Las cosas de la vida
Un día nos vamos a levantar a la mañana y no habrá películas como esta. Es decir que ya no podremos ver películas cuya irremediable autonomía no está dada por su narrativa novedosa, ni por sus temas, ni por su audacia formal sino, simplemente, por su llaneza, por su naturalidad, por su modo de fluir misteriosamente, sin mayores artificios ni aparente dificultad. Alicia y el alcalde, o Los consejos de Alice, nombre con el que también se la conoce –grises títulos que, sin embargo, no suenan mucho peor ni dicen más que el original Alice et le maire– pertenece a una segunda línea intrigante del cine francés. No ocupa el departamento de los bodrios exitosos irreparables – especialidad de la casa: comedias que no parecen comedias-, ni pertenece al grupo que opera con la eficacia de una guerrilla hiperkinética, tocado por la gracia de las sombras, cuya cabeza más eficaz es la extraordinaria Pascale Bodet. Su lugar de pertenencia, más bien, podría ser el mismo en el que se desenvuelve a sus anchas Axelle Ropert, esa maestra de la discreción: aquel conformado por películas que se conducen con una sencillez y seguridad que a primera vista pueden parecer un poco rancias, con su deslumbrante trabajo con los actores, con una destreza para el detalle que se disimula bien en su dramaturgia pequeña, en su falta de histrionismo, en la seguridad con la que son capaces de llevar al espectador de paseo de una punta a la otra sin que este se las tenga que ver con grandes emociones ni ripios lastimeros. Nos podríamos también remitir a algunos momentos de Claude Sautet, pero Claude Sautet está muerto.
El alcalde de Lyon recibe la asistencia de una chica que desembarca en la administración sin saber demasiado para que se la ha convocado, de qué se trata ese trabajo por el que dejó su enseñanza de filosofía en el extranjero. La mujer que oficia de mano derecha del alcalde le aclara enseguida a la recién llegada que el puesto que se le había prometido –va aquí un título nebuloso- no existe más, pero que en realidad de lo que se va a ocupar es de dar consejos al alcalde. El mandatario de marras cuenta unos setenta años, tiene todavía ambiciones políticas y espíritu de transformación al servicio de su comunidad, pero está vacío, no puede pensar. Alice se ve desconcertada al principio, pero de inmediato empieza a anotar cosas en su libretita; escucha un discurso de su nuevo jefe, anota. Ve su presentación en la legislatura, anota más. En la siguiente reunión la chica le recomienda a su jefe autores, le marca cosas, le sugiere un acento en tal tema, una modulación distinta en tal otro. El hombre duda, pero termina cediendo. El alcalde y Alice hacen buenas migas profesionales. Algún integrante de rango difuso del gabinete se enoja, pero el tema no pasa a mayores. Alice es bastante brillante y todos aceptan este hecho, aunque sea a regañadientes. Alice tiene algún que otro amorío por ahí; se reencuentra con un amigo que ahora está casado, pero con el que tuvo una atracción en el pasado no concretada; aparece la mujer del amigo, que es una artista un poco loca de atar y está involucrada por hobby en temas ambientales. No pasa mucho con esos asuntos, conatos de drama o de comedia que expiran en breves escenas que se suceden con una ligereza pasmosa. Pero la película, justamente, navega a favor de esa tesitura de las “pequeñas cosas”, siempre con la habilidad suficiente como para que el desempeño de Alice se siga con la fascinación reservada a las grandes aventuras vitales en un medio tono medio que resulta tan eficaz como sorprendente. Hacia el final, hay una tensión muy lograda cuando se prepara un discurso y la convención -¿del Partido Socialista?- espera que el alcalde se pronuncie.
La película parece esbozar desde el vamos una cierta idea peregrina acerca de la soledad profunda del poder, con la tentación de la analogía fácil de la chica joven sola y el hombre maduro solo, ambos un poco extravagantes para quienes los rodean –un caso servido de “tal para cual”-, pero evitando en todo momento con gran soltura cualquier sospecha de melodrama romántico o desvío amoroso. No se trata de amor, entonces; ni se trata en realidad de política, ni tampoco es acerca de las vidas melancólicas, en este caso las de Alice y el alcalde. En el fondo, la película parece partir de una premisa dudosa que sin embargo se ha probado muchas veces. Filmar una cosa, pero simular que se está filmando otra distinta. Solo que esa primera cosa, la que en verdad importa, no se sabe muy bien cuál es. Se filma el derrotero de una vida en un período no muy largo de tiempo. La vida, como es lógico, tiene sinsabores, algún triunfo. Un reguero de pequeños acontecimientos, asuntos que ni fu ni fa –salvo fuerza mayor- jalonan esa trayectoria. A veces las grandes películas, aunque sean pequeñas, se comportan con una consciencia tan pronunciada de eso que no se sabe qué es, ese tema esquivo a fuerza de perseverar en su persecución –más se lo busca, más inmaterial se vuelve- que no tienen más remedio que aceptar lo que no es sino una derrota anunciada. La fragilidad de Alicia y el alcalde, esa condición de criatura exótica en peligro de extinción de un momento a otro, reside en la manera con la que nos conmina a no dejar de mirar la pantalla mientras se abstiene de revelarnos su verdadero secreto.