Cuentas pendientes con mamá
El realizador francés Stéphane Brizé ya nos plantea desde el título una imprecisión temporal que obedece exclusivamente a lo efímero o fugaz que define esta relación entre madre e hijo y que forma parte del centro neurálgico de este seco pero contundente film de cámara, de tono intimista y despojado de todo sensacionalismo o sentimentalismo.
Si hay algo que prevalece en Algunas horas de primavera es sin duda la enorme distancia afectiva entre los protagonistas: Alain (Vincent Lindon) e Yvette (Hélène Vincent), hijo parco por naturaleza, cerca de los 50, que tras una estadía forzosa en prisión, luego de haber sido condenado por participar en contrabando de drogas al transportarlas en su camión, debe sin desearlo regresar al hogar maternal y así comenzar la lenta reinserción social en un país en plena crisis, mientras que su anciana progenitora encara el último tramo de su enfermedad terminal, aspecto que la lleva a decidir acabar con el sufrimiento en una clínica suiza donde se practica el suicidio asistido para casos como el suyo.
Poco importa la cárcel, la viudez, como las causas que llevaron a la distancia entre ambos porque si hay algo abolido en este relato es precisamente el pasado o los recuerdos felices y a la vez lo único consumado y tangible, además del férreo y mutuo destrato, es sencillamente el inevitable paso del tiempo.
Tiempo perdido para la reconciliación; tiempo perdido para dar vuelta la página y comenzar una vida diferente, donde las críticas maternales no empañen cualquier intento de cambio y en definitiva tiempo perdido para recuperar la salud y la palabra justa antes de la despedida.
Ligado a esa tensión irresuelta que desde el primer minuto hasta el último se contiene en una olla a presión tanto para el caso de Alain que no repara en reprochar a una madre enferma la falta y la convierte en culpable de su propio destino, así como de esa frágil anciana que se ve invadida de repente por un hijo al que no espera, el relato fluye y se reviste de distintos matices dramáticos que van apareciendo sutilmente gracias a las brillantes actuaciones de Vincent Lindon y la experimentada Hélène Vincent porque la cámara los sorprende en el acto del despecho o del reproche, sin contaminar con primeros planos o cortes abruptos el momento de amor odio en la intimidad, que pendula de manera constante.
Adscripto siempre a la vertiente de los conflictos internos de sus personajes y de las corazas afectivas que de cierta manera los protege, el director encuentra en la trama el espacio adecuado para poner en escena los diferentes estadios del duelo cuando se tiene tan cerca la presencia de la muerte y lo hace sin estridencia ni especulaciones para que al espectador le cueste el doble la identificación primaria y desde esa incómoda pasividad surja el camino tortuoso hacia la reflexión.
Así como en la primavera estacionaria se renueva por así decirlo el aire y las hojas crecen, también existen aquellas que perecen a pesar de los colores del día o el reflejo de la luna por las noches para acompañar a esos amores que perduran. Ese es el cine que últimamente no llega a nuestra pantalla, como aquellas primaveras de antes colmadas de hojas y matices que le ganaban la carrera al paso del tiempo.