Los confines de la imaginación y la locura
Para adentrarnos en el contexto del último opus de Tim Burton, nada menos que una aproximación a los populares cuentos (finalmente novelas) centrados en las peripecias de la heroína Alicia, resulta imprescindible repasar algunos datos de su autor, conocido bajo el seudónimo de Lewis Carroll. Además de escritor, este pastor anglicano (fallecido en el año 1898 en su Inglaterra natal) era matemático y lógico, hecho que más allá de ser anecdótico puede resignificarse tomando como punto de partida la historia de Las aventuras de Alicia en el país de las Maravillas (su primer cuento) y de Alicia a través del espejo y lo que encontró allí (su secuela), siendo este último caso una obra más propensa al uso de metáforas y alegorías, que el director de Batman mezcló para dar forma a lo que podría considerarse como una tercera parte con una Alicia de casi 20 años.
En esta versión pergeñada por la delirante mente del realizador se recupera la figura de la protagonista en pleno tránsito de la pubertad hacia la adultez y, en un segundo nivel, bucea en la búsqueda de su propia identidad en rebeldía ante las imposiciones y mandatos sociales. Así lo refleja la anécdota que da comienzo al film: Alicia (buen debut de Mia Wasikowska) llega engañada a la antesala de la boda en la que su pretendiente le propondrá casarse ante una congregación de familiares y allegados, entre quienes se encuentran su madre y su hermana. Semejante traición la llevan a abandonar el lugar y luego a dejarse llevar por la curiosidad de un conejo blanco que la conduce a su madriguera, junto a un árbol, en la que termina por caer. A partir de allí no abandonará la tierra de Underland, donde tomará contacto con una serie de personajes, entre ellos el sombrerero loco (inspirada creación de Johnny Depp), la oruga azul (voz de Alan Rickman), el gato de Cheshire ( voz de Stephen Fry), la malvada reina roja (genial Helena Bonham-Carter) y la reina blanca (una deslucida Anne Hathaway). El resto transita por el camino de la aventura iniciática, en la cual la joven Alicia deberá matar al dragón Jabberwocky (voz de Christopher Lee) para destronar a la reina roja.
A eso debe sumársele la desatada fantasía del director de Ed Wood, que al transferir sus escenas al sistema 3-D consigue un plus en cuanto a la imagen y al movimiento de los objetos en la pantalla, sin renunciar a sus habituales marcas de estilo que le otorgan a la trama ciertas aristas oscuras e ironía volviéndola más atractiva aún. En esa sutil arremetida irónica descansa paradójicamente el espíritu de la novela original, que se mofaba de la burguesía de aquella época mediante juegos de palabras y alusiones políticas que en el caso de Burton se sintetizan en la cohorte de aduladores de la reina roja, entre otras cosas.
Ahora bien, ¿en qué reside la importancia de los relatos de este escritor del siglo XIX y cuál es su relación directa con Tim Burton y su cine? En primer lugar en la impronta transgresora tanto de uno como de otro de acuerdo a sus lenguajes artísticos. En el comienzo de la novela la niña escucha con poca atención un relato que le lee su hermana, carente de diálogos e ilustraciones. De ahí, la posibilidad que tiene la pequeña Alicia de crearse un universo propio mediante el lenguaje para salir del tedio. No a partir de la fantasía, como suele interpretarse. Este prólogo nos permite remontarnos por otro lado a los orígenes del conocimiento a través de la primera herramienta cognitiva, que es aquella proporcionada por las palabras para reconocer los objetos, sin la chance de que estos puedan tener otro significado. Esa imposibilidad es la que dificulta la irrupción de la imaginación, que justamente representa entre otras cosas la falta de libertad
En el caso del inventor de El joven manos de tijera la limitación del leguaje que ancla el sentido es equivalente a la de la imagen que literalmente representa una sola cosa, propia de ese cine carente de vuelo que sigue a rajatabla modelos de representación que dictan un orden establecido, incluso cuando de fantasía se trate. Para romper con esa ley es esencial la apertura hacia la poesía, tanto en el terreno literario como cinematográfico, y mediante ella a la multiplicidad de sentidos para reinventar la realidad. Eso es precisamente lo que hace Tim Burton en la construcción de sus propios universos, atravesados por reminiscencias de pesadillas infantiles, criaturas extrañas e incompletas (o con algún defecto físico) y en la manifiesta defensa de la locura para evadir la chatura y el orden del mundo real.
Allí está entonces el famoso y utópico mundo de las Maravillas de Burton y Carroll, al que llega la inocente niña tras caer en la madriguera del conejo Blanco. Un lugar habitado por seres extraños que la someten a diferentes acertijos lógicos que derivan en respuestas absurdas (línea que la película lamentablemente no explota) durante su proceso transformador. Y si de locura se trata, sólo unos pocos realizadores como éste tienen la capacidad de no ilustrar con imágenes preconcebidas para orquestar una imaginería tan rica y propia, que en este caso particular impregna al film de un costado ambivalente por generar una tensión entre la idea transgresora de la libertad frente a la de la predestinación. Eso lo aleja desde ya, y pese a tratarse de un producto financiado por Disney, de cualquier narración infantil tradicional.
Sin llegar al status de obra maestra por algunas concesiones y desniveles narrativos del guión escrito por Linda Woolverton (La bella y la Bestia), el autor de El gran Pez se despoja de inmediato de la realidad mundana de mediados del siglo XIX para sumergirse en las profundidades de la mente y hasta de la locura al dejar abierta la idea del olvido y la memoria en un enfoque más pernicioso que beneficioso.