Momento bisagra en la vida de cualquier ser humano: la enfermedad, agonía y muerte de los padres. Jotta viene de pasar por ese doloroso trance con su madre y, mientras desarma el departamento en el que ella vivía, recuerda, sueña e imagina situaciones que atravesaron o podrían haber atravesado juntos durante la última etapa del cáncer terminal.
En su primer largometraje de ficción, Alejandro Rath intenta compensar la densidad de la temática haciéndole un homenaje a Nanni Moretti. Tanto explícito (lo cita con imágenes de Caro diario que a su vez homenajean a Pasolini) como implícito: el italiano está presente en el espíritu juguetón que busca hacer contrapeso con el dramatismo de la película. Porque Jotta es un trotskista ateo que emprende una suerte de investigación religiosa en busca de respuestas para la situación de su madre.
Así, se suma a la peregrinación a Luján, se entrevista con un cura al que le pregunta por qué ella se enfermó pese a ser una buena persona (“no todo puede explicarse”, es la desalentadora respuesta), dialoga con un rabino y hasta visita un templo evangelista con un oficio a cargo nada menos que del Pastor Giménez. También indaga jocosamente en el cruce entre la ideología de izquierda y la espiritualidad.
Algunos de estos pasajes muestran el oficio de Rath como documentalista (fue codirector de ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?), en escenas donde el personaje de Martín Vega se entremezcla con el paisaje “real”. El resultado es un notable efecto de verosimilitud, que se ve reforzado por el sólido trabajo de la familia Manso-Contreras: Leonor en el rol de Alicia; Patricio, en el de su ex pareja (igual que en la vida real); y la hija de ambos, Paloma, como una enfermera.
Pero si la faceta realista de este drama hospitalario está logrado, el aspecto humorístico y fantasioso no siempre consigue el objetivo de aliviar la angustia de ese momento de inminente orfandad que todos, tarde o temprano, enfrentaremos.