lado, esa fuerza que atrae no deja entrever más que clichés y estereotipos que no se superan y que, por el contrario, conducen justo a eso que cuesta perdonarle a un thriller: la sospecha acerca de un posible desenlace. El escenario al que El examen nos quiere llevar es muy parecido al de El método, coproducción de España y Argentina estrenada en 2005 en la que un grupo de candidatos competían por un puesto importante en una empresa. Contrariamente a la película de Marcelo Piñeyro y de sus paredes más laxas y su movilidad y luminosidad aún presentes en el aislamiento, la cerrazón y la constante penumbra del film de Hazeldine preparan también un mundo más desesperado y envilecido y, sobre todo, con un abanico de posibilidades más amplio. Así, y si en El método el conflicto entre personajes llegaba a través de la vía —aún amable, en comparación— del soborno y el favor sexual, El examen salta rápidamente las barreras del racismo o la misoginia y llega a los golpes, la tortura e incluso al intento de homicidio. Pero el problema con el film de Hazeldine no radica tanto en el cariz de los hechos sino en la forma que a través de estos toman los personajes, y que deja a cada uno de ellos —menos al ganador, claro— a la deriva de la incoherencia, sino del lugar común. El caso más representativo es Brown (Jimi Mistry), el desafiante apostador que, después de las maniobras y de incluso torturar a otra de las postulantes para obtener información renuncia, sin más, al puesto. Así, y como si se despojara por completo a los protagonistas de su inteligencia y lógica iniciales, cada uno se hunde por sí mismo dejando cómodamente en pie a quien —ya lo sabemos—será el ganador del puesto (error que El método, aún con sus debilidades, no se permitió cometer). Pero la ingenuidad que deviene efecto de crueldad para con sus criaturas de El examen también tiene un equivalente en el registro. El CEO de la empresa, un hombre de estatura baja, encorvado y con anteojos, no contesta y se esconde detrás de otros cuando le hablan y lo interpelan. Luego, cuando otros dos personajes se refieren indirectamente a él, se lo pone en foco mientras él baja la cabeza o mira a otro lado. Un mecanismo similar se utilizaba en la primera aparición de la hermana de Mr. Darcy en Orgullo y prejuicio, una película en mil formas diferente al film de Hazeldine pero con un mismo y vago método para ilustrar cierto carácter: un personaje que se retrae y una cámara que lo busca y lo invade. Así, nuestra inmersión en El examen también es literal, al punto en que somos invitados a tocar al más huidizo de sus protagonistas. Una vez más, la ilusión de misterio es momentánea: antes que complejidad o contradicciones, los enormes rostros en pantalla sólo reflejan la estrategia que los encadena.
Superficies Intentar hablar de originalidad pura en relación al cine de hoy –o al arte en general- sería no sólo un sinsentido sino además un engaño. Pero parte del concepto de lo original viene del de origen, y origen es comienzo, nacer, levantarse, o elevarse desde una superficie. Entonces, el origen es también la tierra, el suelo o ese lugar donde los protagonistas de El sobreviviente atraviesan toda la película, desde las primeras imágenes de soldados siendo arrastrados por las olas hasta el último sobreviviente postrado y gravemente herido esperando por su rescate. Sin embargo, nada más lejos de lo naciente o de lo nuevo que el film de Peter Berg, que se erige sobre una base de fórmulas repetidas, acaso sin considerar que no es posible la completa originalidad pero sí un cierto reordenamiento de esa base, un volver a edificar ciertos rincones del gran mundo que constituye cada género. El contexto de la guerra entre Estados Unidos y Afganistán, Marcus Lutrell (Mark Wahlberg) y su equipo son enviados en una misión para capturar al líder talibán Ahmad Shah, pero varios hechos imprevistos complican a los cuatro hombres, que intentarán unirse y sobrevivir hasta el final. En el marco de ese hecho histórico específico, El sobreviviente echa mano de diversos clichés con los que no sólo delinea la estructura y los personajes, sus sueños y aspiraciones, sino también los diálogos o la música. En algún punto, es como si la película de Berg confiara en la automática verosimilitud del artificio y, curiosamente, eso es lo que constituye su mínima marca propia. El uso del montaje en las escenas de tiroteo, por ejemplo, torna dudoso el enfrentamiento entre los enemigos: la falta de referencias hace que los planos funcionen independientemente, tal como si los tiros fuesen a parar al vacío. Algo similar ocurre con la escena en la que los personajes caen por una pendiente y que Berg filma en cámara lenta, descomponiendo la caída en los diversos choques, dilatando la acción y aumentando los sonidos de quebraduras y golpes. A fuerza de no encontrar lo propio en los diálogos, la música o en los protagonistas y sus vínculos, la esencia de El sobreviviente se encuentra a sí misma en los tiros –debe ser uno de los films con más balas y, sobre todo, con más baleados– y en los golpes, como si el alma de la película pudiese aflorar desde heridas en la piel.
Antes que nada, la película de Stephen Frears puede definirse como un entramado de preguntas y desafíos. Pero no sólo en sí misma, sino también para sus espectadores. Uno de los retos tiene que ver con las expectativas: Philomena es la historia de un no-encuentro y, como consecuencia, es también y como antídoto una comedia, una road movie por necesidad (lo que importa es el viaje) y una historia de personajes o, más bien, de actitudes ante la vida. Pero incluso ante la posibilidad de tomar partido por alguna de esas actitudes, la película es cuidadosa al punto de evitar cualquier tipo de resolución, incluso si eso significa una simple comunión de ideas. Así, Philomena construye sobre un fondo de espectros y abstracciones un entramado de humor y drama cuyo sostén confía casi por completo a la personalidad de su protagonista, acaso también y por momentos ella misma indescifrable. La pregunta que persigue a Martin Sixsmith (Steve Coogan), el periodista que la acompaña, entonces, llega a resonar en toda la película: ¿cuál es y dónde está la historia de Philomena? Aun sabiendo, luego, que la historia está en muchas partes y sobre todo en la personalidad de esa mujer, o en las raíces, la familia, la fe y la religión, la película arrastra un vacío inconmovible. Siempre con el temor de no poder vencer con las dosis de comedia lo triste de su historia, Philomena es un film que expone sin riesgos y con disciplina los hechos en los que se inspira, acaso evadiendo al mismo tiempo la profundidad y la ligereza. Sabemos —y aceptamos— que el cine no siempre nos acaricia, pero también que jamás deja de ofrecer sus ojos para seguir buscando. Quizás esa certeza sea la que nos haga preguntarle tantas cosas a la última película de Frears.
Si hay algo extraño y curioso acerca de La mejor oferta es su parecido, por momentos, a una película de terror. El terror es, muchas veces, obra del instante; una especie de magia del segundo entre plano y plano en el que algún ser extraño alcanza a colarse. Algo así aparece aquí en algunos planos; como una premonición ante la fachada de la casa tras el enorme portón de hierro, o en la habitación vacía donde la voz de un autómata repite incesantemente la misma frase, o en el momento en que la mujer enferma gira para mostrar al fin su rostro. Sin embargo, esos pocos instantes resultan de un protagonismo ínfimo: la película de Tornatore, acaso un film donde la imagen y lo visto cobran importancia a mano de sus mismos personajes, se relaciona con sus propias imágenes de un modo a la vez pobre y embelesado. De hecho, y aun con el riesgo de caer en comparaciones injustas, podría decirse que si en su mítica Cinema Paradiso Tornatore era impulsado por el amor al cine, aquí es arrastrado por el fetichismo de la imagen. Así es que La mejor oferta resulta perfeccionista y por momentos hasta bellamente pictórica, pero también vacía de azar y de emoción. Pero quizás sea el revés de ese formalismo vacío lo que realmente llega a inquietar de la película. Cada encuadre y elemento en el cuadro está prolijamente dispuesto para dar lugar a diversas metáforas (la del autómata y su funcionamiento es la más frecuente; también aparece la de lo falso y lo original en el arte y en las personas). Entonces, todo se vuelve artilugio de unas pocas grandes ideas y la posible vitalidad de los personajes y de ese mundo de soledades encontradas poco a poco desaparece. La misma suerte corren los misterios y los pocos fantasmas que osan asomarse entre plano y plano: La mejor oferta sólo se somete a lo visible dentro de la belleza rígida y vacía de sus imágenes.
Junto a Una aventura extraordinaria, Capitan Phillips y Titanes del pacífico, Kon-tiki es uno de los pequeños grandes films marítimos del 2013. Pero entre las grandes películas de este año también hay películas grandes, no marítimas aunque sí oceánicas como Gravedad o Cloud Atlas, y todo lo enorme y ambicioso de estas últimas también aplica a Kon-Tiki. Así como Gravedad buscaba una cosmovisión literal en las órbitas del planeta, el film de los noruegos Joachim Rønning y Espen Sandberg tiene su breve paseo por el espacio: ese instante de desvío, casi sorprendente en su atrevimiento, es apenas la señal más visible de la grandeza de este film pequeño y a la vez felizmente oceánico. La idea de protagonismo en la película también está muy cerca de ese plano secuencia al espacio; bifurcación que no por nada sigue a la sensación de sus personajes de que podrían ser tan importantes como un pez o una gaviota. La sensación no es del todo errada: con el único objetivo de probar la teoría de que indígenas precolombinos peruanos pudieron haber llegado hasta la Polinesia, este grupo de hombres noruegos se propone en 1947 subir a una balsa y navegar a través del pacífico para comprobarlo. El autor de la teoría y líder en la aventura es el explorador Thor Heyerdahl, un serio y solitario personaje principal al que Kon-Tiki destaca no sin intentar huir de su magnetismo. Al revés que Jobs o Capitan Phillips, Thor arriesga la centralidad de su figura en cada plano y no sólo puede perderse entre los demás hombres sino también ceder ante el carisma de un cangrejo, un loro o un grupo de tiburones. Del enigma de las relaciones entre todos ellos se crean los obstáculos: los hombres están siempre al borde de la caída o envueltos en un halo de misterio por momentos próximo a lo fatídico, hecho que se desvanece cuando se arriesgan por el otro o cuando simplemente esbozan una sonrisa de confianza. La sorpresa, la tensión y el desvío funcionan como recursos narrativos y también como forma de mirar: el fuera de campo y, por qué no, el fuera de espacio, permiten a la película construir su cartografía de ilusiones, como chispas que se encienden primero en la historia y la política, luego en la figura de Thor y más tarde quizás en la religión, la amistad, la libertad o el amor. Por ese devenir cambiante de sus hechos, coordenadas y protagonistas es que nunca se sabe bien qué es eso que la película en realidad quiere contarnos. Sin lugar a dudas, mucho más de lo que significa recrear un suceso real y también algo más que la historia de vida de un visionario aventurero. Otra vez, el viraje hacia el espacio puede ser una pista: ¿por qué abandonar el curso de la balsa para ver al planeta desde afuera, si no para ensanchar el terreno de la ficción? Por eso es que, así como Gravedad se vuelve realmente épica en el descenso a la tierra, Kon-Tiki lo hace a partir de la operación contraria; en la elevación hasta el espacio, la película toma esa pequeña aventura en el mar y la enlaza con el curso del mundo. Así de enorme es la valentía de uno de los pequeños grandes estrenos de este año.
Si algo se evidencia ya en los primeros minutos de la película de Frédéric Beigbeder es la voluntad de adscribir cómodamente a muchos de los lugares comunes de la comedia romántica. Marc Marronier (Gaspard Proust), el protagonista, es un escritor frustrado que acaba de divorciarse. Entre rechazos de editoriales que le aconsejan que deje de escribir y la angustia por su separación, Marc conoce a Alice (Louise Bourgoin), una chica hermosísima, espontánea y misteriosa que resulta ser la novia de su primo. Marc es infantil y pasional, y por lo tanto arruinará un brindis de casamiento y también escribirá un libro sobre sus frustraciones amorosas que lleva el mismo título del film: El amor dura tres años. Sin embargo, la película no se toma demasiado en serio sus propios clichés y tampoco se preocupa por argumentar la tesis que le da nombre. Más bien y contra las expectativas, su energía está en forzar –por ejemplo, a través del protagonista que habla constantemente a cámara– pero no romper con el tono tanto inocente como mágico de muchas de las escenas. En ese sentido, es reveladora la omnipresencia de Piel de asno dentro de El amor dura tres años: el fascinante film de Jacques Demy basado en un cuento de hadas es apenas un poco más naive que la historia de Marc y Alice, amantes del siglo XXI que corren de la mano por París, se emborrachan y vomitan juntos y, claro, lloran con Piel de asno. Pero es por esa mezcla de ingenuidad, delirio y humor irónico que la película consigue despegar a la media hora para finalmente encontrar un ritmo, que además de ligereza le permite nutrirse muy bien de los personajes secundarios y de otros recursos como el flashback. Hacia el final, la última imagen resulta no menos sorprendente que la llegada del helicóptero en el que asistían el hada madrina y el rey al casamiento en las tierras medievales de Piel de asno: detrás de los amantes, que se besan apasionadamente a la orilla del mar, una ola se agiganta cada vez más. Pero el extraño arribo que en el film de Demy aparecía como un simpático anacronismo irrumpe en El amor dura tres años como metáfora, chiste, ironía; la amenaza de un tiempo futuro que viene a interponerse entre los amantes. Al fin y al cabo, el amor como apuesta inocente y casi ciega bajo la sombra de una gran ola.