Más que film, un producto de diseño.
Los rodajes de la era digital no son tales. Al fin y al cabo, el proceso de captación de imágenes y sonidos de los nuevos dispositivos no incluye nada que ruede: ni rollos de cinta, ni manivelas, ni cabezales. Pero el cine, tan volátil y fugaz en sus corrientes artísticas, está menos preocupado por esa correspondencia entre definiciones y hechos, y al acto de filmar se le sigue llamando rodaje. Para Alicia a través del espejo no sólo no rodó nada, sino que quizá podría haberse hecho sin siquiera algo parecido a un rodaje: da la sensación que el peor producto de la factoría Disney en años se terminó mucho, muchísimo antes del ingreso de actores y técnicos al set. Incluso James Bobin, el mismo (o al menos eso aseguran las fichas técnicas) de Los Muppets, podría haber sido acreditado como diseñador en lugar de director y nadie haría demasiado escándalo. Quizá el único aporte del film –que, para mantener la línea del purismo lingüista, tampoco debería llamarse así– a la historia del cine sea justamente ése, el de evidenciar hasta qué punto puede prescindirse de un director a la hora de hacer una película.
Ya sin Tim Burton en la silla plegable pero con gran parte del equipo técnico y actoral de la primera entrega, Alicia a través del espejo es un eslabón recargado de la era multitarget que atraviesa Hollywood. Era en la que priman los traumas familiares como explicación única de cualquier conflicto y en la que todo –dirección y elección del casting, diseños visuales, música– parece alinearse bajo la voluntad de un guión de hierro, infranqueable, fosilizado y, por si fuera poco, abundante en explicaciones, no sea cosa que alguien pierda el hilo narrativo. Así se entiende que en una historia bien básica cuyo eje es el paso del tiempo y la eterna ambición del hombre de controlarlo y manipularlo –Alicia (Mia Wasikowska) debe salvar de la muerte al Sombrerero (Johnny Depp, en cada película más caricatura de sí mismo) remendando un par de situaciones familiares, obvio, en el pasado–, la palabra “tiempo” se repita no menos de cuarenta veces. Lo visual, entonces, es la somera ilustración en imágenes digitales, plásticas e imponentes pero sin vida de esos diálogos explícitos, convirtiendo a Alicia en el país de las maravillas en una auténtica obra maestra al lado de ésta.
Catalogada como uno de las películas más flojas de la filmografía de Tim Burton, la menos personal, la más automática y estándar, aquélla encontraba su principal problema en que ese universo era ajeno a los parámetros habituales del realizador, ya que la adaptación del clásico de Lewis Carroll había estado a cargo, igual que aquí, de la guionista Linda Woolverton. Es cierto que allí no estaba la huella autoral de un director habituado a estampar su obra con marcas y una visión del mundo personales, pero la secuela invita a pensar que esa falla en realidad fue mérito, y que quizá su función pasaba menos por darle su impronta que por tratar de enmarcar ese universo fantástico dentro de una serie de reglas lógicas. Ahora, ya sin Burton como director, lo que hay es una película que interpreta a la fantasía como una luz verde para que pase literalmente cualquier cosa, confundiéndola con el más liso y llano arbitrio. Cosas que pasan con el cine prediseñado.