Crecer de golpe… y también de a poco
Hay algunas películas con las cuales uno se podría regodear en todos sus defectos, pero terminaría siendo injusto, porque lo que termina resaltando son las virtudes, su voluntad inquebrantable por seguir adelante con su narración, aunque sea a los tropezones. Algo de esto pasa con Algunos días sin música, ópera prima de Matías Rojo, que incluso luego de su primer visionado, durante el último Festival de Mar del Plata, hasta acrecienta sus méritos.
La premisa disparadora de Algunos días sin música coquetea con el inverosímil, pero a la vez conserva perfecta lógica respecto a sus tres protagonistas. Sebastián, quien acaba de mudarse a un barrio en los suburbios de Mendoza junto a sus padres, en el primer día de clases conoce a dos de sus nuevos compañeros de escuela: Guzmán, obsesivo del karate, a tal punto que lleva el uniforme bajo su guardapolvo, y Email, quien vive con su abuela desde que sus padres desaparecieron del mapa. Mientras los demás responden a la típica rutina de cantar el himno, ellos responden a la típica rutina de no hacerlo y conversar de cualquier otra cosa. Por ejemplo, sobre el hecho de que si todas las maestras murieran en ese mismo instante, nada cambiaría demasiado. Apenas llegan a esa conclusión, la maestra de música cae fulminada, como para poner a prueba sus dichos. Obviamente la culpa los invadirá (¿habrán sido ellos causantes de esa muerte?) pero también aprovecharán la suspensión de las clases por luto. Y en esos días inesperadamente libres pasarán unas cuantas cosas relevantes en sus vidas.
Lo que empieza siendo un mero retrato de la rutina de estos pibes, se va convirtiendo en algo más profundo. En Algunos días sin música también tiene un peso específico importante el análisis de sus vínculos familiares, caracterizados en todos los casos por las presencias-ausencias de figuras paternas en crisis. Sebastián, Guzmán y Email comparten esa carencia de un hombre adulto en quien referenciarse y lo que mostrará el film es el principio del camino para ellos, que pasa por hacerse cargo y empezar de una vez por todas esa búsqueda, aunque eso signifique confrontar y pelearse con sus seres más cercanos.
De Algunos días sin música podríamos cuestionar unas cuantas cosas, como el nivel desparejo de las actuaciones, cierta impostación en algunos diálogos -en los que escuchamos a algunos personajes decir cosas que no corresponden con su carácter y/o edad- o el ritmo de la narración. Pero lo que termina prevaleciendo es un pequeño y dulce retrato de iniciación, en el que los personajes arrancarán de una manera y terminarán de otra, parados en lugares distintos, con miradas diferentes. Todo esto enmarcado en una exploración (o más bien revelación para el ojo de un porteño como el que escribe) del paisaje suburbano mendocino, que a través de simples pero contundentes planos generales se muestra en toda su dimensión, con una identidad propia y sólida.
El director Matías Rojo puede sentirse contento de sí mismo: en su primera película ya hace pie con una personalidad propia, como un cineasta con una visión cálida, respetuosa hacia el mundo infantil y sus permanentes colisiones con el universo adulto. Lo hace desde un lugar propio e identificable, que es Mendoza, contando evidentemente lo que conoce, sin poses ni distanciamientos improductivos. A partir de esto, Algunos días sin música es un film que hasta crece pasado un tiempo luego de su visión. Nada mal para el comienzo de una carrera como realizador.