A La bruja de Hitler, la flamante producción de Virna Molina y Ernesto Ardito, no le interesa definirse. Su fuerza reside en la resistencia a lo digerible, a lo lineal, a lo cómodo. Por lo tanto, aunque su historia esté ambientada en un determinado tiempo y espacio, sus directores, guionistas y montajistas buscan que ese relato sea maleable, la punta de lanza de otros sucesos, episodios y puntos de vista que dialoguen con la actual coyuntura. Nada está dicho en el film: cada secuencia, con esos planos generales y esas figuras tan pequeñas habitándolos, remiten a una apertura, una flexibilidad tanto histórica como formal. Así, La bruja de Hitler se vuelve expansiva e inclasificable, una obra provocadora que fusiona el terror, el drama histórico y el thriller psicológico con perturbadores ribetes oníricos. La yuxtaposición de imágenes colabora a ese clima inquietante que se genera cuando, en 1961, una familia de prófugos nazis arriba a la Patagonia argentina para refugiarse con individuos con los que conviven perpetuando su propia idea de normalidad, sus conductas revestidas por la perversión. Asimismo, hay cruza del placer con el dolor, dos tópicos que se entrelazan en un largometraje cuyos personajes representan lo más abyecto del nazismo. La cita de Primo Levi sirve como marco para la narrativa: “Si comprender es imposible, saber es necesario, porque lo que pasó puede volver a suceder, las conciencias pueden volver a ser seducidas y obnubiladas: la nuestra también”, puede leerse en una placa que está profundamente ligada a esa colisión de mundos y sus consecuencias, aportando una mirada universal sobre la (in)tolerancia que, desde su intensa impronta visual, cuestiona e interpela.
“¿Vos pensás, cuando hacés, en la posteridad?”, le pregunta por teléfono Jorge Demirjian a su hijo, Rodrigo, trazando paralelismos entre sus obras pictóricas y la carrera del cineasta. Para Jorge, el crear con la inmortalidad como meta no era prioritario y, aún así, plantea el interrogante, deja la puerta abierta, como si en el fondo hubiese meditado sobre ello en más de una ocasión. Podríamos decir que esa consulta espontánea sintetiza la complejidad de ese hombre, pero si El legado deja algo en evidencia es que Jorge no era una figura sencilla de aprehender y mucho menos de traspolar a un documental dirigido por el propio Rodrigo, estrenado este año en el Bafici. Sin embargo, el realizador se sobrepone a los obstáculos -entre ellos, encontrarle el tono a su trabajo- y entrega una producción que es emotiva sin ponerse solemne y humorística sin restarle impacto a la muerte de Jorge. El puntapié es la llegada de Rodrigo a Buenos Aires, tras quince años de no pisar la ciudad, con motivo del fallecimiento de su padre. El director viaja desde Madrid y se reencuentra no solo con su familia sino también con uno de los tantos legados que dejó su progenitor, más de dos mil obras que se encuentran en un taller. Así, entre viejas conversaciones en las que se escuchan las diatribas intelectuales de Jorge (a las que su hija hace alusión en el documental), el sentido recorrido por su atelier y los testimonios brindados sin impostaciones, Rodrigo redescubre a Jorge y, en ese arduo proceso, se cuestiona su propio deseo de ser padre, una de las aristas más interesantes de un trabajo auténtico y conmovedor.
Una postal. Una suma de postales, de recuerdos. De eso se trata la vida para Mónica (Mónica García), pero también para la realizadora que registra su historia, la española Meritxell Colell Aparicio, quien con su flamante largometraje vuelve a colaborar con la actriz protagónica de Con el viento, su película de 2018 con la que DÚO comparte la misma sensibilidad, y en la que el baile vuelve a operar como herramienta de expresión y autodescubrimiento. La historia comienza con un viaje al Norte argentino de una pareja que, además de compartir la cotidianidad, trabajan juntos, conforman un dúo de danza que, tras emprender una gira por la cordillera de los Andes, eligen un nuevo rumbo como forma de salvar un vínculo que está signado por los silencios, los reproches, y una violencia verbal que va asfixiando a Mónica. Que Aparicio elija planos cerrados para registrar las coreografías de sus protagonistas podría resultar una obviedad desde lo simbólico y, sin embargo, el enorme talento de la directora para eludir cualquier decisión estética perezosa convierte a esa decisión en la más poderosa posible. El movimiento de los cuerpos, ese acercamiento y distanciamiento, grafican una dinámica en la que Mónica va intentando encontrar su autonomía en una realidad atravesada por una sinergia que su mirada lamenta y rechaza. DÚO nos muestra a una mujer errante que se conoce a sí misma a través del contacto con otras realidades, una forma muy poética de abordar ese proceso de contemplación; y DÚO también retrata, con la nostalgia de lo imperceptible, ese lento camino en el que uno se va perdiendo en otro.
Como ya había hecho con Crimen en El Cairo, su excepcional largometraje estrenado en 2017, el director sueco de origen egipcio Tarik Saleh, vuelve a adentrarse con Conspiración divina en esa ciudad bajo los códigos de un thriller que coquetea con el cine negro como aquella producción, pero que en lo formal remite a films como La conversación de Francis Ford Coppola y El informante de Michael Mann. El cineasta, también responsable del guion que fue premiado en el Festival de Cine de Cannes, tenía una ardua tarea en sus manos que, en gran medida, comenzó con Crimen en El Cairo: hacer un registro minucioso del epicentro de su narrativa con un manejo extraordinario de los planos abiertos que capturan lo majestuoso y su valor histórico, y también exponer un conflicto central intrincado para quienes no estén familiarizados con el choque de políticas en Egipto. Para ello, Saleh elude lo didáctico y nos adentra en ese mundo eligiendo a un protagonista cuya óptica será un espejo de la del espectador, un joven que es expuesto de manera constante a encrucijadas cuando sale de su cotidianidad y pierde la inocencia. Adam (Tawfeek Barhom) es hijo de un pescador que repentinamente recibe una posibilidad que creía inaprensible: estudiar en la prestigiosa universidad de Al-Azhar, en El Cairo. Su llegada al lugar es retratada por Saleh con secuencias en los que el alumno se pierde entre el acceso a la cultura con una mezcla de asombro y admiración, hasta que se produce un vuelco que frena ese viaje de descubrimiento y lo embarca en uno intrincado, peligroso, absorbente. La muerte de la máxima autoridad islámica, el Gran Imán, pone en marcha un juego de intereses políticos y religiosos en los que ese joven no es más que un peón tironeado por diferentes figuras que, a su vez, están disputándose el nombramiento de un sucesor. En ese contexto, Adam no tardará en convertirse en un informante que, inicialmente, responde a Ibrahim (el extraordinario Fares Fares, protagonista de Crimen en El Cairo, un actor de un magnetismo en el que este thriller muchas veces se apoya), y que luego irá acomodándose como si no tuviera noción plena de lo que está sucediendo a su alrededor. El desconcierto de Adam y ese derrotero clásico de protagonista de un thriller en el que las cartas no se terminan de barajar hasta el último minuto es abordado por su director con una tensión que no necesita de una puesta en escena ostentosa (si la sangre se derrama, sucede en off). Por el contrario, Conspiración divina confía en el poder de las conversaciones y en el impacto que estas tienen intramuros, y por ello se ciñe a las convenciones de un género donde prima la duplicidad, los grises, los topos que van moviéndose sigilosamente para obtener su tajada. Por lo tanto, cuando a Adam, en una secuencia sobria y poderosa, se le pregunta qué es lo que está aprendiendo en esa universidad de elite, el joven queda pasmado ante ese interrogante cuya respuesta conoce, pero a la que no quiere enfrentar, tan solo una de las numerosas viñetas de Saleh donde comulgan la sofisticación y los conflictos internos que se suscitan en el gran esquema de las cosas.
¿Cómo hace una joven de 12 años para procesar la frustración, la ira y la impotencia que le provoca el vínculo tortuoso que tiene con su madre? De esa premisa parte Cría siniestra, la efectiva película de terror de Hanna Bergholm, quien concibió la historia que luego la guionista Ilja Rautsi terminó de pulir, con algunos grandes aciertos y otras aristas que quedan un tanto desdibujadas. La respuesta al interrogante inicial -el film se planta en lo simbólico y allí se queda hasta un final valiente que no elude lo incómodo- llega a partir del encuentro de la joven con un cuervo y la relación simbiótica que entabla con él. Ante una cotidianidad regida por las imposiciones de esa madre que la obliga a ser la mejor en una competencia de gimnasia artística, exigencia que traslada a cada aspecto de su vida rígida y prefabricada, Tanja (Siiri Solalinna, excelente) se rebela alimentando a su doppelgänger hasta que esa construcción horrorosa se le va de las manos. Con algunos momentos de sátira y humor que funcionan a medias (hay un claro homenaje a E.T., el extraterrestre, de Steven Spielberg, en versión gore), y una crítica un tanto perezosa al funcionamiento de una familia de los suburbios más preocupada por aparentar que por vivir, Cría siniestra cobra vuelo cuando se emancipa de las influencias. Como consecuencia, cuando se entrega a viñetas verdaderamente espeluznantes, se percibe el buen ojo de Bergholm para la construcción de fotogramas tan ascéticos como perturbadores, atravesados por una inquietante frialdad.
El documental de Matilde Michanie, propulsado por una investigación de la argentina Carolina Escudero (periodista y doctora en psicología social), muestra, a través de desgarradores testimonios, cómo durante la dictadura de Francisco Franco (y también en plena democracia en España) miles de bebés fueron apropiados al nacer. Cómo decirte que te quiero -título angustiante en sí mismo, símbolo de la impotencia que atraviesa la producción de Michanie- comienza con el primer plano de un cartel que no necesita más de tres palabras para que el mensaje cale hondo: “Te estamos buscando”. Detrás de ese cartel, están las historias de las madres que ponen en palabras lo que vivieron en el momento del parto y posteriormente, cuando las explicaciones que les daban sobre las pérdidas de sus hijos no podían ser procesadas, en muchos casos por la vulnerabilidad de las circunstancias y, en otros, por tratarse de mamás primerizas que no lograban dilucidar lo que estaba sucediendo. La realizadora sabe que dichos relatos deben estar al frente, por lo que su documental no necesita apelar a otras herramientas, con excepción de secuencias en las que las madres se reúnen en talleres donde comparten lo vivido en el grupo S.O.S. Bebés Robados Cataluña. Por lo tanto, aunque Cómo decirte que te quiero ponga también el foco en la búsqueda de justicia y en la lucha por visibilizar los casos, siempre vuelve a lo esencial: a cómo el presente de esas madres está signado por un dolor que, como ellas mismas aseguran, muchas veces las detiene, las encierra. En esos instantes de desamparo, es la pelea colectiva lo que las ayuda a no bajar los brazos en la búsqueda de esclarecimiento.
En un escenario similar al de El proyecto Blair Witch, cuyo éxito respondía no solo a las cualidades de la película misma sino también a la original manera de instalarla como una obra que debía ser vista -una estrategia de marketing supeditada al boca en boca-, Skinamarink, el despertar del mal, la ópera prima del realizador Kyle Edward Ball basada en su propio cortometraje, Heck, también buscó posicionarse del mismo modo en su país de origen, Canadá. Con un presupuesto de 15.000 dólares y una recaudación por encima de los 2 millones, el film logró su cometido, e incluso superó una prueba más compleja: demostrar que el cine de terror experimental tiene una audiencia que está buscando más exponentes. Sin embargo, la ambición desbocada de Ball (guionista y editor se su trabajo), es lo que termina traicionando a un largometraje que agota sus ideas rápidamente. Skinamarink muestra en off cómo dos niños se despiertan por la noche y no encuentran a su padre. A medida que pasa el tiempo, las puertas, ventanas y ambientes completos de la casa familiar empiezan a desaparecer. Todo lo que sucede lo intuimos a través de un trabajo de sonido dispar y de escasos diálogos entre esos pequeños que se hacen preguntas con la ingenuidad propia de la edad. En este aspecto, Bell se aboca a un horror vinculado a las pesadillas propias de la niñez, cuando la oscuridad parecía un villano enorme e imbatible. De todas maneras, su osada propuesta se va volviendo cada vez más tediosa, atentando contra su evidente intento de concebir una producción “vanguardista” que nunca está a la altura de lo que se propone y que perturba solo al comienzo.
En el largometraje de Julio Midú y Fabio Junco, ambientado de manera excluyente en un contexto rural en la Argentina y en el momento histórico del regreso a la democracia, se busca ahondar en la compleja relación entre dos amigos que tuvieron un vínculo incandescente que terminó trazando el destino de ambos personajes: Julián (Mariano Martínez), peón de una estancia, y Patricio (Rodrigo Guirao), hijo del patrón del lugar. Sin embargo, la película no encuentra la forma de narrar de manera convincente ni los orígenes de esa fuerte amistad ni el porqué del impacto del reencuentro, décadas después de una separación propulsada por uno de ellos. Por lo tanto, cuando Patricio regresa a ese escenario que le produce una inevitable nostalgia, los rencores de Julián no solo se verbalizan de modo brusco y arbitrario, sino que además carecen de peso al no haber una construcción de ese pasado, vital para los personajes, pero carente de emotividad para quien lo atestigua en escasos flashbacks. Por otro lado, el costado prohibido de la relación entre ellos proviene de las imposiciones familiares que acarrea Julián, motivo por el que no puede actuar ante sus deseos reales y se construye una vida que lo aprisiona. Lejos de explorar esa arista más atractiva de la película, Humo bajo el agua se siente un tanto errática en su registro de la cotidianidad del trabajo rural que circula por un carril diferente al del eje central de la propuesta: aquello que genera la reconexión entre esos viejos amigos, trama en la que se destaca una interpretación natural de Rodrigo Guirao.
El segundo largometraje de Francisco J. Paparella tras Zanjas (2015) está atravesado un grito que va haciendo eco en cada historia, en cada vivencia. El grito puede adquirir diversas formas, puede estar representado por la figura de un jabalí siendo apresado, por una noche de sexo áspero donde impera la sensación de brutalidad y un violento desapego del otro, o bien por una sesión de batería y ese sonido metalero que aturde, atosiga, incomoda. Además de su aspecto simbólico -Tres hermanos entrega fotogramas que arden y dejan huella por su contundencia-, la ambiciosa obra de Paparella también trabaja sobre una violencia más concreta, esa que se percibe en el accionar de los hermanos del título, unidos y escindidos por las mismas razones: esa falta de afecto familiar que resuena cada vez que intentan expresarse y el salvajismo toma control como una bestia dominante. El proceder de estos cazadores también carece de la naturaleza como manto protector. Por el contrario, la Patagonia está vista bajo el prisma de una ira latente que va saliendo a flote de las formas más primitivas. Los hermanos son fruto de un contexto donde la manifestación del miedo y la angustia (y ese lazo que ata ambos estados) solo se produce a través de la confrontación, la lucha, la concreción del deseo de manera descarnada, esos mismos gritos que se emiten una y otra vez como si la pelea de los protagonistas fuera, en realidad, con un mundo cruel donde reina lo sombrío. La película de Paparella arremete con una primera secuencia tan honesta como oscura y permanece fiel a ese universo hasta el desahogo final, uno en el que naturaleza, nuevamente, se fusiona con los individuos que la toman por asalto y de la que les es imposible encontrar una salida, un futuro promisorio.
El flamante largometraje de Maggie Peren toma como punto de partida el caso de Cioma Schönhaus, un joven judío quien, en plena Segunda Guerra Mundial, emplea una identidad falsa para no ser capturado por el régimen nazi. En esa búsqueda incansable por la supervivencia, Cioma advierte que tiene la capacidad para falsificar pasaportes y documentos y, así, permitir que aquellos que viven con temor puedan encontrar un refugio seguro. En este punto, Peren, también responsable del guion, no toma demasiados riesgos en el momento de retratar lo que llevó a cabo su protagonista (una hazaña que se reduce a una placa final un tanto perezosa), y su enfoque de la cotidianidad de Cioma y su mejor amigo no se aleja nunca de la sobriedad. En algunos tramos, la decisión funciona a favor de la película, especialmente cuando se presenta una urgencia dramática en el relato, a medida que los movimientos del protagonista empiezan a ser puestos bajo la lupa. La cineasta no apela a los golpes bajos y, a través de acertadas elipsis, genera secuencias poderosas y angustiantes en las que el joven protagonista debe permanecer impertérrito mientras todo a su alrededor empieza a desmoronarse. Por lo tanto, aunque a El falsificador le falte fuerza y le sobren escenas vinculadas al interés romántico de Cioma, al llegar el desenlace, la interpretación de Louis Hoffman (más reconocido por su rol en la serie Dark) va adquiriendo matices que tienen su correlato con el contexto claustrofóbico en el que su personaje intenta pasar inadvertido, con el pánico omnipresente.