Una de las maneras de pensar esta película implica concentrarse en su lado “políticamente correcto” y en la construcción de una estética que, de tan virada a lo sentimental, se vuelve difícil de sentir genuina. Sin embargo, la historia real en la que se basa (adaptada del libro de memorias de Saroo Brierley, llamado Un largo camino a casa) es sencillamente increíble. Lidia con un montón de aristas dramáticas: la construcción de la identidad, los vínculos familiares atravesados por la adopción, la realidad de los niños desaparecidos, la pobreza y desigualdad del mundo. Quedarse solamente con que esos temas son “golpes bajos” y aseguran la importancia de la película, parece una lectura al menos perezosa de un material que notoriamente está construido con fidelidad y mucha eficiencia en términos de actuación y fotografía, sobre todo en la primera mitad de la película. Saroo, un niño de cinco años, vive en un pueblo de India con su madre y sus hermanos. Viven en la pobreza extrema; sin embargo lo rodean algunas formas de la belleza vinculada con la naturaleza: la lluvia, las mariposas, los frutos dulces, la mirada de su mamá. La película no escatima en cierta idealización de esa situación de pobreza en familia. Para los espectadores que nunca fuimos a India y que no tenemos ni idea de cómo es la vida en esos lugares de su interior recóndito, las imágenes se vuelven de un exotismo fascinante: el trabajo minero de las mujeres levantando rocas, el lenguaje, las caras y las pieles, la concentración de gente, la convivencia entre personas y animales. El vínculo de Saroo con su hermano mayor está basado no solo en la afinidad afectiva, sino en la complicidad nacida de la pobreza: es el encargado de enseñarle métodos de supervivencia y de educarlo en la picardía: esa “universidad de la calle” por la que inevitablemente pasan todos los niños pobres del mundo. En ese sentido, la película prepara quizá demasiado su devenir, y en esos gestos sobreexpresivos pierde un poco del encanto que tendría una puesta en escena algo más austera: antes de llevarlo a la estación de tren, por ejemplo, el hermano le advierte muchas veces que no debe venir con él y termina accediendo a llevarlo casi de mala manera. Ese augurio, esa advertencia donde cualquier espectador cinematográfico medio “se ve venir” que algo malo va a pasar, tal vez demuestre cierta desconfianza en una historia que no necesitaba de ningún lenguaje clásico de anticipación para funcionar. Pero claro, la historia es increíble y Sunny Pawar, el niñito que hace de Saroo, nos compra el corazón. Cuando queda solito en la estación porque su hermano desaparece y empieza su viaje por la India, lo que implica separarse kilómetros y kilómetros de su madre (quizás la peor fantasía que tenemos los seres humanos), es imposible no sentir una empatía inmensa y una desesperación terrible. Ese niñito solo en ese mundo ajeno, por favor. En los veinte minutos siguientes la película alcanza su mayor entereza, el clímax de sus variadas puestas en escena: cuenta con crudeza y profundo detenimiento los efectos de esa sabiduría callejera en Saroo, cómo se las arregla para sobrevivir gracias a su inteligencia e intuición, la magnitud de la crueldad de un mundo donde los niños son mercancía. Uno de los recursos que resultan particularmente impresionantes, gracias a que la película contaba con un gran presupuesto, es el uso de niños y niños y más niños para construir la idea de masa: una masa de niños pobres que son más pobres aún que la pobreza. Los hijos de la multitud, cuerpos sin afecto y sin nombre, vagando como restos, como desechos. Hacía tiempo que no veía en el cine una escena con el efecto emocional que tiene la del orfanato donde Saroo termina una parte de su viaje: por un lado resulta un alivio (reconoce una acción institucional responsable sobre los cuerpos de los niños), pero por el otro dimensiona esa multitud en soledad de un modo del que cuesta mucho salirse, aun días después de haber visto la película. Finalmente, una familia australiana adopta a Saroo y lo saca de la pobreza para llevarlo a protagonizar ahora la historia de una familia blanquita, de clase media alta, con recursos occidentales para tener una vida “digna”. Después de estos momentos, donde el cine aparece como esa combinación de elementos y recursos justos para contar esa historia de un modo único –como la literatura nunca podrá hacerlo–, la película avanza veinticinco años y se sitúa en la vida “buena” de Saroo, que va a la universidad, encuentra una novia, lidia con bastante sencillez con la vida en familia propuesta por sus padres blancos. Pero su pasado lo acosa, la búsqueda de su identidad se vuelve un imperativo y la narrativa se centrará, durante casi cincuenta minutos, en la angustia del personaje que tiene que revisar su inconsciente para lograr comprender lo sucedido y encontrar un camino a casa. Es ahí donde la película baja demasiado la intensidad y construye el drama psicoanalítico de un modo demasiado extenso e insistente, cometiendo el error de equipararlo en importancia cinematográfica con esa primera mitad llena de acción verdadera, de cuerpos en movimiento, de herencias formales del cine de aventura. El viaje interior se vuelve demasiado solemne porque el recurso que la película encuentra para hacernos dimensionar la dificultad del personaje es la temporalidad real: dejar pasar minutos y minutos reales de metraje en ese devenir de un Saroo adulto que se deprime, habla con este, habla con el otro, tiene líos con la novia, vuelve a su casa, llora. El actor no resulta demasiado convincente y los conflictos familiares parecen impuestos, porque la película cambia su tono de modo tan radical (también en términos fotográficos y de arte) que la falsedad de la puesta en escena empieza a ser ostensible. Tal vez haya una intención de dirección a la hora de hacernos ver la ajenidad de esos decorados, de esos espacios; tal vez es justamente por eso que la desesperación porque Saroo logre recordar dónde es su pueblo y llegar finalmente a casa se vuelve tangible (empezamos a desear solamente que la película termine). Es justo decir que el final cumple con la consecución de ese deseo, estableciendo un momento dramático de una profunda intimidad, donde la palabra identidad se llena de sentido. La vuelta a la India es la vuelta a la vida, del personaje y de la película. Al mirar este material me resultó imposible abstenerme de pensar en los niños apropiados en nuestros pueblos durante la última dictadura militar; en ese proceso conocido de muchos compañeros que buscando su identidad no tienen más remedio que encontrarse consigo mismos y atravesar dolores de magnitudes casi inimaginables. La diferencia aquí, nada menor, es que el Saroo adulto cuenta con sus padres adoptivos y son ellos quienes lo apoyan hasta el final en la búsqueda de sus orígenes; sin dudas eso sí es el retrato de un amor verdadero.
Hace mucho tiempo atrás, cuando era una adolescente radical enamorada del punk, preparé un oral de inglés sobre la nefasta influencia de los cuentos de hadas en la educación sentimental de las niñas. La profesora, una inglesa muy alta y de pelo muy corto, me llamó al escritorio al final de la clase para decirme: darling, your oral test was alright but i need you to know that even in grown up life sometimes we need cinderellas and fairys. Recordé esa frase muchas veces; creo que me ayudó a dejar de censurarme por disfrutar de ciertos relatos vinculados al idealismo y la fantasía. Ahora, a partir de mi vida adulta de cinéfila, agrego a las hadas y a las princesas la certeza de que a veces necesitamos, simplemente, ese complejo artefacto cinematográfico llamado cine espectáculo. La la land es cine espectáculo antes que nada. Es evasión perfecta en CinemaScope: colores increíbles, movimientos de cámara plásticos y orgánicos, gente bella que canta, baila y hasta vuela; una ciudad mítica contada con amor y nostalgia. La fineza estética que maneja la película es maravillosa (el arte y el vestuario son de verdad una alegría) y necesita del esplendor del cine para desplegarse en su justa magnitud; nada de verla en dvd o descargarla de internet. Toda la idea (sobre todo en los primeros cuarenta minutos) es meterse en una experiencia sensorial que a pesar de enmarcarse en un orden narrativo cerrado y en una actualización técnica muy notoria, conserva parte del disfrute inicial de los musicales de Hollywood, de aquel Busby Berkeley que enseñaba a amar el cine como mera forma en movimiento, como artesanía y truco de magia. El plano secuencia es, en ese sentido, una decisión importantísima para honrar al género. Las personas bailan de verdad, no por cortes de montaje; los cuerpos se ven completos, interactuando con la cámara en tiempo real, y Chazelle nos deja sentir el movimiento de los músculos, el aire, la composición espacial completa. La primera secuencia nomás, que muestra un embotellamiento al llegar a Hollywood donde las personas salen de sus autos y se ponen a bailar, se aleja de lo publicitario (y tal vez se acerca a cierta forma sofisticada del videoclip pop de los últimos años) gracias a esa manera contundente de mostrar el aparato coreográfico abandonando sin miedo alguno la fragmentación, y construyendo desde el vamos esa verosimilitud propia de la comedia musical donde la gente canta y baila “de repente”, sin explicación. Nomás al llegar a Hollywood y también a la película, el director nos invita a disfrutar de la música como código, como postura festiva y romántica frente a la vida. La referencia a un mundo ideal, alejado de cualquier realismo, va de la mano con la vuelta a la idea de Hollywood como tierra prometida donde las fantasías se hacen realidad y donde, si uno no ceja en el intento y aguanta todas las frustraciones, logrará cumplir con sus sueños de fama y fortuna. Del mismo modo, los personajes se encuentran no una, sino (¡oh, el número mágico del relato clásico!) tres veces antes de enamorarse finalmente; siempre por casualidad. Mia quiere ser actriz y Sebastian abrir un club de jazz; ambos encarnan ese ideal emprendedor de self-made man or woman que necesitan una mera oportunidad para demostrar ese talento que, al ser descubierto, les permitirá dar el salto. Hay una pequeña guiñada en el hecho de que sea ella la que se lo levanta y no al revés, aunque después se diluye un poco (él es quien la invita a salir, quien la espera, quien primero se convence de la seriedad de la relación). Pero del tratamiento del amor como relato voy a hablar más adelante. Primero quisiera llamarles la atención sobre una particularidad estructural que vuelve a colocar a la película como homenaje genuino del musical de los cincuenta: la acción dramática también sucede cuando los personajes cantan o bailan. Por supuesto que una secuencia musical dentro de una película es un “número” y funciona como adorno (incluso en una secuencia de montaje), pero aquí además, mientras ellos cantan y bailan, “pasan” cosas. Los protagonistas se enamoran, el chico reflexiona, la piba audiciona: el tiempo pasa. La lógica no es que el mundo se suspende, todos bailan y cantan y después se retoma la narrativa desde donde se había dejado: la acción avanza durante las canciones. Esa decisión solo puede sostenerse con actores que puedan llevarla a cabo con maestría, y la verdad es que tanto Ryan Gosling como Emma Stone salen bien parados. Claro, frente a las declaraciones de Chazelle sobre las intenciones “nada comerciales” de la película, el primer argumento a esgrimir es el siguiente: habiendo tantos actores y actrices de comedia musical que son bailarines y cantantes, ¿cómo se explica la elección de dos estrellas que no son ninguna de las dos cosas? Además la trama tiene la particularidad de no construir ni un solo personaje secundario (eso la verdad que es una lástima), y los verdaderos bailarines siempre son parte del decorado. Pero si bien esa pregunta es pertinente y las dificultades de los actores son notorias (hay que suspender por completo el deseo de asistir al ideal concretizado de elegancia y swing que significan en pantalla figuras como Fred Astaire, Gene Kelly, Cyd Charisse o Debbie Reynolds), el director prefiere dejarlas en evidencia que esconderlas, lo que constituye un verdadero acierto. En la secuencia del atardecer sobre las colinas, con toda la vista de la ciudad debajo, es imposible no pensar en Astaire y Charisse en esa obra maestra del cine que es The Band Wagon de Minelli y claro, acá están nada más que Gosling y Stone tratando de hacer lo suyo; sin embargo, la coreografía es tan inteligente y delicada y están tan bien filmados que funciona (siempre de cuerpo entero, siempre en plano secuencia, siempre bailando de verdad). La letra de la canción maneja ese doble sentido de ironía y paradoja que contiene la propia secuencia: “Some other girl and guy would love this swirling sky but there´s only you and I and we´ve got no shot”. Y bailan tap, y se ríen, y son bellos y encantadores, y se enamoran en la hora mágica del atardecer que es en realidad un telón pintado al fondo de un estudio; incluso sin ser brillante en el ejercicio de suspender el propio cinismo, es posible disfrutar cada segundo. Emma Stone es una comediante increíble. Es natural, simpática, fresquísima; maneja con soltura matices de ambigüedad sentimental difíciles de encontrar en otras pibas de su generación. Aporta un grado de modernidad muy grande a un personaje que al fin y al cabo no es más que un enorme cliché; sin ella las líneas de diálogo sonarían deslucidas y el guion sería casi imposible de sostener. Sus dificultades para cantar me dieron alegría: obligaron al director musical a optar por un tinte más indie y austero para los arreglos de su voz, y uno no encuentra ninguna estridencia insoportable a lo American Idol o esos programas donde se asume que “cantar bien en América” es gritar como un condenado. Ryan Gosling había demostrado sus dotes de comediante en la reciente The Nice Guys” de Shane Black, y creo que con esta película se vuelve evidente que el tono liviano le cuadra mucho mejor que el dramático. Tiene porte; está más grande, menos nenito y más hombre, y aguanta la galantería aportando cierta chispa de galán clásico que no está nada mal (mención especial para el mechoncito de pelo a lo Clark Gable que le cae sobre la cara cuando toca el piano apasionadamente). Hay una interacción muy lograda entre los personajes, el vestuario, el arte y la construcción de los espacios de la ciudad. Muchas secuencias terminan con grandes planos generales mostrando las fachadas, las calles, los carteles de neón, el swing general de una atmósfera idealizada. El objetivo se logra con creces: dan ganas de caminar por ahí, de revisitar esos sitios mágicos y creer que efectivamente cualquier sueño de nostalgia y romance puede ser posible. Sin embargo, la película parece plantear que hay dos tipos de Hollywood en funcionamiento. Uno es el que Mia y Sebastian declaran amar: el de los valores estéticos puros, el romántico, el que en la voz de los propios personajes, la gente quiere dejar morir y ellos están dispuestos (¿como la película?) a rescatar. El otro es aquel para el que Mia audiciona: la obligan a hacer de policía, bombera o médica, y no mucho más; nadie se toma en serio el aspecto “artístico” de su trabajo. El gran conflicto de la película parece ser la necesidad de tomar postura entre un universo de fantasía, romántico, perfecto y bello, y la realidad (nunca demasiado cruda, pero bueno) donde los personajes tienen que trabajar en cosas que no les gustan para vivir, donde la gente no se muestra interesada por el verdadero arte, donde cosas tan importantes como el jazz (o el género musical) están siendo abandonadas por el público joven. Parece paradójico que en una película comercial que está disparando la carrera de su director, lo que salva al personaje de Mia de ser una absoluta fracasada sea un proyecto de cine arte francés (¡¡sin guion!!), y que lo que vuelve famoso al personaje de Sebastian sea una banda de jazz-soul que está buenísima (aunque la película quiere hacer aparecer esa música como ridícula, no lo logra ni por un segundo). El problema narrativo es que ese supuesto realismo que construye el conflicto nunca obtiene la contundencia necesaria como para que uno se lo crea. La fantasía sí, es una gozadera y entramos como por un tubo, pero los obstáculos de la realidad son forzados y livianos, y terminan resultando de una ingenuidad flagrante. El mensaje parece ser que si uno se afana lo suficiente, madura y renuncia a unas cuantas “radicalidades” que lo vuelven un “pain in the ass”, es obvio que finalmente logrará lo que quiere… salvo en el amor. La sensación es que en ese debate realidad-fantasía, la “realidad” necesitaba ganar una partida: estamos en el 2017 y el gran público no es capaz de soportar un final del todo feliz. Ni el amor ni la realización personal se ponen sobre la mesa como costados problemáticos en sí mismos: se contraponen uno con otro y los personajes tienen que tomar la decisión de renunciar a realizar su amor si eligen seguir, cada uno, sus sueños. Ese intríngulis final se resuelve en un largo epílogo que sucede cinco años después del presente inicial de la película, y que contiene una larga secuencia onírica (hermosamente lograda en términos visuales) que nos deja ver en pantalla la presunta felicidad de que los personajes terminaran juntos. En ese sentido el director parece no confiar en la relación sentimental que ya ha construido (es como si en el final de Casablanca, cuando Bogart se está despidiendo, viéramos una secuencia donde los dos se casan y envejecen con hijitos). La necesidad de intensificar la emoción es un gesto narrativo un poco burdo, pero sirve para dejar en claro que la realidad ganó la partida y convencer a los escépticos de que aún el más fantasioso de los productos hollywoodenses es capaz de dialogar con su tiempo. Tal vez la película se parezca a una adolescente punk que coquetea con las princesas pero no logra renunciar del todo a una mirada escéptica sobre la vida. Lo que sé es que fue un enorme placer asistir a esta preciosa pieza de cine espectáculo, y que el diálogo respetuoso entre un director contemporáneo y un género que ojalá reaparezca en todo su esplendor (y con menos miedo aún a la fantasía) logra una verdadera suspensión de la vida. Y bueno, por qué no decirlo: en un tiempo donde cada vez hay menos películas serias de amor, aplaudo cualquier intento de que los románticos, los soñadores y los cursis volvamos al cine.
Me llama la atención que mucha de la crítica sobre esta película se base en pensarla simplemente como una actualización de las películas de espionaje del Hollywood clásico. “Es una película clásica” dicen, como si fuera suficiente, como si a priori significara un concepto de análisis cerrado y sólido. Pues no lo es; son bien distintas las películas del treinta, del cuarenta y del cincuenta; ¿podemos ya considerar clásicas a las películas del sesenta o del setenta? ¿El corpus temporal del “Hollywood clásico” no se modifica con el paso del tiempo? Incluso si hablamos de cuestiones básicas como la causalidad, la existencia de personajes que luchan para resolver un conflicto, la alteración de una normalidad inicial que debe restaurarse, la demarcación clara de las escenas y secuencias o la organización temporal lineal basada en la acción, es evidente que hay muchísimas películas que cumplen con ellas y que a nadie se le ocurriría apodar como “clásicas”. Del mismo modo, dentro del mismo período clásico hay materiales que cumplen con estas normas y a la vez se dan permiso para un montón de digresiones, para la incorporación de complejas subtramas, para la superposición de varios nudos en un mismo relato o para construcciones alternativas en las curvas dramáticas de los personajes. Sin embargo, si nos mantenemos en una estricta superficialidad, podemos encontrar un aire de verdad en llamar “clásica” a esta película: ahí está el género de espionaje, dos estrellas sosteniendo el relato, cierta idea de romance con un toque de humor –que lamentablemente dura solo la primera media hora–. Ni que hablar de las referencias obvias a otras películas, entre las que destaca Casablanca, por supuesto: es a esa ciudad donde llega el personaje de Brad Pitt para conocer a su falsa esposa, interpretada por Marion Cotillard. De hecho, todo el largo primer acto de la película, desde que los dos espías aliados se conocen y se enamoran hasta que arriesgan su vida para matar al embajador alemán en una fiesta, funciona casi como un cortometraje. Podría ser el argumento de una película entera, con su desarrollo, su clímax y su final. Propone un tono fiel a un costado del espionaje que a Zemeckis le sale bárbaro: hay liviandad, autoconciencia, suspenso, pequeñas insinuaciones de comedia. Es el mejor momento de Brad Pitt, cuya actuación es uno de los grandes problemas de la película, porque parece realmente un robot. No asoma en él un rasgo de emoción: ni ira, ni ternura, ni siquiera sensualidad –parece mentira en un actor tan interesante–. Es como si le hubieran puesto piloto automático; incluso si la apuesta estética era ser nada más que una presencia en cámara, puro cuerpo e inexpresividad –pienso en Mitchum, en Bogart o incluso en Connery– faltan en él esos pequeños gestos de intensidad que llenaban a esos monstruos de una verdadera hondura. Jamás logra ser sexy el tipo, a pesar de la tormenta de arena, los efectos especiales y la divina de Marion Cotillard, que es exactamente lo contrario y le roba cada una de las escenas. La Cotillard sí que lo hace bien: es pícara, es misteriosa, fotografía impecablemente. Pero con la dureza de Brad no pudo nadie (no sé si detrás de cámara habrá sido diferente; si lo fue, esa química no existe en la película). Después de la primera peripecia de la que salen victoriosos, los espías se casan y tienen una hijita, y es ahí cuando la película empieza a desbarrancar. No tanto por la trama, que en principio es interesante –se trata de saber si ella es realmente una espía alemana que ha estado engañando a su esposo–, sino por la solemnidad y el dramatismo que empiezan a teñir las decisiones sobre el relato. La intención grandilocuente se pone muy en evidencia en algunas secuencias de pseudoacción, cuando ella da a luz durante un bombardeo o cuando cae un avión a pocos metros de la casa. No hay guiño alguno sobre lo inverosímil de esas situaciones: ¿la intención es emocionar? Con un grado de falsedad tan ostensible es difícil conectar luego con el drama íntimo de la pareja. El modo de administrar la información tampoco ayuda: lo que en la primer peripecia era paridad –importaban los dos, la seducción mutua, las dos caras de la moneda– ahora está contado solo desde el punto de vista del marido engañado (y repito, es casi imposible sentir empatía por Brad Pitt). La película se juega meramente a sostener la intriga (la pregunta de si es una espía alemana o no lo es) y no nos permite conocer el drama de esa mujer, el por qué de su traición o sus acciones, el dolor real de su vivencia; todos los planos la juzgan, los encuadres y movimientos de cámara se vuelven formas de contar la sospecha y se tornan entonces literales y repetitivos. En ese panorama, la película se pone aburrida: uno solo quiere que llegue el final y saber cómo termina todo aquello. Una lástima para un director que se volvió famoso haciéndonos disfrutar de cada segundo, cuya caja de juegos y sorpresas parecía interminable. La sensación es que la película nunca logra remontar hacia esa trascendencia que busca desesperadamente; tal vez no por casualidad sus últimos planos suceden en un aeropuerto donde el avión de la liberación no logra despegar.
La vida sin héroes El problema con la película de Tarantino es que logra perfectamente su cometido: la falta de empatía. La verdadera traducción de The Hateful Eight no es Los ocho más odiados sino “Los odiosos ocho”. En ese pequeño matiz se juega una diferencia: el foco deja de estar puesto en la sensación de los demás sobre ellos (son los otros los que los odian) y se convierte en condición real, fáctica de los personajes: son ellos los odiosos, los que cuentan con la maldad y la violencia como parte sustancial de sus personalidades. El artefacto tarantinesco se pone en funcionamiento y asusta: cualquier atisbo de identificación o empatía, cualquier sensación de qué ganas de que gane este tipo o esta mujer, de que se salven, de que se escapen, vuela por los aires como una cabeza baleada o un vómito sangrante. Todos son malignos, mentirosos y cínicos; todos son potenciales asesinos y disfrutan del dolor ajeno. A pesar del esfuerzo dramatúrgico de la película todos terminan pareciendo un único personaje: el que intenta sobrevivir con todos los medios a su alcance sin importar los costos morales que eso suponga, porque no hay más moral posible que la ley del más fuerte. No solo las acciones concretas impiden nuestra identificación. El ambiente es extremadamente hostil, la época es lejana, cada personaje tiene un acento exagerado y representa una especie caricaturesca de “tipo” social: el inglés, el mejicano, el sureño, el norteño. Claro que los comentarios sobre estas minorías son sutiles y ambiguos: a diferencia de lo que sucedía en Django sin cadenas, aquí no hay “buenos y malos” ni “amos y esclavos”, sino que se parece más a aquello que cantaba Discépolo de vivir todos revolcáus en un merengue y en un mismo lodo todos manoseados. La ilustración de la vida regida por el racismo y los prejuicios da cuenta de una opinión sobre el presente, pero es una enunciación nunca clara del todo que va por un lugar, se contradice, vuelve, se pregunta, se responde con extremas y variadas formas del cinismo. El encierro físico bajo la tormenta parece relacionarse con esa condición extremada de no poder escapar a una lógica vincular embebida de odio y venganza. De hecho, la película no sale nunca de ahí, y a pesar del aparente ritmo vertiginoso, puede pensarse como una película estática, con personajes que nunca se transforman porque claro, deben cumplir con las condiciones de su destino: ser, matar y morir. Nada más. Claro que Tarantino es un maestro poniendo la cámara y transformando un espacio pequeño en un universo infinito: quién puede olvidar el viejo almacén de Perros de la calle y la relación cuerpos-fondo que se establecía en su perfecta austeridad. Acá la cosa es mucho más barroca, mucho más Leone: los objetos, los elementos, los fragmentos de taberna cobran vida y si bien aportan matices posibles en términos dramáticos (allá el café, aquí el piano, allá la silla, aquí la cama o la estufa) pienso que conspiran en contra de un posible pacto de verosimilitud cinematográfica y dejan al espacio caer en claves bastante más teatrales. Por supuesto que esa sensación teatralizada está menguada por el realismo extremo de la violencia, pero también hasta cierto punto porque los símbolos son demasiado evidentes y empiezan a ordenarse en fórmulas: parece una competencia de tipo “las mil maneras de morir” que va subiendo y subiendo la apuesta pero ahoga el espacio de la sorpresa verdadera, esa que necesita más que un simple diálogo lento y seductor o la perfección de un efecto especial, esa que te hace saltar el corazón y que es tremendamente difícil de lograr si se niega toda posibilidad de ternura o vulnerabilidad. Quiero decir, está todo muy bien. Tarantino lo logra: no queremos a nadie, no dejamos de ver que eso es cine, no dejamos de pensar que el director es un capo escribiendo diálogos y manipulando los tiempos narrativos. Pero es como si viéramos un mago sacar de la galera la paloma y pensáramos en lo perfecto que le salió el truco y en qué genio es el mago mientras nos perdemos la belleza de la magia y el movimiento de la paloma en libertad por el cielo. La construcción de un mundo sin buenos, completamente amoral, no me parece la mejor elección para un tipo que es realmente un maestro de la empatía episódica, en hacernos entrar y salir del suspenso enamorándonos de tantos personajes diversos. Recuerdo la escena del rescate de la esclava negra en Django, o a Uma Thurman enterrada viva en Kill Bill, o el inicio de Bastardos sin gloria con la angustia de los judíos bajo el piso, o el “I love you Hunny Bunny”, que debe ser de lo más sexy que vi en mi vida, incluso en la boca de dos ladrones asesinos. Es que al tipo le salían bien los héroes. Una heroicidad “a lo Bowie”, for one day, for one scene, pero heroicidad al fin. Como Bruce Willis cuando va a buscar el reloj que su abuelo guardaba en el culo: uno solo desea que el tipo lo logre y no importa nada más. No hay nada de eso acá; en este goce extremado por lo perverso falta la cursilería, la emoción, lo que se escapa del control de un director para colarse, lúdico e inocente, en la pantalla. Tarantino supo hacer cine “like a virgin” y tocarme cada vez como por primera vez, hasta esta película. Extrañé a sus actores antes de que fueran “sus actores”; extrañé la manera tan única y extraña en que este tipo filmaba el amor.
Conciencia de clase Una mujer duerme en un sofá. El teléfono la despierta. Es joven y hermosa; está triste. Todo en ella es cotidiano, conocido, pequeño y propio para una trabajadora de clase media baja como ella y como yo. Saca una pizza del horno. No hay ninguna música pero en el sonido ambiente, en la forma de descubrir el espacio, en el color de la imagen: ahí están la tristeza, el desorden, el sopor de la tarde, la soledad. El llamado telefónico de una amiga cercana nos informa el conflicto: Sandra (simple y bella Marion Cotillard) está intentando volver a su trabajo luego de una depresión, pero el empresario con el que mantiene la relación de dependencia ha decidido que no puede pagar el bono anual al resto de los empleados y recontratarla. O una cosa o la otra. La decisión está en mano de los compañeros del trabajo, que ya han votado y han elegido quedarse con el dinero. Pero la amiga de Sandra tiene la esperanza de persuadir al jefe para votar otra vez y lograr que el equipo la apoye. Eso implica, para una persona depresiva, luchar, tener fuerza y pedir. La palabra clave es “convencer”. Animarse a decir, hacer el intento, ser convincente. Ir uno a uno pidiendo ayuda, convenciendo. Venciendo en conjunto. Sandra tiene dos hijos y un marido que la ama. Hace cuatro meses que no hacen el amor. Él intenta apoyarla, sostenerla; pero sus hijos la enloquecen, la depresión se cuela, las pastillas son esa presencia a la vez salvadora e inquietante. Sandra llora en silencio. Tiene que hacer el intento de conservar su trabajo. El trabajo, el sentido, algo para entender qué está haciendo ahí, qué es lo que vale la pena recuperar. La ciudad suena simple y ajena. Hay una cámara que la acompaña: somos nosotros. Ella es completamente cierta junto a una cámara delicada y respetuosa pero dolorosamente incisiva. Sandra es real cuando se mueve, cuando mira, cuando respira y cuando espera. La cámara corta poco y nada, se mueve con ella y nos deja verla, sentirla. Todo sucede, fluye, se escucha, se huele. Su cuello; los hombros a través de la musculosa ajustada, la desprolija colita de caballo, el jean. Los ojos y las manos. La película se estructura en una serie de viñetas, de pequeños sucesos: cada encuentro de Sandra con un compañero al que convencer de dejar su bono y votar por ella. Tiene solo un día para convencerlos, un día y una noche. Así conocemos a cada uno de los personajes, metidos de lleno en el conflicto ético de qué hacer: si jugarse por el trabajo de una compañera o recibir el bono anual de mil euros. Como Sandra está apurada y la situación es tremendamente incómoda, los espacios suelen ser umbrales: puertas, pasillos, halls de entrada. La pregunta parece ser quién la deja entrar, quién al menos se permite la duda. Los cuerpos pelean en el borde de las ideas, dan cuenta del nerviosismo, del límite. Ahí en la pista donde se ven los pingos, diría algún tango porteño. Los compañeros de trabajo de Sandra, en general, están en aprietos. Precisan ese bono, como yo lo precisaría. No hay verdadero trabajador que no comprenda la sensación de necesidad de una platita extra; lo que depositamos ahí, el pago de una deuda, la compra de algo necesario, un aire, un pequeño respiro. La situación expone la contradicción más evidente del capitalismo: no se puede estar en dos lugares a la vez. Si un trabajador elige jugarse por los demás, anteponer la ética al pragmatismo, tiene que renunciar hasta a los más pequeños beneficios personales y eso implica quedar afuera, abdicar de ciertas cosas, salirse. Perder, bah, en la materia y en la idea. To be a loser. El lugar que nos queda es el de preguntarnos qué haríamos. Resulta difícil juzgar a los personajes y la película no lo hace: más bien ilustra el tipo de vínculo que estas situaciones despiertan, cómo tocan otras cosas, cómo ponen en juego las relaciones de poder, las historias personales, la memoria, las marcas de origen. Y en cada encuentro resulta imposible negar que hasta las decisiones más personales están atravesadas por la política: esa extraña forma abstracta del lenguaje humano. Tal vez sea ese el verdadero sentido de la conciencia de clase: no algo vinculado al acuerdo ideológico sino algo mucho más concreto, más cercano al acto de identificar a aquel que incluso en el desacuerdo ocupa un lugar parecido al mío. Sandra se desmorona muchas veces oscilando entre el posible triunfo y el posible fracaso. Cuando logra convencer a alguno, nos alegramos con ella; cuando le cierran la puerta, la vemos desbarrancar. Es terrible cómo está contada la sensación de desgaste de la lucha que el personaje emprende: el miedo, el orgullo, los picos de tristeza infinita. El contexto que ahoga también es el único sostén, la posibilidad de salir adelante, y en esa paradoja la relación de pareja está narrada con una ternura y un realismo muy profundos, muy bellos. La situación límite llega a su punto máximo al otro día, después de que se encontró con todos, en el momento en que van a volver a votar. Sandra espera, en uno de los planos más duros de la película, en tiempo real, qué es lo que va a pasar con su futuro. Y nosotros esperamos con ella. Entonces la película vuelve a girar sobre sí misma como un trompo para demostrarnos claramente cómo el conflicto por la felicidad o las ganas de vivir que podamos tener no está afuera, no es posible que dependa de otros, por más extremas que parezcan las circunstancias. Cómo la libertad, finalmente, no es una conquista pragmática sino ideológica, que tiene algo de epifanía, por qué no, de locura. Y que bueno, nos cambia la vida aunque sea un ratito: ese efímero y gozoso momento en que uno sabe que está comprometido con uno mismo y con lo que cree, y sale afuera y siente que rearma su propio andar, sus piernas, su corazón adentro. Sandra habla por teléfono con su marido, sonríe, camina, se aleja despacio de la fábrica. Siento que estoy frente a una obra de arte que me habla directamente, que sin ninguna estridencia me arenga y me consuela, y que por eso es revolucionaria.
Muchos padres están preocupados por el rol que cumple la computadora en la vida de sus hijos adolescentes, y se quejan de no comprender la fascinación que el universo de las redes ejerce sobre los más jóvenes. Eliminar Amigo no habla estrictamente de eso, pero bajo su apariencia superficial de peliculita de terror adolescente –que muchos adultos ni siquiera se detienen a observar en la cartelera– se esconde un material completamente recomendable para intentar comprender ese lenguaje que nos excede y donde se ponen en evidencia, tal vez como en ningún otro sitio, las diferencias de percepción generacionales. Lo que sorprende de la película es el procedimiento, digno del mejor cine de terror de todos los tiempos: poner en la pantalla miedos inconscientes que no sabíamos que teníamos, y hacerlos signos de nuestro tiempo. Básicamente, hacernos vivir nuestras propias pesadillas. Utilizando las pequeñas esperas, ansiedades y frustraciones con las que lidiamos día a día en el universo informático –esperar una descarga, aguardar la apertura de un programa, desear una respuesta que no llega– la historia se va cargando de una densidad inusual, logrando lentamente enrarecer lo conocido y abrir las puertas de lo inverosímil. El formato visual redefine todo lo visto hasta el momento en términos de poner en pantalla material supuestamente encontrado –ese sub-género que inauguró El Proyecto Blairwitch – y se vuelve completamente original: vemos solamente la pantalla de la computadora de una linda chica que mantiene videollamadas con su novio y sus amigos. De este modo, la vemos a ella a través de la cámara de la pantalla, y también a ellos, cada uno en su casa. Hay un usuario que no pueden eliminar de la conversación, y que será el principio del desorden: eso que no pueden ocultar y que ha venido a buscarlos. La película no traiciona nunca sus propias premisas: jamás pierde la perspectiva “skype”, donde las únicas cámaras son las de las computadoras de cada personaje, y tampoco abandona el punto de vista de la chica protagonista. Ese apego a los recursos se transforma en solidez narrativa y colabora en gran medida con la sensación de asfixia general, tan palpable que incluso nos hace pasar por alto ciertas escenas algo forzadas, sobre todo en la última media hora. Pero también esto es terror y tiene un toque bizarro que es inherente al género. La mirada sobre los asuntos adolescentes no resulta para nada ingenua. La película se convierte en un retrato terrible de un momento vital donde los límites del dramatismo no existen, y donde parece no haber posibilidad alguna de reflexión sobre las acciones propias o las de los demás. Impacta sobre todo la estridencia con la que son planteados los problemas, las traiciones, los secretos: los personajes son atravesados por una histeria agobiante, que causa verdadera angustia. La violencia en la que están inmersos trasciende la situación puntual y parece ser parte fundamental de los vínculos y los afectos. El trabajo de sonido de la película acentúa esta sensación, ya que los sonidos estandarizados de la comunicación, conocidos por todos, se mezclan con gritos, disparos, ruidos desesperantes; como en la percepción de un psicótico, ficción y realidad ya no tienen frontera. Pocas cosas asustan tanto –y sobre todo en la adolescencia– como la exposición de nuestros secretos a la mirada general. La internet es una posibilidad constante de que eso suceda: en cualquier momento podría salir a la luz nuestra información acumulada, nuestros chats, nuestras imágenes. ¿Cómo nos sentiríamos si se revelara lo que tenemos oculto? ¿Cómo es ser adolescente en un tiempo donde la exposición al ridículo es una posibilidad cotidiana? Eliminar amigo es una buena película de terror porque nos propone un espejo clásico y nuevo a la vez, ese que se empeña en mostrar nuestras deformidades y hacernos sentir miedo de nosotros mismos.
Mucho se ha dicho ya sobre el largometraje número quince de Pixar, a favor y en contra. Yo lloré mucho durante la película y eso puede ser traicionero a la hora de escribir, porque suelen sobrar las palabras cuando uno está atravesado de un modo tan simple y físico por las emociones. Así que, queridos lectores, sepan que estoy hablando de una película con la que, sobre todo, me emocioné intensamente. Pero después de salir del cine me encontré con algunas objeciones que me llamaron la atención. Una de ellas es que la película no respeta el código de la aventura porque no existe en ella “peligro real”, porque la niña no pasa por ninguna situación realmente crítica. Primero, ¿qué es peligro real? ¿El peligro que corren los pececitos, las ratas o los juguetes de un niño? Es una categoría un poco extraña. Uno sabe que Woody va a volver a la casa, como sabe que Nemo va encontrarse con su papá o que Remy, la ratita cocinera, va a terminar salvando el día; eso no impide para nada sentir sus aventuras y llenarnos de adrenalina en cada una. Del mismo modo, en Intensa-Mente el peligro es completamente real: es el peligro de perder las emociones, de dejar de sentir. El conflicto es clarísimo: si Alegría y Tristeza se pierden, la pequeña Riley cargará con un trauma, con un dolor que le alterará la personalidad para siempre. ¿Hay un peligro más real que ese? En las películas de Pixar suele suceder que se cruzan dos mundos que no deberían cruzarse; pasa algo que hace que un universo se entrevere con el otro y de ahí el conflicto: monstruos y humanos, ratas y cocineros, juguetes y niños, peces de pecera y de océano. La existencia de esos mundos paralelos genera una verosimilitud natural y fluida para la animación 3D y construye una forma de humor que cuenta con la virtud de funcionar al mismo tiempo para niños y para grandes, porque el “mundo real” está también ahí, en conflicto con lo fantástico. Es decir que la vida de los personajes de fantasía, los “irreales”, está condicionada por su relación con el otro mundo, el cotidiano. Aunque lo fantástico se encuentra esta vez dentro de la niña, y por eso forma parte intrínseca de “lo real”, Intensa-Mente cumple a la perfección con esta premisa. Más allá de los conceptos neurocientíficos que la película maneja, es evidente esa construcción de un “mundo dentro del mundo” que tiene sus propias reglas aunque interactúa con aquel. Y que tiene su propio diseño, claro. Puede ser que resulte algo obvio que Tristeza sea azul y gordita, o Alegría parecida a Campanita, pero no puede olvidarse el trabajo increíble de combinación de elementos estéticos que implica el diseño de todo ese mundo que es el pensamiento de Riley. El color, la forma, el sonido y la luz son las variables que se combinan con una organicidad total para construir con realismo una versión casi insuperable del misterio humano. No hay que olvidar la dificultad enorme que significa ordenar el caos, volver visible lo invisible, graficar de forma comprensible lo que apenas puede enunciarse. ¿Cómo dibujar la interacción entre emociones y pensamientos? ¿Qué recursos utilizar para mostrar la complejidad del universo interior? La creatividad y la locura no están tan centradas en el quinteto de personajes principales (y por eso se les reclama una cierta “sutileza”, de la que carecen por representar emociones completas), sino en las soluciones encontradas para construir escenarios que, a pesar de tener elementos maravillosos, deben resultarnos conocidos para poder generar empatía. Pensando en la película me vinieron a la cabeza dos materiales: Donde viven los monstruos, de Spike Jonze, y El viaje de Chihiro, de Hayao Miyazaki. Esas miradas sobre la organización del universo emocional de la infancia son mucho menos concretas: no hay una representación clara y cerrada de cada emoción sino un cúmulo caótico, poético, de sensaciones atravesadas por una multiplicidad de significados posibles. Intensa-Mente opta por una versión simplificada e identifica muy claramente el cerebro con una sala de comandos que llena de explicaciones, dualidades y certezas científicas el planteo de la película: esto es la alegría, esto es la tristeza, esto es el miedo, esto es la furia. Pero lo interesante es cómo, a medida que avanza, esas premisas se resquebrajan para convertirse en otra cosa, para complejizarse al punto de reconocer su propia falencia. El cuestionamiento de las dualidades y la evidencia de la ilusión que supone representar de ese modo tan simplificado la relación entre emoción y pensamiento termina resultando fundamental en la inteligencia del planteo. Es como si la película se volviera sobre su propio eje y basara la resolución en una guiñada emotiva que cualquier pibe puede comprender: no hay alegría sin tristeza ni furia sin miedo; el lenguaje no alcanza para nombrar los sentimientos. Pero lo que sí hay son personas con las emociones adormiladas, con la infancia muerta y las “islas de personalidad destruidas”, sin capacidad de ingenuidad o asombro y sin rastro de retorno. Intensa-Mente es una película muy original y muy bella. Hace llorar a las almas nobles.
Juliette Binoche es una de esas actrices que realmente ponen en juego aquella famosa frase de Godard que dice que toda película es un documental de sí misma. En este como en otros materiales, uno podría olvidar la narrativa y pasarse la película entera deteniéndose únicamente en la apreciación de su trabajo actoral: en lo genuino de los cambios en su mirada, en la intensidad de su voz, en la frescura relajada de su cuerpo en relación a la cámara. Assayas la dirige con maestría; la pone en dificultades que ella sortea con profesionalismo y elegancia pero sin perder jamás la fuerza dramática: debe resultar mágico fotografiar a alguien con esa capacidad de entrega y autenticidad, que resulta una belleza extraña dentro del mundo de la afectación, la hipérbole continua y las operaciones para modificarse el rostro y el cuerpo al que estamos acostumbrados. La Binoche es un alivio en su adultez y ambigüedad. Justamente por eso resulta perfecta para El otro lado del éxito, donde interpreta a María Enders, una actriz muy famosa que debe viajar para recibir un premio en nombre de su mentor Wilhelm Melchior, escritor y director responsable en gran medida de su prematuro salto a la fama. María viaja a todas partes con Valentine, su asistente personal, que se encarga de administrar su vida y de ayudarla para aprenderse los textos de memoria. Es también su conexión más evidente con el mundo de la prensa en internet, el chusmerío de espectáculo, los escándalos mediáticos de los actores jóvenes y un modo de hacer cine supuestamente “poco-serio” vinculado a “colgarse de una soga adelante de un telón verde”, como ironiza María al explicar su rechazo a un papel en la secuela de una saga de súper héroes. Kristen Stewart, la actriz que interpreta a Valentine, es en la realidad la protagonista súper estelar de la saga Crepúsculo: representa realmente ese recambio generacional. La película se estructura entonces en un juego de espejos entre la realidad y la ficción, y va abriéndose como quien juega con matrioshkas, esas muñecas rusas que se esconden una adentro de la otra. Frente a la muerte de su mentor, María acepta volver a ser parte de la obra de teatro que la llevó a la fama: La Serpiente de Maloja. Es un texto sobre una empresaria que se enamora locamente de una jovencita que la utiliza y manipula, haciéndola perder todo y desbarrancar su vida. En la primera versión María contaba con diecisiete años e interpretaba a la joven y seductora Sygrid, pero ahora la convocan para el papel de Helena, la empresaria casi inducida al suicidio por su amor maldito. María y su asistente viajan a una casa en las montañas donde se dedican a la lectura de los diálogos de la obra y a la creación del personaje, y es allí donde el relato se interna en sus temas centrales: la pérdida de la juventud, el miedo a la madurez, la inclusión de la puesta en escena en la vida cotidiana, la relación entre creación y deseo. ¿Es posible salirse de ciertos personajes que nos hemos creado y en los que hemos creído? Pienso en Birdman, en esa mirada absurda sobre el mundo del espectáculo donde todos son una especie de monstruos grotescos. Aquí la “famosa” es una mujer de carne y hueso, con sus batallas ganadas y perdidas, su encanto y sus neurosis, humana y movida por algunas emociones que puede confrontar y por otras que ni siquiera conoce. Es un personaje complejo y comprensible atravesando una crisis, pero no en función de algo que va a pasar luego, no en función de la resolución del problema. No importa mucho qué pasa después, sino la voluntad de detener nuestra mirada en lo que pasa ahora, en ir más y más hondo en la contemplación y la comprensión de un pedacito de tiempo en una vida, en un vínculo. Incluso, si bien la película opina en la voz de sus personajes sobre el cine de súper héroes,la evolución de los códigos de actuación o la relación con los medios de comunicación, siempre lo hace de modo ambiguo, planteando preguntas más que respuestas, eligiendo ilustrar los espacios de reflexión y discusión con varias voces disímiles. La relación entre actriz y asistente va creciendo en intensidad con sutileza, ayudándose por un montaje muy fresco y caprichoso, lleno de errores de continuidad, donde cada escena termina casi aleatoriamente con un fundido a negro. Esta estructura en viñetas separadas brinda a la película un ritmo peculiar, lento, con una cadencia precisa que se acompaña muy bien con poca música y mucho sonido ambiente cercano al silencio. Es como un rompecabezas ultra sofisticado, como en el mejor Assayas (pienso en Clean y en Demon Lover) porque los personajes se piensan a sí mismos de un modo perezoso e inconcluso, abriendo una gran brecha entre su conciencia y sus acciones; sus contradicciones más hondas aparecen, como en la vida, en pequeños gestos y palabras, en la manera en que se paran una frente a otra, en las tonalidades de la voz. El ámbito de las montañas aporta una aislada y honda belleza, sirviendo como marco simbólico para el deseo que comienza a surgir mientras practican los diálogos de la obra, comparten diferentes puntos de vista, se ríen, descubren, interpretan, se pelean y consumen una en la otra. La narrativa prácticamente se detiene y el mundo real, con otros personajes y conflictos (sobre todo el de Chloë Grace Moretz como la nueva Sygrid) sirven como irrupción en ese universo de ensoñación entre ficción y realidad que no deja demasiado lugar para nada más. Hacía mucho tiempo que no veía contar el paso de la tarde con un plano tan hermoso como el de Juliette Binoche y Kristen Stewart durmiendo en la montaña. No logro dar con las palabras, pero intento transmitir que quienes disfrutamos plenamente de discusiones estéticas y artísticas, o hemos participado de procesos de creación colectivos, podemos encontrar en esta película una pintura fiel de lo entreveradas que son las relaciones que giran en torno al trabajo sensible, y cómo la autoridad, los roles de poder y los vaivenes del deseo se entremezclan y se cuelan por todos lados. Me da gracia que tantas personas hablen de esta película como “cine arte”, o “cine muy francés”, desmereciéndola por eso, como si eso fuera un motivo de desprecio, como si eso fuera “algo” concreto. Lo que sé es que encontré un material lleno de guiñadas, construido con un trabajo ensimismado y genuino, y si bien el contexto puede resultar “banal”, no es menos banal un personaje por ser pobre o por ser esclavo o lo que sea: depende de cuán interesante resulte la forma en que está elaborado y actuado. Y dejo de escribir porque siento que este texto no logra nada más que un retrato confuso; no sé, tal vez esté bien así. Al fin y al cabo, intenta reflejar una película llena de trampantojos: esos efectos de las pinturas barrocas en los que una imagen se repetía adentro de otra hasta el infinito.
Una pareja joven duerme en la cama. Viven en un pequeño departamento de la ciudad. Parece que se quieren, pero ella lo rechaza en el primer movimiento sexual de la película. Están a punto de mudarse porque están cerrando la compra de una casa. En el viaje de ida en auto a firmar el contrato la cosa se complica: al primer problema se exasperan, se gritan, se pelean. Y la cuestión es esa, el retrato de una relación donde no hay armonía ni paciencia; uno de esos amores que no podrían nunca hacernos felices porque están signados por la desconexión y el desencuentro. Es una película de diálogo y el guion demanda muchísimo de los actores, que tienen que sostenerla en los gestos, en las caras, en los tonos de la voz. A veces la cosa funciona bien y se logra una verosimilitud interesante; otras escenas son demasiado solemnes o sobreactuadas y la energía se siente forzada. Hay algo del hermetismo dado por el guion que también es raro: es un poco mucho lo que no se dicen, le falta sutileza a la distancia. Pero la fuerza de la película está en algunas brutalidades muy bien logradas. La escena en la que él empieza a romper objetos de la casa es dolorosamente real, y el in crescendo del desborde está trabajado de forma obsesiva, con maestría. Del mismo modo, la violenta escena de sexo que protagonizan ambos en el garage de la casa de un amigo logra sintetizar los bemoles de la relación: el descontrol de dejarse llevar por un erotismo que lastima, que hace daño. Esa escena es realmente muy impresionante, sobre todo porque narra también el agotamiento, el desgano de quienes ya no pueden más, el cansancio de querer resolver y no poder, de querer comunicarse o encontrarse y no saber cómo. ¿Cómo se construye el erotismo? ¿Cómo se instala en el cuerpo? ¿De quién nos enamoramos? ¿Hay una lógica del deseo? ¿Por qué sostenemos ciertas relaciones? Esas preguntas no son nunca menores y está lleno de materiales pseudo artísticos que parecen dar respuestas, certezas, recetas para la vida. Esta película no cae en ese tipo de universalidades y se limita a construir dos personajes consistentes, ambiguos y desesperados. La tristeza, la falta de sentido, el grisáceo contexto de hipocresía y agresión se dejan ver en los personajes secundarios, en el sentido del dinero, en la necesidad de cumplir con ciertos mandatos que supuestamente garantizan una vida de logros y felicidad. Me resultó muy terrible que terminaran juntos, que se resignaran. Es realmente difícil volver de la violencia: suelen ser procesos que requieren años, mucha reflexión y mucho trabajo, y tomar la decisión como guionista de dejar esos personajes juntos es amarga. En ese sentido, abre una puerta más interesante: ¿qué es un final feliz? En términos de realización me impresionan los niveles técnicos a los que ha llegado el cine argentino. La construcción de los espacios, el laburo de arte con respecto a los colores, la fotografía, el montaje: se logra un dinamismo y una belleza en los encuadres, en la apuesta de cámara, que implica una mirada muy consciente en cuanto a lo técnico y un trabajo de planificación que parece exhaustivo sin necesidad de ser rimbombante o llamar la atención sobre sí mismo. No es sencillo contar dos subjetividades a la par sin que ninguna aparezca desequilibrada, aunque tal vez es cierto que se tiende a una identificación algo mayor con la chica, huella quizás de la mano femenina en el guión.
Esta película de ciencia ficción es una coproducción entre España y Bulgaria, pero los personajes hablan en inglés. Capaz que hablada en español hubiera tenido más sentido en términos de ampliación de fronteras de una filmografía nacional, o hubiera estado más cerca de encontrar una identidad propia. Es fácil darse cuenta de que Autómata sigue la línea de muchos otros relatos previos que plantean el futuro como distopía, como un horrible cementerio tecnológico contaminado, desolado y triste donde casi no queda rastro de la naturaleza. Esa referencialidad resulta interesante a la hora de pensar cómo una idea de futuro posible reconfigura el pensamiento sobre el presente. Visitando la historia del cine puede rastrearse cómo cada época del pasado ha construido su idea de futuro y ha visto en esa representación un diálogo con cada uno de esos presentes. Pongamos un ejemplo súper tonto: uno mira Los Supersónicos y se enternece con la tecnología que sus creadores imaginaban, así como puede leer en la figura de Robotina cierta idea de rol femenino muy clara para la época. Hay un disfrute a priori ahí, un placer relacionado con el género “ciencia ficción” como juego de espejos entre distintos pliegues temporales, entre símbolos, filosofía y significados múltiples que suele resultar bastante estimulante en este tiempo, en general enfermo de literalidad. El futuro puede ser un terreno fértil para la advertencia crítica (si seguimos así nos pasará tal o cual cosa) o para la afirmación conservadora de ciertos cánones sociales (mire señora que esto, esto y esto continuarán siendo así porque siempre lo han sido). Cada relato oscila en este péndulo con más o menos conciencia; apoyarse en ideas anteriores de futuro, éticas y estéticas, puede ser una jugada interesante si no hay suficiente presupuesto ni creatividad para arriesgarse de verdad a la invención de un mundo nuevo. Es que una de las reglas del relato fantástico supone que haya ciertos anclajes con la realidad: necesitamos reconocer parámetros para comprender las diferencias y empatizar con los personajes. Por eso es tan complejo llegar a un equilibrio verdaderamente original; la verdad que seguir basándose en Asimov o en Dick resulta un camino perezoso pero aparentemente más seguro, que hace que los espectadores reconozcan el “look” de la película y piensen que sí, que es cierto, que lo que hay ahí es ciencia ficción. Como buena nacida en los ochenta, prefiero los futuros rotos, oscuros y trash antes que la asepsia macintosh-publicitaria de una película como Her, por ejemplo. Autómata lidia con la estética desde una premisa pseudo-inteligente: las cosas han salido mal y la humanidad atraviesa un “retroceso tecnológico”. Eso le permite mantener la verosimilitud aunque presente un universo técnico ecléctico, amigo de un presupuesto acotado: todo está lleno de basura pero caben algunas propuestas flasheras de esas que uno piensa: “pah… ¿será así alguna vez?”. Es el caso de la escena donde la esposa embarazada de Antonio Banderas (que interpreta a un encargado de seguridad que se ocupa de chequear que esté todo bien con los robots en las calles) se hace una ecografía estructural sentada, sola, en el living de su casa. ¡Y ve clarito a su bebé como un holograma! En términos de guion, no sé si tiene sentido pensar mucho esta película. No hay nada muy nuevo: los robots no pueden volverse inteligentes pero finalmente sí se vuelven inteligentes y arman un lío bárbaro para nuestro pobre anti-héroe y su familia. La inconsistencia más profunda es ideológica: la intriga se inicia en unos barrios bajos marginales que luego jamás se ponen en juego y salen de la película tan aleatoriamente como entraron; los “malos” son los dueños de la empresa que hace los robots pero al final resulta que no se sabe cuánto tienen de responsables; el jefe de Banderas que se comporta como un hijo de puta funcional termina resultando su más preciado y honesto amigo. Básicamente, la sensación de frivolidad lo atraviesa todo. Pero hay algo que no deja de ser interesante y bastante novedoso: es el planteo de que la evolución natural de la humanidad son los robots, casi como dentro de un esquema darwiniano. Y que esos robots pueden, de hecho, resultar mejores, más buenos, más ecológicos, limpios y buenos para la tierra que los humanos, esos malditos simios violentos. Y que esos robots a su vez crearán nuevas especies que los superarán. No sé, esa idea de evolución a lo “superhombre” me llamó la atención porque ideológicamente es tan asquerosa que me dejó un gustito a esas cuestiones que se cuelan en un guión casi sin querer, de modo inconsciente, y que resultan chispas bien sabrosas a la hora de ver una película. En lugar de llenar la cosa de detalles empáticos y políticamente correctos, las ganas de defender la tecnología (y una raza superior) deberían ser menos contradichas, menos solapadas. Hubiéramos estado frente a una obra menos boba y, aunque igual de desagradable, tal vez algo más valiente y leal al tiempo al que pertenece.