Me llama la atención que mucha de la crítica sobre esta película se base en pensarla simplemente como una actualización de las películas de espionaje del Hollywood clásico. “Es una película clásica” dicen, como si fuera suficiente, como si a priori significara un concepto de análisis cerrado y sólido. Pues no lo es; son bien distintas las películas del treinta, del cuarenta y del cincuenta; ¿podemos ya considerar clásicas a las películas del sesenta o del setenta? ¿El corpus temporal del “Hollywood clásico” no se modifica con el paso del tiempo?
Incluso si hablamos de cuestiones básicas como la causalidad, la existencia de personajes que luchan para resolver un conflicto, la alteración de una normalidad inicial que debe restaurarse, la demarcación clara de las escenas y secuencias o la organización temporal lineal basada en la acción, es evidente que hay muchísimas películas que cumplen con ellas y que a nadie se le ocurriría apodar como “clásicas”. Del mismo modo, dentro del mismo período clásico hay materiales que cumplen con estas normas y a la vez se dan permiso para un montón de digresiones, para la incorporación de complejas subtramas, para la superposición de varios nudos en un mismo relato o para construcciones alternativas en las curvas dramáticas de los personajes.
Sin embargo, si nos mantenemos en una estricta superficialidad, podemos encontrar un aire de verdad en llamar “clásica” a esta película: ahí está el género de espionaje, dos estrellas sosteniendo el relato, cierta idea de romance con un toque de humor –que lamentablemente dura solo la primera media hora–. Ni que hablar de las referencias obvias a otras películas, entre las que destaca Casablanca, por supuesto: es a esa ciudad donde llega el personaje de Brad Pitt para conocer a su falsa esposa, interpretada por Marion Cotillard.
De hecho, todo el largo primer acto de la película, desde que los dos espías aliados se conocen y se enamoran hasta que arriesgan su vida para matar al embajador alemán en una fiesta, funciona casi como un cortometraje. Podría ser el argumento de una película entera, con su desarrollo, su clímax y su final. Propone un tono fiel a un costado del espionaje que a Zemeckis le sale bárbaro: hay liviandad, autoconciencia, suspenso, pequeñas insinuaciones de comedia. Es el mejor momento de Brad Pitt, cuya actuación es uno de los grandes problemas de la película, porque parece realmente un robot. No asoma en él un rasgo de emoción: ni ira, ni ternura, ni siquiera sensualidad –parece mentira en un actor tan interesante–. Es como si le hubieran puesto piloto automático; incluso si la apuesta estética era ser nada más que una presencia en cámara, puro cuerpo e inexpresividad –pienso en Mitchum, en Bogart o incluso en Connery– faltan en él esos pequeños gestos de intensidad que llenaban a esos monstruos de una verdadera hondura. Jamás logra ser sexy el tipo, a pesar de la tormenta de arena, los efectos especiales y la divina de Marion Cotillard, que es exactamente lo contrario y le roba cada una de las escenas. La Cotillard sí que lo hace bien: es pícara, es misteriosa, fotografía impecablemente. Pero con la dureza de Brad no pudo nadie (no sé si detrás de cámara habrá sido diferente; si lo fue, esa química no existe en la película).
Después de la primera peripecia de la que salen victoriosos, los espías se casan y tienen una hijita, y es ahí cuando la película empieza a desbarrancar. No tanto por la trama, que en principio es interesante –se trata de saber si ella es realmente una espía alemana que ha estado engañando a su esposo–, sino por la solemnidad y el dramatismo que empiezan a teñir las decisiones sobre el relato. La intención grandilocuente se pone muy en evidencia en algunas secuencias de pseudoacción, cuando ella da a luz durante un bombardeo o cuando cae un avión a pocos metros de la casa. No hay guiño alguno sobre lo inverosímil de esas situaciones: ¿la intención es emocionar?
Con un grado de falsedad tan ostensible es difícil conectar luego con el drama íntimo de la pareja. El modo de administrar la información tampoco ayuda: lo que en la primer peripecia era paridad –importaban los dos, la seducción mutua, las dos caras de la moneda– ahora está contado solo desde el punto de vista del marido engañado (y repito, es casi imposible sentir empatía por Brad Pitt). La película se juega meramente a sostener la intriga (la pregunta de si es una espía alemana o no lo es) y no nos permite conocer el drama de esa mujer, el por qué de su traición o sus acciones, el dolor real de su vivencia; todos los planos la juzgan, los encuadres y movimientos de cámara se vuelven formas de contar la sospecha y se tornan entonces literales y repetitivos.
En ese panorama, la película se pone aburrida: uno solo quiere que llegue el final y saber cómo termina todo aquello. Una lástima para un director que se volvió famoso haciéndonos disfrutar de cada segundo, cuya caja de juegos y sorpresas parecía interminable. La sensación es que la película nunca logra remontar hacia esa trascendencia que busca desesperadamente; tal vez no por casualidad sus últimos planos suceden en un aeropuerto donde el avión de la liberación no logra despegar.