Un desatino descafeinado
Dice Jenny Woolf, autora de El misterio de Lewis Carroll: “Los libros son como un test de Rorschach, una pantalla sobre la que la gente proyecta sus propias ideas”. Los filósofos Martin Gardner y Gilles Deleuze, como varios psicoanalistas y críticos literarios, además de Walt Disney y Jan Svankmajer en el cine, han proyectado, entre otros, sus obsesiones respecto a esos dos textos inclasificables: Alicia en el país de las maravillas (1865) y Alicia a través del espejo (1871). Burton no es una excepción: su pasión por la excentricidad, por todo aquello que se descentra y se desencaja de un orden establecido constituye su soberanía y se puede rastrear en su versión de Alicia. ¿No es el agujero de Alicia y su universo onírico una vía hacia un mundo con otras reglas, una transgresión lúdica en donde Ed Wood, Charlie, Eduardo Manos de Tijera bien podrían ser ciudadanos ilustres?
Desde el inicio, la tesis es simple: los que parecen locos son extraordinarios. Eso le dice el padre a una Alicia todavía en su infancia, preocupada por sus recurrentes sueños extraños. Unos años después, ya casi veinteañera, Alicia está a punto de casarse con un aristócrata. Es una ceremonia prenupcial, y todos esperan por el sí de la joven y el cumplimiento de su rol en el mundo: ser una buena esposa. Todo es real, pero se parece a una pesadilla antifeminista. Ante ese panorama, Alicia cree ver al famoso conejo blanco. Lo sigue y se deja caer por la madriguera. La prometida se fuga.
La caída libre de Alicia hasta llegar a la pieza en la que la espera una llave diminuta para abrir una puerta y pasar al mundo subterráneo es de lo mejor en materia formal. Es una caída digital y en 3D, y coquetear con la gravedad en esos términos y con estos medios no puede ser insignificante. Así, con el descenso de Alicia, los dos libros de Carroll y todos sus personajes van apareciendo en pantalla: El Sombrerero Loco, el Gato de Cheshire, la Oruga Azul, la Reina Roja, Jabberwocky y unos cuantos más. El nudo narrativo pasa por restaurar un orden perdido, a propósito de una ruptura y un enfrentamiento entre dos reinas (y hermanas) o, como se expresa en la mitología hollywoodense, una lucha entre el Bien y el Mal, aquí en clave feminista. En efecto, el mundo de Alicia es una ginocracia, y de allí que el subtexto del filme no sea otra cosa que la conquista de Alicia de su condición de mujer.
No siempre la genialidad visual de Burton se articula con sus relatos. Ed Wood y El gran pez, en ese sentido, son películas satisfactorias, y Sweeney Todd y Charlie y la fábrica de chocolate, por ejemplo, dinamizan y ordenan sus relatos a través de números musicales. En esta ocasión, el trabajo meticuloso sobre todos los detalles visuales y la caracterización de los personajes protegen a la película de su linealidad narrativa, sus escenas esquemáticas y su fatiga conceptual. El libre uso de la imaginación de Burton, secundado por la mejor tecnología digital y guiado en parte por los dibujos de John Tenniel, el ilustrador de los cuentos originales, son estériles a la hora de indagar la riqueza filosófica de los textos de Carroll. En algún pasaje, un personaje le reclama a Alicia su “mucheidad”, su exceso de ser y existencia, un problema extensible a la totalidad de la película: su exuberancia visual es el reverso exacto de su trivialidad intelectual. Es que la Alicia… de Carroll ha sido siempre un viaje del lenguaje con consecuencias pictóricas, un viaje dentro y desde el lenguaje por el cual no sólo se desafía la lógica y el sentido de las palabras sino también cómo el lenguaje estructura una experiencia espacial del mundo y nosotros en él. Ése es el sentido de los cambios morfológicos de Alicia, que puede devenir gigante y diminuta de un instante a otro, lo que remite a un dilema filosófico sobre la identidad. ¿Quién es la verdadera Alicia? Una pregunta que Burton repite en boca de sus personajes sin traducir en imágenes el acertijo.
A diferencia de Avatar y la genial Coraline, ver en 3D o no Alicia en el país de las maravillas, nada habrá de cambiar la experiencia perceptiva de quien mira. Aquí, la relación entre el frente y el fondo y su textura carecen de importancia, y salvo en la mencionada escena de la caída y el plano final en el que vemos a la Oruga Azul (y en este caso no tan sabia) devenida en mariposa, la cuestión de las tres dimensiones es estéticamente irrelevante. La inesperada belleza de unas ranas en la corte, la panorámica sobre un tablero de ajedrez transformado en campo de batalla, o los planos subjetivos de Alicia en los que se reproduce su percepción a medida que ella crece o decrece son magníficos tanto en dos como en tres dimensiones. Además, la solidez de Depp como El Sombrerero Loco y la maravillosa composición de Helena Bonham Carter como la castradora y narcisista Reina Roja pueden apreciarse sin el auxilio de esas gafas futuristas que suelen cansar la vista.
Más que una aventura filosófica, esta versión de Alicia en el país de las maravillas es un cuentito moral desprovisto de paradojas, complejidades y zonas grises. La misantropía y la fascinación por la oscuridad (gótica) de Burton quizás sean demasiado para un producto familiar. Como un café sin cafeína, es decir, sin la sustancia que lo convierte esencialmente en café, éste es un filme de Burton sin Burton, y, sin duda, se trata de una transposición de un libro de Carroll sin la lucidez epistemológica de Carroll. Quizás como Alicia en el epílogo, que de regreso de ese otro mundo querrá conquistar comercialmente las tierras lejanas de China, este cuento descafeinado no tiene otro objetivo que seducir a la platea global.