Cuando menos es más Cae la noche en Bucarest es un intento de asimilar y descomponer los estímulos que esta película nos presenta para poder reflexionar sobre el cine. El argumento es simple, Paul, un director de cine que está filmando una película, genera un vínculo personal con una actriz secundaria, Alina. Por un supuesto dolor estomacal del director el rodaje de la película se atrasa y ambos (ensayos y excusas de por medio) pasan juntos más tiempo de lo previsto. En la primera escena vemos a Paul y Alina conversando en un auto y nosotros (como si estuviéramos sentados en el asiento trasero) escuchamos sus reflexiones. Así surge la eterna discusión sobre la supervivencia o no del cine y sobre la esencia de éste. El soporte fílmico versus soporte digital. Según Paul, en unos cincuenta años el cine como tal desaparecerá, si bien la gente seguirá mirando, pero ya no se verá más cine, sino otra cosa. Así comienza la película, con los tapones de punta. Con una explícita referencia al cine de Michelangelo Antonioni, Paul nos habla de alguna manera de sus referentes (¿serán también los de Corneliu Poromboiu?) y en contrapunto a esto, observamos el desconocimiento por parte de Alina, no sólo del cine de Antonioni sigo también de su actriz fetiche, Mónica Vitti. ¿Es posible transitar el cine sin haber recorrido su pasado? Quién sabe, en todo caso, Poromboiu nos propone estos interrogantes. Una cámara fija, planos largos, una puesta en escena austera, ausencia de música y unos pocos personajes en escena son los elementos que predominan en el relato. Sorprende como este director, con pocos recursos, un guion impecable y agudos diálogos bajo la apariencia de simples observaciones, sabe hacer una película con resultados impecables. Lo mismo sucedía con sus películas anteriores, la tierna 12:08, al este de Bucarest (2006) y Policía, Adjetivo (2009). Una puerta entreabierta no nos permite ver, sólo imaginarnos lo que sucede a través de sonidos; vemos a los personajes hablar desde el asiento de atrás de un auto sin lograr ver sus gestos, sólo algunos de sus movimientos corporales de manera parcial; un personaje de espaldas tapando parte de una escena; así es donde y cómo elige poner la cámara Poromboiu y así es como se divierte dejándonos afuera, haciéndonos sentir que es imposible captar la realidad en su totalidad, porque siempre hay algo que se escapa, que queda velado y sólo podemos incorporar meros fragmentos. “Lo importante va en el centro y los menos importante en la periferia”, afirma el médico mientras observa la endoscopía que supuestamente se realizó Paul por sus dolores de estómago, pero claro, también nos está hablando del cine. Y esta premisa no siempre se cumple. Paul le confiesa a Alina que ella trascendió la periferia, para dejar de ser un personaje secundario y convertirse en uno principal, trastocando así los hilos del guion original. Es así como la ficción y la realidad de Paul se confunde. Cae la noche en Bucarest es una profunda reflexión sobre el cine, desde analogías tan simples como el arte culinario y su relación con los instrumentos que se utilizar para comer, hasta la particular idiosincrasia de cada cultura. ¿Dónde está puesto el énfasis? ¿En el contenido o en los medios? En esta película los medios son moderados, pero el contenido desborda sagacidad. El cine dentro del cine, una representación dentro de otra representación y la primera interactuando con la anterior, tanto que parece que una termina siendo una premonición o un acertijo del destino. La ficción que además se entrelaza con la mentira, que podría también ser otra forma de artificio. Cae la noche en Bucarest sorprende, desconcierta, incomoda y por sobre todas las cosas pone a prueba nuestra capacidad y nuestra inteligencia como espectadores.
Bajo llave El pacto es una película cien por ciento de terror, género en el cuál no suelo incursionar, no porque me parezca menor, sino simplemente porque me muero de miedo. Entonces, termino mirando abajo de la cama antes de acostarme, prendiendo las luces para que la oscuridad no me invada y teniendo pesadillas. Me aterra y si bien el objetivo está cumplido, no lo disfruto en lo más mínimo. Dicho esto, paso a contarles que esta película, realizada por el director Nicholas McCarthy y ganadora en el Festival de Sitges (sección “Panorama”, 2012) promete noventa y cinco terroríficos minutos. Y cumple. Annie, la protagonista, vuelve a la casa de su recientemente fallecida madre (la muerte siempre como un ingrediente que acecha) para encontrarse con su hermana Nicole y asistir al funeral. Nicole desaparece y Annie emprende su búsqueda mientras pasa los días en la casa de su infancia. La casa, protagonista absoluta de la historia, tiene vida propia. Entre empapelados adornados, llaves, placards llenos de recuerdos y las luces que titilan cuando más se necesita que estén prendidas, el relato se desarrolla con todos los ingredientes que queremos ver a la hora de mirar una película de horror. Pero lo interesante de esta historia es que oscila entre lo paranormal y lo real, cayendo en ciertos lugares comunes, para luego darle una vuelta de tuerca que hace al argumento posible y hasta palpable, o sea, todavía más espeluznante. Con buenos efectos especiales, pero no excesivos, la historia está muy bien narrada, con un buen ritmo, con el suspenso necesario para que se nos entrecorte la respiración y con esos momentos de climax imprescindibles para que el pulso se acelere lo suficiente. Un ojo humano de color verde nos mira fijo en la primera toma, y luego ese mismo iris se convierte en color celeste. La metáfora de la mirada, más presente que nunca (sin importar si es real o no) ese ojo que nos persigue, que no saca su vista de nosotros, ni siquiera cuando deja el mundo terrenal. Un ojo que podría simbolizar no sólo el voyeurismo, sino también la conciencia y la culpa. Y en contrapunto a esto: la oscuridad, el negro absoluto que no nos deja ver. Esa casa alberga un pasado denso que no se nos revela pero que podemos llegar a construir por los relatos de sus protagonistas. “Hay puertas que nunca deben ser abiertas”, nos dice el afiche de la película y comprobamos que cuando se abren, ya no hay retorno… Una película que puede mirarse desde la superficie, pero también ahondar en capas más profundas para poder metaforizar, sustancia que no siempre podemos encontrar en otras películas de este género. El pacto inquieta y mucho, no sólo por lo que nos muestra, sino por aquello que no nos deja ver, porque sabemos que nuestra imaginación probablemente supere lo que está delante de nuestros ojos. Una cerradura, un hueco en la pared, una foto, una sombra, crucifijos y la muerte siempre como enigma absoluto. Intenten transitar el recorrido que propone El pacto, sumérjanse en la negrura y dilaten sus pupilas.
El amor a los treinta años Antonia y Guido son una pareja encantadora, llevan seis años juntos y viven en un pequeño departamento con un diminuto jardín en el fondo. Atraviesan los treinta y pico, Antonia trabaja en una empresa que alquila autos y Guido se gana la vida por las noches como conserje en un hotel internacional. Pero (como suele pasarle a cualquier ser humano) Antonia tiene su pasión puesta en la música (compone y canta de maravilla) y Guido es un experto en la literatura cristiana antigua. Sí, ellos son todo un contrapunto, pero funcionan juntos a la perfección. Entonces, ¿qué les hace falta a esta pareja consolidada, independiente y cariñosa? Un hijo. Así comienza la carrera contra el tiempo, la ansiedad y las peripecias que juntos van a atravesar para lograr el objetivo. Tutti i santi giorni logra, sin golpes bajos (ingrediente muy usado para lograr efectos rápidos y seguros) introducirnos en el mundo de estos dos sujetos, con los cuáles podemos identificarnos desde algunos de los aspectos que desarrolla la historia. Pero no nos olvidemos que estamos viendo una comedia, entonces las tristezas que atraviesan los personajes, si bien son profundas e intensas, están en consonancia con personajes secundarios muy particulares que hacen que la melancolía se diluya para darle lugar a la risa. Ligera, simpática, y extremadamente romántica (pero ese romanticismo subjetivo y no aquel, el estereotipado) esta película sale airosa y logra hacernos sonreír durante la hora y pico que dura la historia. Hay un gran cuidado de los detalles, entonces podemos detenernos en el vestuario de cada personaje, en la puesta en escena de los lugares que habitan, en los parecidos físicos de las familias de cada uno, en la elección de los exteriores y en la música (compuesta e interpretada por la protagonista femenina). Porque (como debe ser) nada es aleatorio y cada construcción del relato está ahí por algo. Paolo Virzi tiene una mirada aguda y observadora sobre la realidad que rodea a los personajes y sobre ellos mismos. El resto de los personajes tienen brillo propio, como por ejemplo el ginecólogo del Papa, fanático de Juan Pablo II, un viejito tierno pero no por eso menos honesto y directo; la pareja vecina, vestidos al mejor estilo hip-hop, con joggins, cuerpos trabajados, muchos tatuajes y cadenas doradas; el grupo de alemanas que se hospeda en el hotel, el japonés con su gran aparición, Jimmy, el ex-novio inglés y rockero de Antonia y algún que otro personaje que no deja de hacer al relato luminoso y desopilante. Y si queremos ir un poco más allá de lo evidente, también vamos a encontrar una mirada acerca del mundo, de las relaciones de pareja y sobre todo, de las exigencias que la cultura nos impone, exigencias que en general cumplimos sin siquiera chistar. Una radiografía del amor a los treinta años, un tanto particular, pero un amor con todos esos componentes que se perdieron, los que se mantuvieron intactos y los que están por venir.
Recalculando “Adelante con la vida” es el lema que recorre la película Ella se va, de Emmanuelle Bercot. “Adelante con la vida” a pesar de las pequeñas miserias cotidianas, de las ausencias, de las traiciones y de la decadencia que conllevan los años vividos. Betty (la gran Catherine Deneuve) una hermosa viuda sesentona que vive con su madre en una antigua casa, es dueña de un restaurant en un pequeño pueblo de Francia. Las calles tranquilas, los negocios algo precarios y la vida simple son el marco para esta agradable historia. Ella tiene una hija con la cuál no tiene demasiada relación y un nieto de aproximadamente diez años que no ve hace varios años. Un día, algo presionada por las deudas, el trabajo y angustiada por una traición amorosa, Betty decide subirse a su auto y manejar en busca de un paquete de cigarrillos. Aunque, por supuesto, su búsqueda será mucho más profunda que esto. En medio de la ruta, su hija la llama para pedirle si puede cuidar a su nieto por un corto tiempo y llevarlo a la casa de su abuelo paterno, ya que ella tiene que irse urgente por una posibilidad laboral. Betty acepta, y ese viaje sin destino alguno, se convierte en un viaje con un objetivo concreto. Ella se va es una historia que retrata las relaciones familiares desde perspectivas y generaciones diferentes. Por un lado, la conflictiva y dependiente relación entre Betty y su madre, por el otro, el distante vínculo entre Betty y su hija, y por último, el nuevo nexo entre Betty y su nieto. Con un aire liviano y optimista, esta historia cálida y fácil de digerir nos muestra que a pesar del largo recorrido vivido, todavía queda un resto por atravesar, una distancia desconocida con nuevas posibilidades. Betty da tregua, arranca el motor del auto, prende con todo el placer del mundo ese cigarrillo prohibido y sigue su ruta sin importar hacia dónde la lleve. En el camino se encontrará con diversos personajes: un joven amante, un grupo de mujeres que la invitan a su mesa, litros de alcohol, y con su familia, la cual parece haber olvidado hace tiempo. Betty es presentada en la primera escena caminando de espaldas por la playa, sola, para luego al final de la historia verla de frente a cámara y acompañada. El viaje es un proceso necesario, una búsqueda solitaria que dará como resultado vínculos que comienzan, o que se reanudan. Una foto de Betty en blanco y negro posando en un concurso de belleza es el único recuerdo que tenemos de lo que ella fue, y el contraste entre esa cara joven y sonriente y esta nueva cara algo más arrugada, pero no por eso menos viva. Ella se va es una road movie que, como tal, evidencia un cambio interno en la protagonista. Porque a veces hace falta irse, para poder estar más cerca de aquello que realmente importa.
Añoranza Una dama en París es una historia simple y sutil, que sin ser una gran película, no deja de ser disfrutable. Nos cuenta la historia de Anne, una estoniana que por trabajo viaja a París a cuidar a una anciana adinerada. Sola, sin pareja ni trabajo y después de haber cuidado a su madre enferma durante dos años, Anne llega a Francia con su valija cargada de humildad y pequeños modales. Frida, la mujer a quien Anne cuida, emigró de Estonia a París muchos años atrás, dejando de lado a su familia y se casó con un hombre elegante, rico y bastante mayor que ella. Pasó su vida entre amantes y salidas parisinas, pero tuvo un compañero especial por sobre los demás, Stéphane, quien es la única persona que hoy cuida de ella. Él es quién contrató a Anne, preocupado por el reciente intento de suicidio de Frida. La historia gira en torno a estos tres personajes, pero focalizada en la relación entre ambas mujeres. En un primer momento Frida rechaza la llegada de Anne pero luego, gracias a la infinita paciencia de esta última, la relación se va trasformando en un vínculo fuerte y cariñoso. Sí, ya sé que suena algo trillado, y probablemente lo sea, y que nos imaginamos cómo terminará la historia, pero tengo que decir que a pesar de esto la película no deja de ser aguda e interesante. Frida por un lado y Anne por el otro, son el resultado de dos culturas que se encuentran inmersas es la gran ciudad de París. Hay dos cosas fascinantes en esta película, por un lado la inigualable urbe francesa, y por el otro, Jeanne Moreau, que a los ochenta y seis años todavía conserva la vanidad y la entereza, detrás de las arrugas y de su característica boca. La actríz de la Nouvelle Vague por excelencia, está lúcida y en pie como pocas. Hay una mezcla de admiración y de nostalgia al verla, pero también se nos viene a la menta la idea de un tiempo que no deja de hacer estragos. Sentimientos ambiguos y agridulces… Y París: sus calles, sus perfumes, las vidrieras, las luces, el Museo de Louvre y la Torre Eiffel, una mirada desde los ojos de un extranjero, desde los ojos azules de Anne, y desde los nuestros también. París, un símbolo de la antigüedad y elegancia, como el personaje de Frida. Anne intenta escapar del silencio de su casa una vez que su madre murió y ya no tiene a quién cuidar, por eso decide aceptar el trabajo y viajar a Francia. Pero Frida ya no tiene cómo escaparse, entonces intenta tomar una buena dosis de pastillas, que como un juego de atención, no sirven más que como un alerta. Una dama en París también nos habla de la soledad, y de cómo el amor puede ir transformándose a lo largo del tiempo. Sensible y austera, tanto en la trama como en el relato, esta película no nos quedará impregnada en la memoria por mucho tiempo, pero nos permitirá respirar un aire cálido a pesar de la amargura.
MAISON D’ ÉLÉGANCE El Gran Hotel Budapest está compuesta por un relato dentro de otro, al mejor estilo de cajas chinas o las matrioskas, aquellas muñequitas rusas vacías por dentro que albergan otra muñequita y así sucesivamente; en tiempos diferentes y en capas que vamos desarmando de a poco, como si de una casa de muñecas se tratara. Frágil, delicada y siempre a punto de derrumbarse. Y nos evidencia que las historias perduran a través del tiempo, ya sea en un libro, un monumento, en las paredes de un antiguo hotel, o en la oralidad misma. Y que Wes Anderson pertenece a esa vieja tradición de story-tellers, que no importa qué o cómo o de quién se trate, donde lo primordial es (siempre) contar una (buena) historia. Gran Hotel Budapest es la historia de este monumento lujoso y escultural, un hotel ficticio alojado en un país imaginario que tuvo su gloria en los años treinta, en el período de entre guerras y que luego fue convirtiéndose en una ruina, aunque con algún destello de encanto que todavía conservaba. Un encanto burgués y aristocrático, decadente y elegante a la vez. En primera instancia nos cuenta la historia un escritor (Jude Law interpretando la versión joven de Tom Wilkinson) a quién le llegó este relato de manera casual y durante una cena, por medio del señor Moustafa (F. Murray Abraham), el dueño del hotel, que en su juventud solía trabajar de botones allí mismo (el joven Tony Revolori) y era el aprendiz predilecto de Monsieur Gustave (Ralph Fiennes), un delicado y pícaro conserje, amante de las mujeres más ricas y ancianas de Europa. Monsieur Gustave era un individuo respetuoso y educado, amante de la poesía y de los buenos modales, un dandy en toda su expresión pero, como muchos personajes del universo andersoniano, es alguien que anhela pertenecer a una clase social o a un grupo para el que no fue destinado a formar parte (recordar al personaje de Owen Wilson en Los Excéntricos Tenembaums, o al de Jason Schwartzman en Rushmore). Monsieur Gustave y Zeta (Monsieur Mustafá de joven) se verán envueltos, a raíz del misterioso asesinato de una anciana (Madame D., amante de M. Gustave, interpretada por Tilda Swinton), en una serie de eventos desafortunados y disparatados. Casi como si de un cuento infantil de aventuras, pero para adultos, se tratara. Lo cual no quita que en este mundo ficticio, artificial e ingenuo, no exista la violencia, la malevolencia o la muerte. Pero estos elementos disruptivos están tratados con naturalidad, aceptados como parte constitutiva elemental del relato, sin restarle importancia pero sin devenir en algo que detenga el potente avance la historia, que todo se lleva puesto por delante. Incluido al espectador que, como en las mejores películas de Wes Anderson, se verá obligado a mirar varias veces la película para poder apreciar la totalidad del film. Con una puesta en escena obsesivamente impecable: desde el vestuario y la escenografía, quiméricos pero exquisitos, con detalles casi imperceptibles y una música que encaja a la perfección, este director, con una lucidez inigualable, nos introduce en un añorado pasado lejano que, más allá de las luces, las riquezas y el arte (y por qué no, el declive y el deterioro), también está teñido por la guerra que añade un elemento triste, melancólico. Esto es, un toque de luctuosa realidad que, a pesar de todo, no logrará opacar ni el brillo ni la aventura.
En el fondo del lago Un verano cualquiera, a la orilla de un lago entre arena y rocas, descansan los cuerpos al sol de un grupo de hombres en busca de compañía, sexo y tranquilidad. La historia gira en torno a tres personajes: Henry, un sujeto deprimido y solitario, que pasa gran parte de sus vacaciones en la playa observando a quienes lo rodean pero sin entablar ningún vínculo con nadie, Franck, un atractivo joven gay, y Michel, un misterioso personaje de cuerpo bronceado y atlético. El desconocido del lago hace referencia a cada uno de los tres personajes mencionados, ninguno conoce demasiado al otro, así como nosotros tampoco sabemos nada de sus cotidianeidades, de sus familias, ni de sus intereses. La película va cambiando el tono a lo largo del metraje, comienzo como una historia intimista y se va transformando en un thriller donde el aire se ve enrareciendo de a poco. La ausencia de música y el sonido ambiente aporta la potencia suficiente para hacernos sentir parte de ese hábitat veraniego, plagado de zumbidos de moscas y del sonido calmo del viento. Es interesante la oposición entre la densidad y la liviandad, como si por debajo de la aparente tranquilidad hubiera una explosión contenida y latente; la calma que antecede a la tormenta. Y la brisa suave se va convirtiendo en nubes negras. La playa es la única locación de la historia; el lago y el bosque son los únicos lugares en donde los personajes parecen ser ellos mismos (con todo lo que esto implica). Su rutina consiste en llegar en auto, estos vehículos parecen ser una extensión de ellos mismos que esperan pacientemente durante todo el día hasta que sus dueños regresan. Luego se dirigen caminando hacia la playa, se recuestan en sus toallas, desnudos sobre la arena caliente, nadan, se miran, se saludan y cuando los ojos se cruzan durante un tiempo suficiente, van al bosque de a dos (o de a tres) para que los árboles y la vegetación los resguardan de las miradas ajenas. El deseo desborda, tanto que muchas veces no importa nada más que eso. Sí, nada. Henry y Franck dialogan, son los únicos sujetos en donde la tensión sexual no se vislumbra, aunque quizás corre por debajo, silenciosa. Pero la relación entre Franck y Michel es todo lo contrario. El lago es testigo de las desventuras amorosas, de las risas cómplices, de las soledades y de la miseria humana. Todo se circunscribe a esa cristalina agua estancada y a la imagen reflejada que les devuelve a esos hombres. Ellos se hunden, se refrescan, se unen como si no existiera vida más allá de ese lugar. Pero la tranquilidad es alterada por un hecho que sólo Franck presenció, escondido desde la oscuridad del bosque. El conflicto está planteado, pero parece que hay cosas que son más convenientes dejarlas de lado. ¿Pero realmente se puede hacerlo? El desconocido del lago es una historia que va creciendo de a poco, el suspenso va tomando protagonismo, y estos desconocidos van mostrando cada vez más las formas de su personalidad y sus reales intenciones. Definitivamente una película en la cual sumergirse.
Prisioneras Emerenc (Helen Mirren) esconde un secreto detrás de la puerta. Esa puerta que conecta el interior con el exterior, el pasado con el presente y lo oculto con aquello que se manifiesta. Entonces nuestra imaginación tendrá que construir lo que sucede detrás de esa tabla de madera con cerradura. Tras la puerta nos cuenta la historia de una distante, estricta y recta mujer “sin edad”, que trabaja como criada para una pareja adinerada de intelectuales. Magda (Martina Gedeck), una escritora consagrada, se muda con su marido a una enorme casa y decide contratar a Emerenc para que realice las tareas del hogar. La relación entre ellas irá forjándose de a poco, derribando las barreras que la extraña ama de llaves construyó y nosotros (junto a Magda) iremos descubriendo los secretos a los que tanto se aferra la protagonista. Emerenc no le tiene miedo a casi nada, ni siquiera a la muerte, pero sí parece aterrorizarse con las tormentas, esos ruidos que le recuerdan su pasado tenebroso. Para ella hay dos clases de personas, “las que barren y las que ponen a barrer a los otros” y no cabe duda donde se ubica ella. Su carácter la lleva a tener más poder en la casa de sus “amos” (como le gusta nombrarlos a ella) que ellos mismos y su extrema pulcritud llega a niveles exasperantes. Paradójicamente ambas viven una enfrente de la otra, separadas por una calle, aunque la realidad de las dos sea muy diferente. Con las heridas de la guerra y el Holocausto sobre sus espaldas, estas mujeres oscilan entre el sentimiento de querer olvidar el dolor y a la vez mantenerlo presente. Magda vio pasar el sufrimiento de la guerra delante de sus ojos, pero desde lejos y Emerenc lo vivió en carne propia: esto dividirá las aguas. Magda se apoya en su intelectualidad y en la religión, y Emerenc intenta aniquilar las ideas y la fe, y sólo se dedica a limpiar, como si limpiando se pudiera desprender de cualquier tipo de “suciedad”. Por otro lado, más allá de la contraposición entre las protagonistas se encuentra un punto medio, un lugar de anclaje en ese “mundo femenino” (“los hombres son todos idiotas”, dice en voz baja Emerenc) en donde ambas logran resguardarse. La película está bien narrada, aunque con cierto aire “novelesco” y con personajes que le faltan algunas sutilezas, si bien tienen matices por momentos nos parecen algo inverosímiles. La historia roza temas sórdidos, pero este drama no llega a perturbarnos ni a estremecernos, ni tampoco nos invita a una reflexión profunda acerca de las consecuencias de la guerra. Las estaciones pasan y cíclicamente vuelven a repetirse, mientras Emerenc barre cuidadosamente la calle cubierta de nieve, hojas o sólo tierra. El tiempo transcurre pero hay algo en ella que permanece intacto. Ella se esconde detrás de una puerta y sólo otra mujer va a poder derribarla.
El gran truco Cuando miro una película tan enorme como La gran belleza siempre me pasa lo mismo, siento que va a ser imposible poner en palabras lo que significó la experiencia de verla, la sensación única de observar la gran construcción de magia que genera el cine. Pero habrá que hacer el intento. La gran belleza es un rompecabezas lúcido sobre la existencia humana que, sin ser pretenciosa, nos sacude la cabeza como un terremoto. Comienza con una cámara liviana que parece flotar y es testigo sagaz de la vida misma. Imágenes de un cementerio, una fuente, turistas y Roma, personaje fundamental de esta historia. Después nos alejamos y el registro cambia completamente. Entonces observamos una acelerada fiesta en una terraza con un cartel luminoso de Martini titilando, al mejor estilo publicitario. La multitud baila con pasos sincronizados al sonido de quién sabe qué canción de moda, hasta que esta particular “fauna” se abre paso para darle lugar a él: Gep Gambardella. Gep es un escritor sexagenario que realizó su única novela en sus años de juventud y que ahora se dedica a ganar (y gastar) mucho dinero trabajando como periodista. Vive en un antiquísimo y lujoso departamento frente al Coliseo y se acuesta (entre copas) cuando el resto de los mortales se despierta para ir a trabajar. Encantador y sarcástico, este “rey de lo profano” nos va a acompañar en este trayecto que durará dos horas y veinte, a través de la miseria, la hipocresía, el patetismo humano y también la belleza, claro. En La gran belleza cada imagen es una pintura compuesta por luces y sombras. La película está plagada de contradicciones, opuestos que conviven en consonancia y donde la puesta en serie hace que fluyan las imágenes con una continuidad armoniosa. La agitada rutina nocturna de Gep y la tranquilidad del convento de monjas, la plaza arbolada y los pies sobre el pasto que cubre las tumbas, el silencio de las ruinas y el ruidoso tráfico, los adinerados obispos y las rodillas sucias por los sacrificios de una mujer. La (auto) crítica no deja nada en pie: ni la intelectualidad, ni la religión, ni el dinero (aunque ayude bastante) ni el poder, y entonces nos damos cuenta que no hay institución alguna que nos aleje del vacío. ¿Dónde reside la gran belleza entonces? Probablemente en la memoria de cada uno, en la nostalgia de aquello que permaneció en el recuerdo y en el anhelo de lo que está por venir, aunque sepamos que todo es “sólo un truco” como le dice el mago a Gep antes de hacer desaparecer la jirafa. Por otro lado, el arte está presente como forma de sanar las asperezas y como lo único que va a perdurar más allá de nosotros; la escritura, la pintura y por supuesto, el cine representado en la fugaz y luminosa aparición de Fanny Ardant caminando por la noche romana. El humor se hace presente y le da un respiro a la intranquilidad que nos genera la inevitable reflexión sobre nuestra propia realidad, realidad con una única certeza: “este tren no nos lleva a ningún lado”. La película funciona como un espejo en donde nos miramos, quizás con algo de desagrado, aunque conscientes de nuestra finitud, y por ende, angustiados. Y como dice Gep Gambardella, personaje que quedará sellado en mi memoria cinéfila por años: “… estamos todos bajo el umbral de la desesperación, no tenemos más remedio que mirarnos a la cara y hacernos compañía”. Que así sea.
En construcción La gran aventura Lego no es sólo una película de animación para chicos, porque como suele suceder (de manera más o menos explícita) siempre hay una ideología que subyace en cualquier tipo de relato cinematográfico y este no será la excepción. La película nos cuenta las aventuras de Emmett, un ser común que trabaja como obrero, que por circunstancias azarosas encuentra un objeto que puede salvar al mundo de las garras un villano llamado Señor Negocio. Este malvado digita el universo Lego en el que Emmett y tantos otros seres aparentemente felices desarrollan su vacía existencia. Controlados por cámaras de seguridad y por la televisión, este mundo apacible baila al ritmo de una pegadiza canción que parece tenerlos hipnotizados a todos. El objeto en cuestión es una simple tapa para cerrar un pegamento que el villano querrá utilizar para dejar petrificado al mundo. ¿Para qué? Para que nada cambie y todo permanezca intacto y perfecto. Así el Señor Negocio luchará por seguir teniendo el control, acompañado por un escuadrón de soldados-robots llamados los Gerentes Obsesivos, liderado por un policía esquizofrénico con doble personalidad. Cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia. El elegido para rescatar al mundo, nuestro antihéroe Emmett, se unirá a una lúcida chica llamada Estilo Libre que junto a un místico viejito ciego llamado Vitruvius, intentarán hacerle frente a las fuerzas malvadas del Señor Negocio. La película está plagada de superhéroes como un galante Batman, Superman, la Mujer Maravilla, Linterna Verde, personajes de la vida real como Abraham Lincoln, Shakespeare, Shaquille O’ Neal, y está repleta de referencias a películas como La Guerra de las Galaxias, El Señor de los Anillos, Piratas del Caribe, Transformers y The Truman Show. Pero hay una vuelta de tuerca porque este espacio de juguete tiene un correlato con el mundo humano, y es ahí donde aparece en escena Will Ferrell, que representa el misterioso Hombre de Arriba, un padre de familia que lucha para que su hijo (un chico de unos doce años) no toque sus preciados Lego. La película divierte y el objetivo número uno está cumplido. Pero además tiene una fuerte crítica a una sociedad dormida y aburguesada, en donde la estabilidad es el bien más admirado y donde el control del estado está más presente que nunca. En contraposición a esto, tenemos como resultado la liberación (la revolución y la anarquía en primera instancia) y la construcción de un universo propio. En este nuevo mundo todos son diferentes, pero especiales en su individualidad y unidos hacen a la fuerza. Todo un planteo sociológico. En esta nueva sociedad prevalecerá la imaginación, la creación, la racionalidad y la alianza, hasta con quienes parecía imposible negociar. Las fuerzas opuestas se unen y la armonía gana la partida. Nada nos resulta ajeno mientras vemos la película y cuando termina este torbellino de coloridas piecitas de Lego para armar, llegamos a la conclusión que nuestro mundo de carne y hueso se parece más de lo que creíamos a ese falso mundo de plástico.