Mellon Collie and the Infinite Sadness
Suele decirse que cuando una película se basa en un libro hay que juzgarla como película y no compararla con su referente literario. Estoy de acuerdo, pero esta vez voy a hacer todo lo contrario, porque me parece que esa comparación ilumina los aspectos de la película de Burton que la convierten, sin vueltas, en una película mala, más allá de la parafernalia visual que Burton sabe construir a la perfección (la perfección es una cosa fría, por otra parte). El relato de Carroll empieza con un poema cuya belleza puede percibirse incluso en esta traducción mala; en él se cuenta una excursión por el río que el narrador comparte con tres nenitas: “En plena tarde dorada/ nos deslizamos con toda placidez;/ porque nuestros dos remos, con poca habilidad,/ son impulsados por pequeños brazos,/ mientras pequeñas manos en vano pretenden/ guiar nuestro ambular”. Estas tres nenas le piden al hombre que les cuente un cuento. Cada vez que él se detiene le suplican, ávidas de imaginar, que el relato siga, y ponen como condición que se trate de una historia sin sentido, de una historia del “nonsense”, que es la característica principal de la Alicia en el País de las Maravillas que escribió Lewis Carroll.
Toda la escena tiene lugar a la hora de la siesta, hora del juego y la niñez. Al final de este poema introductorio el narrador le dedica el libro a Alicia, que es una nena de siete años, y le pide que tome esa historia y con mano gentil la guarde en el lugar en que los sueños de la infancia se entrelazan con la memoria, como a una guirnalda recogida en un país muy lejano. Ese país lejano es justamente la infancia perdida, por eso este comienzo tiñe todo el cuento con la melancolía de lo que ya no es. Y lo que viene después es nada menos que uno de los relatos más extraños que dio la literatura, porque no está construido según la lógica racional de la vigilia sino de acuerdo con los procedimientos de los sueños, donde las cosas y los espacios se transforman y donde reinan el sinsentido y la incertidumbre. La aventura de Alicia consiste en aprender a moverse en ese mundo y a usar la inteligencia –porque ante todo es una nena muy despierta– para poder entrar en el juego. Ese aprendizaje le permite, sobre el final, valerse de la astucia y el ingenio para defenderse en un juicio en que se la acusa de haberse robado unos pasteles que pertenecían a la Reina de Corazones.
Ahora, ¿qué demonio de la normalidad hizo que Tim Burton se salteara olímpicamente las cualidades más importante de este relato, que son el sinsentido y el carácter onírico, para convertir a su película en una lucha entre el bien y el mal (gracias, Hernán Schell) que se parece más a la Troya filmada por Hollywood que al libro perturbador y originalísimo de Carroll? Menciono a Troya, aunque la referencia sea disparatada y mucho más berreta, como otro ejemplo de la prepotencia con que a veces se aplana un relato original. Alicia se parece más al Aquiles de Brad Pitt que a una nena que juega cuando cabalga en un perro y una música heroica la acompaña. Burton tuvo momentos de una fineza parecida a la de Carroll cuando hizo de El joven manos de tijera un cuento narrado por una abuelita que transmite a la nieta, con la ternura y el dejo de tristeza de su voz gastada, la historia de un amor perdido que la cambió para siempre y la inmortalizó tanto en el relato como en la memoria y en las esculturas efímeras de Edward Scissorhands.
Acá, Alicia es una chica que está a punto de comprometerse a la fuerza con un Lord espantoso y que en un momento de desesperación se escapa para introducirse en un Wonderland que, sabremos después, es el lugar que frecuentó de niña y al que había olvidado. El problema es que en ese país de las maravillas no hay otra cosa que decorados burtonianos y una lucha entre la Reina Blanca y la Reina de Corazones, que Alicia deberá dirimir enfrentando a un monstruo para matarlo con una espada especial. De aquel relato, extraño y sutil, sobre la potencia imaginativa de la infancia, Burton hizo ni más ni menos que una especie de épica, una aventura heroica, que sigue siendo una película de Burton solamente porque aparecen algunos pares de mellizos, pero donde se juega todo al maquillaje (y el colorinche en la cara del Sombrerero de Johnny Depp, que varios primeros planos insistentes nos obligan a apreciar, es la cifra de esta apuesta absoluta a nada más que eso, el maquillaje).
Pero lo peor de la película, que marca y subraya y enfatiza todo el tiempo ese carácter épico, es la música de Danny Elfman, un cliché hollywoodense que irrumpe a cada rato para señalarnos, por ejemplo cuando Alicia debe atravesar una muralla, que “acá hay una prueba dificilísima que la heroína debe atravesar para tener éxito en su aventura”. Esa aventura es la de ponerse del lado del bien en un enfrentamiento que no le pertenece y aprender la valentía para volver después al mundo real, rechazar al novio horrible y dedicarse a hacer negocios en la compañía en la que antes trabajaba su padre. Esta Alicia termina embarcada –literalmente– en la aventura de ampliar los horizontes de una empresa comercial hasta la China, en pleno imperialismo británico. ¿Qué quiso hacer Burton? ¿Una Alicia feminista que se convertirá en empresaria exitosa? La corrección política más burda suele dar esos frutos. El libro de Carroll, en cambio, termina con una Alicia que crece, sí, pero que conserva el corazón sencillo de la infancia y por eso puede a su vez inventar muchas historias fantásticas que hacen brillar los ojos de otros chicos reunidos a su alrededor. Burton mostró algunas veces esa capacidad de inventar historias delicadas y melancólicas que hacían brillar los ojos con asombro. Ahora que al parecer dejó de creer en la potencia de las historias, los ojos brillan al salir del cine con un tono distinto, el de la decepción, que no deja otra cosa que una melancolía poco disfrutable por sus otras películas (todo lo contrario de la Mellon Collie del disco de Smashing Pumpkins), y una tristeza infinita.