Las últimas horas
Algunas horas de primavera de Stéphane Brizé comienza con un hombre que sale de la cárcel, una voz en off y el sonido de las cerraduras y las puertas metálicas que se abren y se cierran que enmarcan los créditos. Interesante analogía entre la vida y la prisión y la libertad como una palabra que resuena durante toda la película. Esta es una historia de soledades profundas, de palabras atragantadas en la garganta, de límites, de decisiones y de muerte.
Alain, un cuarentón tosco y ensimismado, que estuvo preso durante varios meses sale de prisión y por falta de dinero se va a vivir con su madre, Yvette. Ella, una mujer con una enfermedad terminal que avanza a pasos rápidos y una extraña devoción por la limpieza y el orden, que vive con su perra y pasa la mayor cantidad del tiempo planchando toallas, cocinando, mirando la televisión y haciendo rompecabezas. Era de esperarse que ambas personalidades chocaran hasta explotar. Y lo interesante es que uno puede sentir empatía por ambos personajes, es muy difícil tomar partido y eso habla de una construcción interesante de la personalidad de los protagonistas. Por otro lado, Alain conoce a una mujer, el único aire fresco y primaveral que tiene esta historia, pero que queda suspendida a lo largo de la película.
El relato tiene un tiempo lento, pero necesario porque acompaña el ritmo de la vida de Alain e Yvette y nos hace sentir la rutina, el vacío y la incomodidad en su máxima expresión. Brizé utiliza muy bien el fuera de campo y hay momentos en que la cámara se ubica en el perfil de un personaje y la voz que escuchamos es la del otro. Las escenas tienen muy buenos encuadres que simbolizan el encierro y la distancia entre ambos, aunque estén sentados uno al lado del otro en la misma mesa. La sutileza, los silencios y las miradas prevalecen, junto con aquello que queda latente en el relato y que nosotros tenemos que construir.
En algunos momentos decisivos el límite entre la sensibilidad y el golpe bajo se confunde. Reconozco que la muerte siempre es un tema difícil de abordar, pero también efectivo si queremos crispar ese nervio que hay en cada uno. En esta historia en particular hay una cierta distancia ante el dolor y un final bien logrado, pero también hay momentos en el que esa “pincelada” bien construida durante toda la película se convierte en un enchastre. Es ese pequeño límite que con una nota musical menos, un silencio de fondo o un plano general hacen la diferencia. Por momentos se hace demasiado denso de soportar, y si bien es un mérito del director hacernos sentir en carne propia lo que estamos viendo, por otro lado también puede volverse excesivo.
Yo rescato la difícil relación entre la madre y el hijo, que podría haberse planteado sin esta situación de muerte de por medio. Además, destaco cómo está representada la tensión entre Alain e Yvette a través de los detalles cotidianos y la idea de la insistencia de las emociones más allá del tiempo, porque el pasado pareciera que nunca se termina de enterrar. Y vuelvo al tema de la libertad porque esta película también nos habla de poder elegir (o no) cómo vivir y cómo morir.
Un personaje le pregunta a Yvette “¿Tuvo una vida hermosa” y ella responde: “No lo sé, pero es mi vida…”