La película de Nicolas Pariser (El gran juego) comienza con una secuencia que marca el tono de un relato sobrio, clásico, carente de estridencias, delicado. En ella vemos a Alice (Anaïs Demoustier, ganadora del César por su interpretación) preparándose para acudir a su nuevo trabajo, caminando por las calles y arribando al lugar con una mirada que muestra tanto temor como desconcierto. Se trata de una escena que, filmada con elegancia, empieza a configurar la personalidad de esa joven filósofa de 30 años, una muchacha errante a quien le pesan los dictámenes socioculturales.
En una posición similar se encuentra Paul Théraneau (Fabrice Luchini), el alcalde de Lyon, quien atraviesa una etapa de desencanto con la política, lo cual reduce notablemente su productividad en el peor momento posible: mientras aspira a la presidencia por el partido socialista. Las vidas de ambos colisionan cuando Alice es contratada para asesorar al alcalde, quien nota de inmediato la capacidad de la joven para esbozar ideas concretas sobre el liderazgo y tópicos de relevancia para la actual coyuntura como la crisis medioambiental, aunque siempre con un ojo en los grandes pensadores del pasado que modificaron sus contextos.
Pariser, también responsable del guion, va construyendo sin premura ese vínculo que inicia con el respeto como base, y que se sostiene gracias a la admiración mutua. Así cómo Alice ve en ese hombre progresista una herramienta clave para un futuro menos contaminado por los negociados, él logra ver más allá de la coraza de su asistente. De este modo, empiezan a entablar una amistad sin proponérselo, uno de los aspectos más destacables del film que obtuvo el Premio Europa Cinemas Label en la sección Quincena de Directores del Festival de Cine de Cannes, en 2019.
La diferencia generacional está presente en el relato, pero no es un escollo para los protagonistas, quienes se sienten estancados en su cotidianidad. El letargo con el que Paul emite sus discursos o se dispone a escuchar a sus colegas es proporcional a la pasividad de Alice respecto a lo que quiere para sí misma. A través de recomendaciones de libros, intercambios de conceptos (a fin de cuentas, Alicia y el alcalde es una película sobre las ideas como fuentes de inspiración) y charlas a la madrugada, ambos van asomándose a otro mundo, van saliendo de ese estado de parálisis.
Con un abordaje sutil y encantador de esa relación, Pariser habla sobre la conclusión inevitable de las cosas, sobre los estadios, sobre las etapas cumplidas. Por lo tanto, si bien se grafica el lobby político con algunas escenas alusivas, no es el eje en el que se mueve el director. Por el contrario, su mirada nunca se aleja de ese micromundo sin cinismo que edifican Alice y Paul, uno que no solo no concluye sino que queda en un tiempo suspendido y con un libro, una vez más, como el tercer actante de su historia.